ESTACIÓN CUARENTA Y TRES - RECORRIDO POR UNA REDUCCIÓN JESUÍTICA GUARANÍ

ESTACIÓN CUARENTA Y TRES

RECORRIDO POR UNA REDUCCIÓN JESUÍTICA GUARANÍ

 

Caminamos todo el día, dormimos al ponerse el Sol, y llegamos de madrugada a la tercera explanada, que se extendía hacia un costado de la montaña como un inmenso valle abierto a orillas de un río de aguas cristalinas.

Era tan bello el paisaje y tan impresionante la dimensión del valle que quise tener una visión de conjunto, por lo que ascendí todavía hasta unas piedras dispuestas como un mirador.

Desde allí pude distinguir unas treinta aldeas, construidas todas con similar estructura y disposición de las edificaciones y lugares.

¡Regresa!” –me llamó el Maestro. “Entremos ya a este lugar singularísimo, que ha despertado también mi curiosidad.”

Obedecí inmediatamente y partí corriendo detrás de mi guía, que no me había esperado y ya estaba entrando en la primera de esas locaciones. En el ingreso, sobre un arco rústico de madera destacaba la leyenda: ‘Misión Guaraní de Jesús de Tavarangüe’.

 

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Así comprendí que estaba entrando en el reflejo de una de las muchas Reducciones de Indios organizadas por los Jesuitas a comienzos del siglo XVII en la vasta región habitada por la etnia guaraní, que se extendía en rededor del río Paraná y del río Uruguay, que conforman la cuenca del Plata.

Un territorio inmenso que después de la Independencia y la formación de los Estados nacionales, fue fraccionado y delimitado en sucesivas guerras, formando actualmente parte de las Repúblicas de Paraguay, Argentina y Brasil.

Al centro del pueblo había una plaza grande. En su costado oriente destacaban una iglesia con su monasterio, y diversas dependencias. Al sur de la plaza se encontraba el edificio del Cabildo y varias otras edificaciones.

Y por los otros lados de la plaza había numerosas viviendas construidas rústicamente, distribuidas en hileras a lo largo de callecitas paralelas y perpendiculares, donde vivían las familias indígenas.

 

evangelización guaraní

 

Pude apreciar el estilo llamado barroco guaraní, único barroco autóctono que se desarrolló en América.

Nos dirigimos a la plaza. A la sombra de un gran árbol estaban sentados dos adultos mayores, un hombre y una mujer, ataviados a la manera indígena, con los torsos desnudos pero pintados de vistosos colores.

El hombre llevaba en la cabeza un sombrero de forma cónica adornado de plumas y de dientes y garras de animales.

La mujer, desde la cintura hasta las rodillas vestía una sencilla túnica de algodón blanco. Sus brazos estaban adornados con brazaletes de fibras vegetales, y de su cuello pendían collares de semillas y piedritas de colores.

Se apreciaba sin embargo, puesto que el sol recaía sobre sus figuras sin dejar sombras, que eran espíritus desencarnados.

 

Joven guaraní

 

Sean bienvenidos, en buena hora” – nos dijo el hombre cuando nos acercamos con timidez, porque no queríamos importunar a la pareja que conversaba plácidamente y que frecuentemente estallaba en risas y carcajadas.

Al llegar frente a ellos el hombre nos dijo: “Los vimos subir trabajosamente por la ladera de la montaña, y vinimos a recibirlos para ofrecerles nuestra hospitalidad, como hacemos siempre con los extranjeros que no vienen con armas en las manos.

Yo soy el Parakaitara, el que decide lo que debe hacer la comunidad. Fui elegido por mis hermanos caciques para presidir el cabildo del pueblo. Ella es mi bella esposa, se desempeña como veedora de las mujeres que trabajan en alfarería, cestería y textiles.

En nuestra comunidad, todos debemos trabajar seis horas diarias, excepto los días de fiesta, y nos rotamos anualmente en las actividades de servicio. Ahora dígannos ¿cómo es que llegaron hasta aquí?”.

Como era habitual fue mi Maestro quien respondió: “Un anciano de nombre Bartolomé, que encontramos mientras ascendíamos la montaña, nos indicó este camino y nos abrió la curiosidad de conocer lo que aquí encontraríamos”.

Siempre es así. El buen padre Las Casas, que nos aprecia mucho, nos recomienda ante los transeúntes y peregrinos que anhelan llegar hasta la cumbre de la montaña donde dicen que se encuentra el paraíso terrenal.

Aunque deben ustedes saber que para nosotros los guaraníes, éste es ya nuestro paraíso, aunque imperfecto. Nuestros Karáis o profetas pan-guaraníes, nos enseñaron a buscar la ‘Tierra sin Mal’, que solamente nosotros podemos alcanzar.

