ESTACIÓN TREINTA Y NUEVE - LA ‘CIUDAD DEL SOL’ DE CAMPANELLA Y LOS ICARIANOS DE CABET

ESTACIÓN TREINTA Y NUEVE

LA ‘CIUDAD DEL SOL’ DE CAMPANELLA Y LOS ICARIANOS DE CABET


Tommasso Campanella tomó la palabra y comenzó su explicación hablando rápidamente y moviendo brazos y manos, como es habitual entre los italianos que suelen comunicar sus emociones junto con las ideas, lo que contrastaba con el pausado y racional estilo del británico Moro.

 

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Un elemento principal de un buen ordenamiento de la sociedad, que destaco en mi Civitas Solis, o Ciudad del Sol como han traducido mi descripción de la civilización ideal, es el desarrollo del conocimiento y de las ciencias, que han de difundirse a todos desde la más tierna edad, a través de la educación.

Las ciencias y la educación, que deben ser lo más rigurosas y completas posibles, son esenciales para el bienestar de la comunidad, y para hacer frente a los ricos y a los poderosos que siempre mantienen al pueblo en la ignorancia para asegurar su dominio sobre ellos.

En la Civitas Solis, la Sabiduría hizo adornar las paredes interiores y exteriores, inferiores y superiores de las edificaciones, con excelentes pinturas que representan a todas las ciencias.

En los muros exteriores del templo están dibujadas todas las estrellas; en la parte interna de los muros se hallan representadas las figuras matemáticas. En otros lugares encuéntrase una descripción íntegra y al mismo tiempo detallada de la Tierra.

Esta descripción va seguida de las pinturas correspondientes a cada provincia, en las cuales se indican brevemente los ritos, las leyes, las costumbres, los orígenes y las posibilidades de sus habitantes.

En las habitaciones han sido pintadas todas las clases de piedras preciosas y vulgares, de minerales y metales, como también las especies de árboles y hierbas y animales, en cantidad tal que produce asombro.

En lugares públicos están representadas las artes mecánicas, sus instrumentos y el diferente uso que de ellas se hace en las diversas naciones; y en la parte externa están todos los inventores de ciencias y de armas.

También se encuentran todos los alfabetos, los idiomas, y los escritos más relevantes en cada lengua. La ciudad es, de ese modo, una inmensa enciclopedia de todos los conocimientos y saberes existentes, a los que se van añadiendo los nuevos descubrimientos e invenciones, que de ese modo quedan a disposición de todos para su aprendizaje y aprovechamiento."

Al escuchar esta explicación me vino a la mente la Enciclopedia de las Ciencias, las Artes y los Oficios, liderada por Diderot y D’Alambert en el siglo XVIII, y que fue tan importante en el desarrollo del Iluminismo que participó en la creación de la civilización moderna.

Y pensé que en mi mundo actual todo el saber, las ciencias, las artes, la historia, las lenguas, los personajes, las informaciones, acumuladas por la humanidad a lo largo de su historia, se encuentran a disposición en Internet.

Ese sueño de Campanella parecía haberse hecho realidad en mi mundo, aunque no representado en la arquitectura de las ciudades sino en la realidad virtual. Todo allí concentrado, disponible para quienes deseen participar en la creación de una nueva y mejor civilización.

Mi distracción duró sólo un momento, pues ya Campanella comenzaba a gesticular y a describir el segundo elemento que consideraba esencial en un óptimo ordenamiento social.

En la Civitas Solis no se practicaba el trabajo servil ni el empleo asalariado. Cada familia producía por sí misma o asociándose con las familias vecinas, lo que necesitaba para alimentarse, vestirse, construir sus viviendas, cuidar la salud, ocuparse de la educación de los niños, recrearse y, en fin, satisfacer todas sus necesidades, alcanzar el bienestar y progresar.

 

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Allá no existía la propiedad privada, pero tampoco eran del Estado la tierra, el agua y los recursos y medios de producción, sino que las personas, las familias y las organizaciones que vivían en un lugar, en cada territorio o localidad, poseían comunitariamente todo aquello, y lo usaban según las iniciativas y proyectos que decidían realizar con autonomía.

Los frutos del trabajo comunitario eran para los que habían trabajado, repartiéndose los excedentes entre quienes los necesitaban”.

Me pareció que Tomasso Campanella se disponía a darnos una larga descripción de como vivían los Solarianos; pero Dante, que conocía como eran los italianos y sabía que si lo dejaba continuar no habría quién lo hiciera callar, indicó con un gesto que era el turno de que Étienne Cabet diera cuenta de las dos ideas principales de su aporte al proyecto de una sociedad ideal, o en camino a serlo.

Cabet tomó la palabra muy seguro de sí mismo, como buen francés, y se expresó con refinamiento.

 

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Icaria se llamaba el país de mis sueños. Allí reinaban la fraternidad entre las personas y la ética del bien común, enseñadas a todos desde la más tierna infancia.

Como todos se sentían hermanos, miembros de una misma familia, todo lo poseían en común, formando una comunidad de individuos con rigurosa igualdad de derechos y de deberes.

Como existía una cultura del trabajo, del compartir y de la ciencia, habían logrado la abundancia de bienes y servicios, de modo que cada uno satisfacía sus necesidades y deseos conforme a sus características personales y a las condiciones del territorio donde se asentaban.

No existiendo escasez, no hay necesidad de propiedad, ni de dinero ni de mercado”.

