II. Alejandro y Antonella se levantaron antes del alba.

II.


Alejandro y Antonella se levantaron antes del alba. Era domingo. Se asomaron al patio y recorrieron el cielo con la vista tratando de entender como estaría el tiempo ese día. Habían pasado dos meses desde que tomaron la decisión de impulsar la cooperativa, Alejandro había recorrido la zona en un radio de unos diez kilómetros alrededor de su casa, visitando a más de cien familias. Había llegado finalmente el día en que se realizaría la primera reunión.

Que se desataran los vientos y la lluvia no era la única preocupación que tenían. Una inquietud aún mayor, sobre lo que para ellos era todavía más imprevisible, era si los campesinos invitados llegarían a la reunión. Eran veintiséis los comprometidos, hombres y mujeres mayores de edad, de trece familias diferentes, asentadas en la zona desde hacía muchos años. Familias numerosas que lograban subsistir en base a los cultivos y las crianzas que mantenían en sus chacras, en gran parte destinadas al propio consumo familiar, y vendiendo los excedentes a dos comerciantes de la ciudad que llegaban en camioneta a comprarles la producción.

Si lloviera o se alzaran vientos fuertes la reunión sería un fracaso, y costaría mucho tiempo y esfuerzo volver a convocarla. La habían citado a las diez de la mañana. A medida que aclaraba el día los dos jóvenes se tranquilizaron al ver que el tiempo estaría sereno, aunque no podían descartar que cambiara en pocas horas debido a lo caprichoso que se había vuelto el clima.

Tomaron desayuno y caminaron tomados de la mano hacia dos grandes nogales que detrás de la casa, a la sombra de los cuales habían decidido que se haría la reunión. Hasta allí trasladaron una mesa y a su alrededor dispusieron tres bancas largas y dos troncos de álamo seco, calculando que podrían sentarse en ellos al menos treinta personas. A las diez tenían todo listo, incluidos los tazones para el té, una cesta con panes amasados y tres potes con mermelada de damasco que ellos mismos habían preparado.

– Son las diez – dijo Alejandro que se paseaba frente a su casa, mirando el camino por donde esperaba que llegaran los invitados.

– No se ve venir a nadie – comentó Antonella.

Pasaron quince minutos. Nada.

– ¿En qué me habré equivocado? – exclamó Alejandro, desilusionado.

– Esperemos un poco antes de dar la reunión por fracasada. Es domingo, la gente del campo descansa hasta más tarde, y puede ser que incluso no tengan reloj.

Cinco minutos después Antonella notó que la puerta de los vecinos de enfrente se abría. Se asomaron don Manuel, la señora María y José el hijo mayor. Emprendieron la bajada.

– ¡Vienen! – exclamó Antonella.

– Son sólo ellos tres. No es suficiente para comenzar – dijo Alejandro.

Ocurrió entonces lo inesperado. Cuando venían por la ladera, ya cerca de la calle, don Manuel Rosende se detuvo y levantando la mano hizo gestos ostentosos mirando a un lado y al otro del camino, invitando a personas hasta entonces invisibles.

Desde atrás de tupidos arbustos se levantaron varios grupos que Antonella y Alejandro no habían visto llegar. ¿Desde cuándo estarán ahí, esperando el llamado de don Manuel?

Alejandro y Antonella se acercaron a la calle, casi corriendo, para recibirlos. Fueron veintiuna las personas que participaron en esa primera reunión, incluidos Alejandro y Antonella; catorce hombres y siete mujeres.

Después de darles a cada uno la bienvenida, cuando ya todos tomaron puesto alrededor de la mesa bajo los nogales, Alejandro empezó la reunión leyendo en un viejo libro, cómo en un lugar de Inglaterra llamado Rochdale, “desde la nada, desde la más ínfima y humilde aldea, no más que una cabaña de tejado rojo aquí y allá junto al río; todo surgió, y año tras año, con paciencia y coraje abriéndose camino por sobre el riachuelo y el campo, veintiocho pioneros crearon hacía dos siglos la primera gran cooperativa que existió en el mundo, y con la cual se originó el movimiento cooperativo que se difundió con el tiempo por todo el orbe”.

Les contó que esos pioneros de Rochdale desde sus primeras reuniones se plantearon objetivos ambiciosos, que poco a poco fueron realizando.