Nuestro tiempo y misión en este lugar que los cristianos llaman purgatorio, consiste precisamente en desarrollar y mejorar este pueblo nuestro, hasta que adquiera su forma perfecta y sea una Tierra sin Mal”.

¿Podemos visitar sus distintas dependencias y lugares, y conversar con los lugareños? – me atreví a preguntar.

El Parakaitara miró a su mujer y le preguntó algo en un idioma que yo no conocía. Dialogaron más de cinco minutos, se rieron varias veces, y finalmente el hombre nos dijo:

Hemos decidido que mi mujer los acompañe por cualquier lugar que deseen conocer; pero no deben importunar a las personas con que se van a encontrar, pues están en horario de trabajo y no han de ser molestados. Ella podrá explicarles lo que quieran saber”.

 

mujer guaraní

 

La mujer se alzó y nos condujo por todo el pueblo, comenzando por las calles del sector de las viviendas.

Cada vivienda tenía un gran huerto donde las familias mantenían árboles frutales, cultivaban hortalizas, criaban gallinas; en algunas vimos dos o tres cabras, ovejas o llamas.

La mujer nos explicó que la casa y el huerto, con sus enseres, utensilios y herramientas de trabajo, son de propiedad de cada familia.

Todo lo que una familia produce en su casa y en su huerto es de la familia misma, y pueden compartirlo o hacer trueque con sus vecinos si lo desean.

Todo lo demás es de propiedad común: el río, los campos agrícolas aledaños, los bosques, la escuela, el salón, los comedores, los galpones de talleres artesanales, el cementerio, el edificio del cabildo, las carretas, los animales de tiro, la iglesia y los lugares de culto. El monasterio es de los curas que viven y trabajan ahí.

Todos los hombres y las mujeres mayores de catorce años tienen la obligación de trabajar durante cuatro horas diarias en servicios a la comunidad o en labores de producción y de bien común, según las capacidades de cada uno y rotando en las actividades y funciones.

Entre esas actividades se incluye la labranza agrícola, la protección de los bosques con su flora y fauna, la administración de justicia, la defensa del territorio común, la limpieza y mantención de los canales de regadío, el aseo de las calles y edificios comunes, la construcción de puentes y de obras civiles.

Como todos trabajan desde muchachos en las diferentes actividades, aprenden lo necesario para desempeñarse correctamente en las tareas que les corresponda.

Los frutos del trabajo común son de propiedad de la comunidad que forma todo el pueblo, y sobre ellos decide el Cabildo”.

 

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Visitamos la escuela, donde los niños aprendían lectura, escritura, matemática, historia, tradiciones, idiomas, música, baile, pintura, moral y buenas costumbres.

Los oficios los aprendían ayudando a los maestros en los talleres, y colaborando en las tareas agrícolas y de construcción. Me sorprendió la alegría y el orden que reinaba en todas las salas y en los patios.

La biblioteca estaba abierta día y noche, y todas las personas podían permanecer allí el tiempo que quisieran, con un máximo de dos horas diarias.

Me sorprendió que, no obstante ser grande y espaciosa y estar provista de abundantes libros, todas los puestos en las mesas de lectura y escritura estaban ocupados, manteniéndose una fila de personas esperando tranquilamente sus turnos.

Recorrimos el templo, el monasterio y el cementerio, y admiré el silencio y recogimiento que mostraban los que oraban, reflexionaban, leían y paseaban por sus recintos, sin restricciones, no solamente los curas sino muchos hombres y mujeres que podían libremente entrar y quedarse allí en los horarios que no eran laborales.

 

Guaraníes trabajando

 

Cada dos y cuatro horas sonaban las campanas. La mujer nos explicó:

Las campanas nos indican los turnos en las tierras colectivas, donde todos debemos trabajar unos días a la semana.

Con lo que allí se produce se mantiene a las viudas, niños y necesitados, se aporta a los artesanos, se pagan los tributos reales, y se almacena lo que es conveniente en previsión de plagas o escaseces”.

Después de haber recorrido todo el pueblo y recibido amplias informaciones sobre todas las cuestiones que se me ocurrió preguntar a la mujer, entramos a la plaza.

En la mitad de la plaza, sentado en una banca a la sombra de un gran ceibal florido, se encontraba un hombre de mediana edad, cabello y barba negra bien cuidadas. La mujer nos recomendó que fuéramos a hablar con él.

Es un cura, un hombre ilustrado – nos dijo, – que aquí todos respetamos por su gran capacidad como organizador, por los libros que escribió, y por su sabiduría y bondad. Es seguro que atenderá todas las preguntas que quieran hacerle. Es también un buen consejero espiritual, por si lo necesitan”.

Diciendo esto la mujer se despidió de nosotros explicando que con la conversación y nuestras preguntas le dieron irresistibles deseos de ir a la biblioteca, y que después la esperaban trabajos en su huerto.

 

Luis Razeto

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