Dante, que hasta entonces había escuchado en silencio, comentó que aquello era un sueño muy bello, que tenía poco de original porque todos los humanos tienen en el fondo de su alma un anhelo semejante.

El problema – afirmó – es saber si es posible y cómo avanzar en su realización”.

En efecto – replicó Cabet –, mi principal aporte se refiere a las formas de acción y a las vías mediante las cuáles la humanidad puede avanzar en el cumplimiento de dicho ideal”.

Dinos, pues, cómo se logra eso, que es lo que más puede interesar y servir a mi pupilo” – replicó Dante.

Cabet tomó aliento y, con la actitud de un profesor que quiere conseguir la atención de toda la clase, explicó:

Es necesario evitar, a toda costa, la violencia. Ni la violencia, ni la revolución, ni la conspiración, ni el atentado. ¿Por qué? ¡Atiendan! Las revoluciones violentas son la guerra con todos sus percances.

Ellas son extremadamente difíciles, porque un gobierno, por el solo hecho de existir, tiene una fuerza inmensa en su organización estatal, por la influencia de la Aristocracia y de las riquezas, por la posesión del Poder legislativo y ejecutivo, por el Tesoro, por el Ejército, por los Tribunales y los Jurados, y por la policía con sus mil medios de represión, de corrupción y de división.

Es muy difícil vencerlos por la fuerza. Pero aún si se piensa que fuera posible conquistar el poder con la violencia y aplicarla contra los privilegiados, no resultaría de ese modo una sana Comunidad.

Los privilegiados son personas, como los pobres, y lo mismo que éstos, son nuestros hermanos; forman una bella porción de la Humanidad. Sin duda alguna, es necesario privarles de ser nuestros opresores; pero no por eso debemos oprimirles a ellos.

La Comunidad imaginada para hacer felices a todos los humanos, no debe empezar excluyendo a una gran parte de éstos. No debemos odiarles, porque sus preocupaciones y sus vicios son efecto de la mala educación y de la mala organización social, lo mismo que las imperfecciones y los vicios de los pobres.

Es necesario libertarlos a todos. Es preciso obrar como Jesucristo, que no vino a destruir a los ricos sino a convertirlos, predicando la supresión de la opulencia y de la miseria”.

Yo levanté la mano como pidiendo la palabra y sin esperar que me la dieran, repliqué:

¡Pero esto se ha demostrado ya que es imposible!

El francés me miró a los ojos y afirmó enfáticamente:

¡Borren la palabra imposible! ¡O al menos no la apliquen a la Comunidad, que es el más alto destino de la humanidad!”

Pero, entonces, ¿cómo debemos actuar? ¿Qué hacer para construirla realmente?

Manteniendo sus ojos fijos en los míos, Cabet respondió:

Dos cosas hay que hacer. Por un lado, es necesario convencer a todos, lo que sólo puede lograrse dialogando, enseñando, escribiendo, discutiendo, persuadiendo y convenciendo, a ricos y a pobres, hasta que todos, el pueblo, los electores, los legisladores y los gobernantes, asuman con convicción los principios de la Comunidad.

Porque la Comunidad, o es para todos, o no será de nadie. Si hay excluidos, violentados, castigados, se generará inevitablemente el odio, y de ahí vendría el conflicto, la división, que son la negación misma de la Comunidad.

Y para que todos puedan discutir con perfecto conocimiento de causa, hágase todo a la luz pública, con transparencia, acreditando los hechos con estadísticas, y las ideas con argumentos”.

Cabet guardó silencio como esperando alguna réplica o pregunta nuestra. Como asentí con un gesto, continuó:

 

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La segunda cosa que hay que hacer es crear comunidades reales, vivir la fraternidad en la práctica. Reunir hombres y mujeres que libre y voluntariamente convengan en asociarse para su interés común.

Desarrollar experiencias de comunidades en pequeña escala, e irlas expandiendo mediante la integración a ellas de más y más personas.

Eso es posible, y yo mismo trabajé en ello mientras viví en la tierra. Me fui a los Estados Unidos y con grupos de compañeros creamos comunidades de Icarianos en Nueva Orleans, en Texas, en Illinois, en Iowa, en California, en Misuri.

Fueron experimentos que en total duraron 50 años, y que al final, según me han relatado icarianos que han llegado a este Purgatorio, se fueron disolviendo.

Hace poco me encontré por aquí con el espíritu de un profesor colombiano, admirador de Icaria, llamado Gonzalo Pérez Valencia, quién me explicó que el problema que tuvieron los icarianos fueron las dificultades para sostenerse económicamente, cuya causa fue un insuficiente conocimiento de la racionalidad económica de la economía solidaria. Una deficiencia que, por cierto, se puede superar.”

Al escuchar el nombre de Gonzalo Pérez Valencia me sobresalté, pues se trataba de un grande y querido amigo, estudioso y difusor de mis obras de economía solidaria. Emocionado quise preguntarle cómo estaba y dónde podría encontrarlo.

Pero en ese momento vimos detenerse en la playa la misma nave de luz alada que había traído a los tres espíritus con que conversábamos. Ellos se despidieron apresuradamente de nosotros, se subieron a la nave y partieron del mismo modo en que habían llegado.

Yo sentí que algo del espíritu de esos hombres se agitaba en mi corazón y en mi mente.

 

Luis Razeto

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