– Les leo lo que dice el Acta de sus primeras reuniones: “Los objetivos y planes de esta sociedad son tomar acuerdos y actuar para el beneficio económico y el mejoramiento de las condiciones de vida de los asociados, generando mediante pequeñas cuotas una cantidad de dinero suficiente para poner en marcha los siguientes planes: Uno. La creación de un Almacén para la venta de provisiones. Dos. La construcción, compra o edificación de varias casas, en las que pudieran residir aquellos miembros que desearan ayudarse entre sí a mejorar sus condiciones domésticas y sociales. Tres. Comenzar la producción de artículos que la Sociedad decidirá, para emplear a miembros que estuvieran cesantes. Cuatro. Con las ganancias adicionales se comprará o rentará un predio, que será cultivado por los miembros que no tuvieran empleo, o cuyo trabajo fuera mal remunerado. Cinco. Tan pronto como sea posible, esta Sociedad procederá a organizar centros de producción, distribución, educación y gobierno; o en otras palabras, se buscará establecer una comunidad-hogar autónoma, de intereses unidos, y se ayudará a otras sociedades a crear tales comunidades”.

Les narró después la historia de un grupo de siete vagabundos, un profesor, una trabajadora social y el dueño de un terreno de dos mil metros, que habían creado en Santiago una pequeña cooperativa hacía cincuenta años. Esa cooperativa fue creciendo, multiplicándose, y ha llegado a ser el grande y famoso CCC, o Consorcio Cooperativo CONFIAR, en que él y Antonella trabajaron durante varios años, y del que seguían siendo socios. Explicaron que fue ahí que ellos aprendieron en qué consiste y cómo se forma una cooperativa.

Las dos historias ya se las había contado Alejandro a los campesinos en las visitas que hizo a sus casas. Ahora se las repetía a todos juntos, para que vieran que era posible hacer grandes cosas si se lo proponían entre todos.

La reunión se prolongó durante más de tres horas, en que los campesinos plantearon todas las preguntas y las dudas que les surgieron. Varios insistieron en que se necesitarían los permisos del gobierno, y esos eran difíciles de obtener. Alejandro les aseguró que si se organizaban bien, con el apoyo del CCC no tendrían problemas, especialmente si llegaban a formar un grupo numeroso de asociados.

Dos jóvenes plantearon que debían proponerse hacer exactamente las mismas cosas que realizaron los pioneros de Rochdale, a lo cual Alejandro les explicó que debían pensar y conversar mucho entre todos, para ver cuáles eran las iniciativas más importantes y útiles para todos. Les dijo que había varios temas organizativos sobre los que deberían tomar acuerdos. También tenían que fijar de común acuerdo el monto de la cuota mensual, y calcular el tiempo que necesitarían y los trabajos necesarios para realizar lo que se plantearan.

La reunión concluyó con el acuerdo de reunirse todos los domingos, en el mismo lugar pero después de almuerzo. Además, cada uno vería a qué otras personas invitar, para que el grupo de asociados fuera más grande y fuerte. También debían ponerle un nombre a la cooperativa, que decidirían en la próxima reunión.

Los campesinos volvieron esperanzados y animados a sus casas. Antonella y Alejandro estaban felices.

* * *

Benito Rosasco golpeó suavemente la puerta del despacho central donde lo esperaba el jefe. Don Ramiro Gajardo lo había llamado y esperaba ansioso el primer reporte. Rosasco había preparado minuciosamente su informe de actividades y resultados, pero estaba nervioso porque era la primera vez que el jefe lo recibía personalmente, pues siempre se había comunicado con él a través de Kessler. El jefe tenía fama de ser muy exigente y riguroso con sus empleados, y podía llegar a ser cruel con quienes no cumplían sus órdenes a cabalidad. Además, Rosasco no tenía idea de cuánto era lo que don Ramiro esperaba que hubiera logrado en esos primeros catorce días en que se desempeñó como “abogado en campaña”, que era el nombre que le dio Kessler al encargarle esta misión.

– ¡Adelante! – escuchó decir.

Rosasco se sorprendió de la amabilidad con que Ramiro Gajardo le mostró el sillón frente a su escritorio, y aún más al ver al jefe levantarse y servirle un vaso de whisky que puso frente suyo en el escritorio.

– Es whisky del bueno – le dijo. –¡Salud!

En seguida Gajardo, mirándolo fijamente a los ojos, continuó:

– Quiero que me informes con todo detalle lo que has hecho, los resultados de tu misión; pero más que nada me interesa conocer todo lo que has podido saber sobre esa gente que te encomendé visitar.

