ESTACIÓN SETENTA Y UNO - ENCUENTRO CON PICO DE LA MIRANDOLA

ESTACIÓN SETENTA Y UNO

ENCUENTRO CON PICO DE LA MIRANDOLA

 

Fue algo tan súbito que no hay nada que pueda ser descrito. Sólo decir que fuimos arrebatados por una fuerza desconocida que nos atrajo con poder sobrehumano, dejándonos en el primer círculo celeste, que era el de la Luna.

Levanta tu espíritu y agradece haber llegado a la primera estación” – me dijo Sabiduría.

Señora – respondí. – Mi alma reboza de agradecimiento a quien me otorgó la gracia de este viaje tan lleno de experiencias enriquecedoras.

Iba a continuar expresando mi gratitud cuando de pronto se presentó ante mí una visión tan intensa y fascinante que quedé sin palabras.

 

Francesco Pesellino

(Francesco Pesellino)

Lo que apareció fue un conjunto de Beldades que parecían deseosas de comunicarse; pero era como verlas reflejadas en un espejo, por lo que me volví para distinguir sus rostros originales, creyendo que se encontraban a mi espalda.

Detrás de mí no había nadie, por lo que dirigí la vista hacia mi Guía, esperando que me aclarara la situación. Sabiduría me sonrió con gran ternura. En su mirada había una luz que me deslumbró tanto que preferí bajar los ojos. Luego dijo:

Me sonrío porque aún a tu edad eres como un niño al que le cuesta comprender. Debes saber que en estos espacios celestes las cosas no se aprecian bien con los sentidos ni con la imaginación, por lo que tienes que acostumbrarte a que en los círculos del Paraíso se presentarán ante ti figuras y apariciones que simbolizan valores y representan ideas.

Te aconsejo, pues, que prestes atención a lo que sucede frente a ti, y que te esfuerces por interpretar lo que hay detrás de lo que ves y de lo que escuchas”.

Volví entonces mi vista a las imágenes que me habían parecido estar reflejadas en un espejo, y fue ahora sorprendente observar que las Beldades que antes parecían numerosas, se unían todas en una.

Era como si la diversidad que aprecié inicialmente fuera efecto de múltiples espejos que reflejaban una sola bellísima mujer. Ésta me miró a los ojos y me dijo:

Ética es mi nombre. Y éstas son mis hermanas Virtudes”.

Ética dio un paso atrás y su imagen fue reemplazada, en rápida sucesión, por las otras Beldades que, después de presentarse, fueron a ocupar los puestos donde las había visto al comienzo.

Así conocí los bellos rostros de Justicia, Prudencia, Fortaleza, Templanza, Generosidad, Honestidad, Coraje, Paciencia, Magnanimidad, Empatía, Mansedumbre, Perdón, Responsabilidad, Gratitud, Respeto, Alegría, Compromiso, Amplitud, Profundidad, Sinceridad, Confianza, Precaución, Compasión, Diligencia, Ecuanimidad, Constancia, Tenacidad, Sencillez, Lealtad, Resiliencia, Eutrapelia, Abnegación, Amabilidad, Perseverancia.

Después de que terminaron de presentarse, las Virtudes me saludaron con un gesto amable y se esfumaron.

Me dirigí entonces a mi Maestra y le dije:

Me hubiera gustado saber más sobre esas Beldades cuya belleza puso en mí el deseo de conocerlas y de amarlas.

Ética – me respondió Sabiduría – es la excelencia de las acciones, actitudes y hábitos de las personas, en busca de una vida buena, feliz y plena. Cada Virtud representa la excelencia en un aspecto particular del comportamiento”.

Quise continuar preguntando pero mi Guía me tomó de la mano diciendo:

Te llevaré donde uno que puede aclarar tus dudas intelectuales. Yo te ilumino con la llama del amor, y mi misión es guiar tus pasos al descubrimiento de lo que está oculto.

Pero cuando entré en tu interior, vi que para ti es importante el conocimiento, y que es por él que se enciende en ti el fuego del amor. Vamos, pues, donde un santo varón que puede esclarecer tu mente”.

¿Puedes adelantarme quién es?

Ya llegamos. Pregúntale lo que quieras saber, que seguro te responderá con la verdad” – me aseguró Sabiduría dejándome solo con un espíritu iluminado.

Perdona que pregunte tu nombre – le dije. – Es que vengo del mundo y volveré a él, donde tendré que dar cuenta de los espíritus que visité en mi viaje y de las enseñanzas que recibí de ellos.

 

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Me llamo Giovanni Pico della Mirándola, viví en el siglo XV en Italia”.

Es un honor para mí conocerte, pues se dice de ti que fuiste un humanista cristiano que anticipaste la filosofía del Renacimiento. Lamento no haber leído tu obra; pero te ruego me ilustres con tu pensamiento.

El Supremo Hacedor – comenzó a decir – creó un mundo maravilloso. En éste, nada era comparable con el ser humano, la obra de mayor admiración entre todas. La naturaleza humana tiene una prestancia que ningún otro ser manifiesta.

