ESTACIÓN SETENTA Y NUEVE - ENCUENTRO CON METAFÍSICA

ESTACIÓN SETENTA Y NUEVE

ENCUENTRO CON METAFÍSICA

 

La madrugada del día siguiente Sabiduría me tomó en sus brazos y volamos hasta la tercera esfera del Paraíso.

Nos recibió una mujer de piel inmaculada, alta y espigada, de cabello entrecano y edad indefinible, enhiesta, cuerpo recto que no evidenciaba sinuosidades sensuales.

A primera vista su rostro me pareció inexpresivo; pero sus grandes ojos claros de mirada penetrante tenían una belleza extraña, distante, y que de alguna manera inusual me cautivaron.

Vestía un velo blanco que le caía holgado desde los hombros a los pies, denotando modestia y completa carencia de afán seductor.

 

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Como permanecía en silencio, distraída y no nos prestaba atención, Sabiduría me la presentó con estas palabras:

Te presento a Metafísica. Conociendo la sensualidad de tu mirada varonil, te prevengo que no te engañe su porte adusto, pues ella es una dama fascinante que puede darte placeres que transportan fuera del tiempo y del espacio.

No dejes pasar la oportunidad de haberla encontrado. Ruégale humildemente que te permita entrar a su aposento”.

Aleccionado así por Sabiduría y deseoso de experimentar todo lo que pudiera darme placer y felicidad, me incliné, me hinqué, alcé los ojos hacia la Dama, y le hablé suplicante:

Señora Metafísica, le ruego tenga a bien escucharme. Soy un peregrino a quien le ha sido permitido abandonar por un tiempo el mundo y realizar un viaje por las esferas celestes, después de haber recorrido las cavidades del Infierno y las explanadas del Purgatorio.

En mi vida terrestre, cuando joven estudié filosofía y tuve la oportunidad de hacer varios cursos de metafísica. Me interesaron especialmente Aristóteles y Tomás de Aquino, cuya amplitud de pensamiento y la rigurosidad de sus raciocinios me fascinaron hasta el punto que configuraron el paradigma teórico de base que me ha acompañado durante toda la vida.

Por ello me inclino con ansias ante usted, forma perfecta del saber metafísico, esperando que tenga a bien instruirme en las honduras del conocimiento.

En la mirada que me dirigió Metafísica sentí un reproche, que enseguida emitió formalmente:

Hablas demasiado, con palabras vanas y presuntuosas que desmienten la actitud suplicante de tu cuerpo, y que poco me motivan a entregarme a tus deseos, que también percibo frívolos y fatuos.

No obstante ello, para no desatender los deseos de la mujer admirable que te acompaña y que por algo te habrá traído hasta mí, te llevaré a mi alcoba, donde te revelaré los secretos de mi existencia y te haré gustar la deleitosa libido del conocimiento metafísico”.

La Dama me condujo hasta la antesala de una habitación que estaba a media luz. Allí me explicó que a su cámara sólo podía entrarse descalzo.

 

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Desnúdate – me dijo después – porque aquí todo vestido es un estorbo. Despójate de ese ropaje filosófico que traes puesto; de esos primeros principios y axiomas; de los conceptos, sentencias y silogismos que estudiaste.

Incluso el lenguaje está aquí de más, que sólo podrá servirte, después de haber gozado la experiencia, para expresar de modo balbuciente el gozo espiritual que te habré proporcionado”.

No sin experimentar pudor, me desnudé. Metafísica se volvió de espaldas y dejó caer el velo que la cubría, al tiempo que entraba en su cámara que estaba en penumbra.

Iba yo a seguirla pero me lo impidió entrecerrando la puerta:

En mi casa convivo con tres hombres, que en este momento se encuentran en sus habitaciones. Antes de entrar en mi alcoba debes hablar con ellos. Si te revelan y enseñan sus experiencias conmigo, significa que te autorizan y te sabrás preparado para venir hasta mí.

Te esperaré en mi alcoba. Esmérate en aprender de ellos, para que no vayas después a frustrarte”.

Diciendo esto, Metafísica me indicó tres puertas que no había advertido. Golpeé tímidamente la primera y se abrió sin oponer resistencia.

Entré a una amplia y rústica pieza de gruesos muros de adobe. Un anciano de noble porte, sentado en una banca de madera, con un ajado pergamino en sus manos, con los ojos cerrados miraba pasar las nubes por una ventana abierta de par en par.

Sin desviar la vista me invitó a sentarme a su lado y me pasó el pergamino. Era el Poema de Parménides, filósofo griego del siglo VI antes de Cristo, considerado el primer filósofo del Ser.

Cierra los ojos y lee”, me dijo.

Cerré los ojos y comencé a leer.

 

Luis Razeto

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