Benito Rosasco abrió el pequeño laptop–pro7 que extrajo de su bolsillo. Giró la vista para ver hacia qué lugar hacer la proyección. Gajardo hizo un gesto indicándole una pantalla que en ese momento empezaba a desplegarse a sus espaldas, al lado de la puerta. Sin moverse Benito Rosasco realizó una serie de movimientos directamente sobre el aparato que tenía en la mano. Se giró un momento sólo para asegurarse de que don Ramiro estuviera viendo lo mismo que él miraba en su pequeño equipo.

En la pantalla apareció un plano topográfico dibujado en base a un registro de video realizado desde escasa altura. El plano representaba un extenso territorio de aproximadamente veinte kilómetros de longitud y ocho y medio de ancho. Accionando sus dedos en la pantalla podía ampliarlo o reducirlo a voluntad por efecto de zoom.

– La zona que he recorrido – comenzó a explicar Rosasco – es la que se ve marcada en color amarillo, arriba a la derecha de la pantalla, y equivale aproximadamente a una sexta parte del territorio que me fue asignado.

El mapa que le había entregado el general Kessler al comenzar la misión era sorprendentemente preciso, y estaba cruzado por líneas punteadas que indicaban cuadrantes de cien metros por lado. Las casas estaban marcadas con bordes rojos, y Rosasco las había numerado siguiendo el orden en que las visitó.

– En el sector que he recorrido hasta ahora hay 24 casas, contando esas tres que dibujé con un cuadrado de color rosado, que no aparecían en el mapa porque estaban escondidas entre los árboles más tupidos. Esas tres son casuchas pequeñas, de material ligero, y en ellas viven siete individuos desastrados, probablemente bandidos que han huido, o quizá buena gente desplazada de otros lugares. Evidentemente, ellos no tienen derechos de propiedad y los terrenos no están demarcados, como lo están en cambio todas las propiedades.

El jefe lo interrumpió:

– Veinticuatro. Descontando las tres que no me interesan, son veintiuna propiedades visitadas en catorce días. No me parece un gran desempeño.

– Pero, señor. No sabe lo difícil que ha sido. Y usted sabe que yo soy solamente un abogado de oficina …

– Está bien. Pero ahora eres mi abogado en campaña. Continúa.

Benito Rosasco pensó que era conveniente explicarle mejor al jefe las dificultades que había encontrado.

– Un gran problema son los perros, que había uno o dos en cada casa.

– ¿Acaso esa gente no sabe que tener perros está prohibido en todo el país?

– No sé si lo sabrán. Pero los tienen. Y si no es por los dos guardias …

– Lo pensé, joven. Sabía que se presentarían problemas y por eso me preocupé de que ellos te acompañaran, con el encargo de protegerte, si era el caso, de cualquier amenaza.

Rosasco se dio cuenta del gesto de contrariedad de Gajardo al mencionarle lo de los perros. Sabía que una de las leyes más discutidas y resistidas por la población, que él impuso cuando fue Ministro del Interior durante la Dictadura Constitucional Ecologista, había sido la prohibición de tener perros y gatos, porque depredaban el ecosistema y consumían alimentos cárnicos que debían reservarse para los humanos.

– Le agradezco, jefe, que se preocupara por mi seguridad. Y no fueron solamente los perros. En tres ocasiones fuimos recibidos por los campesinos con escopeta en mano.

– ¿Escopetas? ¿Y qué hicieron los guardias? Tenían órdenes precisas…

– Los desarmaron, señor. Les mostraban las credenciales del gobierno que usted les dio. Creo que esa gente ni sabe que ya no gobierna la Dictadura Constitucional Ecologista. Después de la primera casa en que nos recibieron armados, los guardias las revisaron todas. En total requisaron un viejo fusil, seis escopetas y dos revólveres. Algunas estaban muy escondidas, pero los campesinos se delataban mirando de reojo hacia los lugares donde las tenían.

– ¿Qué hicieron con ellas?

– Fueron entregadas a don Conrado Kessler, señor.

– Muy bien. Cuéntame ahora los resultados de tu misión.

– Comprenderá usted que los campesinos son muy desconfiados. Y sus tierras constituyen el único medio de subsistencia con que cuentan.

– Eso lo sé. Por eso hay que asegurarles que cuando nos vendan, aquí les daremos trabajo bien pagado.

– Discúlpeme jefe; pero creo que saben que aquí la paga no es tan buena.