Esa capacidad para anunciarse entre las criaturas del mundo; esa familiaridad con lo superior; esa regencia sobre las criaturas inferiores; esa perspicacia de sus sentidos; esa indagación racional; esa iluminación de su inteligencia; esa interpretación de la naturaleza.

Grandes son esas cualidades, que los mejores filósofos reconocen; pero en mis razonamientos pensé que ninguna de ellas es tan importante como para merecer la suma admiración.

Después de mucho reflexionar comprendí por qué el Hombre es la más afortunada de todas las criaturas y la más digna de admiración, y cuál es su condición y lugar en el conjunto universal.

Se trata de una cosa increíble y maravillosa. ¡Escucha! Ya el Creador había fabricado este mundo que habitamos, el más augusto templo divino, según los arcanos reunidos por su sabiduría. Había poblado con toda clase de animales todas las partes del mundo, incluso las más estériles y poco fértiles.

Pero, una vez concluida esta obra, el Artífice decidió que debía existir alguien que pudiese examinar racionalmente su creación y darle sentido, y que pudiese amar la pulcritud con que fue hecha y admirar su magnitud. Fue así como, terminada su labor, pensó en crear al Hombre.

Para entonces ya no quedaba ningún arquetipo según el cual pudiese modelar su nueva criatura, pues ni siquiera en su tesoro había algo que pudiese donar al nuevo hijo como su cualidad y esencia propia.

Todo estaba ocupado, todo había sido distribuido entre las infinitas especies. Pero no era posible que el Creador fallara en esta última hechura. No era propio de su benéfico amor, de la divina liberalidad, que fallase aquí su obra.

Fue entonces cuando el Máximo Artífice, sabiendo que no tenía cómo darle a esta criatura algo que fuese suyo propio, decidió que sería algo tomado de todas las cosas singulares, algo común y propio de las demás.

Tomó entonces al Hombre, lo imaginó y concibió como de naturaleza indeterminada, lo puso en medio del mundo, y le dijo: “No te he dado sede, ni figura propia, ni menos algún peculiar don específico, oh Hombre, con el fin de que seas tú mismo quien, de manera libre, voluntariamente y con tu propio juicio, decidas lo que tendrás, lo que harás y lo que serás”.

Y agregó el Creador: “La naturaleza de las otras criaturas ya ha sido definida según las prescripciones de las leyes naturales que las constriñen. Para ti, en cambio, no habrá coerción irremediable, pues será tu propio arbitrio, que he puesto en tus manos, el que predefinirá lo que serás.

Te he puesto en medio del mundo para que contemples y conozcas todo cuanto éste contiene. No te he dado una forma determinada, para que seas tú mismo, como árbitro, escultor y modelador, quien puedas darte la mejor forma que elijas.

Podrás entonces degenerar a la condición inferior de bruto, o podrás regenerar hacia una condición superior, extraída del juicio de tu ánimo.

¡Oh, suma liberalidad de Dios! ¡Oh suma y admirable felicidad del Hombre, a quien le fue concedido ser lo que elija; ser lo que quiere ser!

Las bestias traen consigo desde su nacimiento lo que en su vida serán. En cambio, el Hombre fue dotado desde su nacimiento de las semillas de todas las formas y del germen vital de todos los genes.

Cualquiera que sea lo que el Hombre cultive desde la adolescencia, ese será el fruto que obtendrá. Si vegeta, será como una planta; si cultiva lo sensual, embrutecerá; si la racionalidad, evadirá lo animal; si desarrolla la intelectualidad, se convertirá en espíritu.

Y si ninguna de esta clase de criaturas y actividades lo satisface, podrá reencontrarse en el centro de su interior unidad, haciéndose uno con el espíritu de Dios, que está sobre todas las cosas y que mora en él, y de ese modo trascenderá todo lo creado.

¿Quién, entonces, no admirará nuestra naturaleza camaleónica? ¿O quién podrá admirar más a otro ser que no sea el Hombre?”.

 

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(Leonardo da Vinci)

Yo escuché con la boca abierta, maravillado por la elocuencia del humanista y la profundidad de su discurso. Permanecí varios minutos meditando lo que dijo.

Sólo cuando creí haber comprendido y guardado bien en mi memoria lo escuchado, nuevas preguntas asomaron en mi mente:

¿Qué facultades son esas que permiten a los humanos ser los artífices de su propio ser?

Pico della Mirándola me respondió:

Con lo que te expliqué, y aprovechando tus propias experiencias y estudios anteriores, estás en condiciones de buscar por ti mismo la respuesta a lo que deseas saber.

Si te la entregara yo acabada y exacta, te quitaría la posibilidad de que desarrolles tu pensamiento.

Y si me entendiste bien, comprenderás que mi respuesta iría en contra de lo que enseño sobre la condición humana, que tiene la maravillosa capacidad de hacerse a sí misma, lo cual incluye, por cierto, la facultad de plantearse las preguntas que quiera y de buscarles respuestas con su propio intelecto”.

Dicho esto, el pensador humanista se alejó en silencio. Me di cuenta de que Sabiduría había llegado y estaba nuevamente a mi lado.

 

Luis Razeto

 

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