Gajardo le lanzó una mirada furibunda. Benito bajó los ojos, arrepintiéndose de lo que había dicho.

– Me refiero a la paga de ellos, jefe, no a la mía. Usted sabe que estoy muy contento y sé que usted siempre premia a los que le somos leales.

– Bien, entiendo. Ya verás que en su momento vendrán esos campesinos a rogar que les demos trabajo. Pero ahora, abogado, continúa con el informe.

– Bien, Cinco casas están deshabitadas, abandonadas por sus dueños. En un caso, esa marcada con la cruz negra, los vecinos nos contaron que los dueños fallecieron y nadie ha llegado a hacerse cargo de ellas. Esa marcada con un cuadrado es la propiedad de dos ancianos que se fueron a vivir con sus hijos en una casa cercana. Las otras tres casas desocupadas son de personas que se fueron a vivir en la ciudad y que muy rara vez han vuelto a verlas. En los cinco casos los campos están siendo parcialmente cultivados por los vecinos, que mantienen limpias las acequias de regadío.

– Ahora, vamos a lo más importante, que por eso te escogí para este trabajo, por ser abogado.

– Sí, señor. La situación es la siguiente. En el caso de los fallecidos, debo obtener el título de propiedad en el registro nacional, y con los certificados de defunción podemos hacer la solicitud y tomar posesión provisoria en tres o cuatro meses. El trámite para la posesión efectiva tiene una espera de tres años, en que pudieran aparecer herederos, y es lo mismo que demora solicitar la posesión sobre los predios abandonados por sus dueños. Pero en estos casos, si los encontramos, podremos comprarles a muy bajo precio. En el caso de los ancianos que se trasladaron a vivir con los hijos, se mostraron dispuestos a vender.

– ¿Algo más?

– No por ahora. No será fácil lograr que se desprendan de sus fuentes de sobrevivencia, señor.

– ¿Les dijiste que probablemente sus tierras quedarían sin agua?

– Sí, y se mostraron muy inquietos, pero nada más pude obtener.

– ¿Qué son esos puntos verdes que pusiste al lado de las casas?

– Perdón, me olvidada de algo importante. Son once puntos en total, y puede ver uno, dos y en un caso tres por casa. Viven ahí jóvenes que están trabajando aquí en la Colonia. Eso nos puede facilitar mucho las cosas.

– Sí – confirmó don Ramiro.

Se quedó pensando un momento y agregó:

– Bien, abogado. Tome nota de lo siguiente. Obtenga la documentación y prepare las solicitud de posesión de la propiedad de los muertos. Busque a los dueños de las propiedades abandonadas. Si no los encuentra proceda a solicitar el derecho de posesión. Prepare un contrato de compraventa, con un valor no superior a trescientos mil, sobre la propiedad de los ancianos que viven con los hijos. Le haré llegar los nombres y datos de las personas que aparecerán en las escrituras y en las solicitudes. Dedique a esto la próxima semana. Y después continúe recorriendo el territorio.

Benito Rosasco tomó nota, cerró su laptop–pro7 y se levantó, despidiéndose del jefe inclinando la cabeza.

– Estás haciendo un buen trabajo. Si lo completas bien tendrás un premio que te complacerá.

– Muchas gracias, señor.

Cuando el abogado cerró la puerta Gajardo marco un número en su IAI.

– Kessler, hay en el sector circundante tres tomas ilegales de terrenos que hicieron unos forajidos o desplazados vagabundos. Rosasco los tiene marcados en el mapa. Los guardias que acompañaron al abogado saben quiénes son y dónde están.

– ¿Qué hacemos con ellos, jefe? ¿Los traemos a las obras?

– Esa escoria social no nos sirve. A quienes debemos captar es a los campesinos acostumbrados al trabajo duro desde niños. Por ningún motivo a vagabundos ni desplazados. La orden a los guardias es que despejen. Usted entiende. Está demás que le diga que deben hacerlo de noche y sin ser vistos.

– No se preocupe jefe. Me encargaré personalmente de que todo suceda como se deben hacer estas cosas.

Kessler cerró el IAI y salió a tomar aire. El jefe es ingenuo. Es un gran estratega, pero no tiene idea de operaciones tácticas. Estas cosas no se pueden encargar a guardias que cuando se emborrachan hablan más de la cuenta, y que si las cosas salen mal confiesan apenas se les aprieta un poco. La oportunidad de acción que ahora se le presentaba lo animó. Hacía tiempo que la esperaba.

* * *

Al anochecer del día siguiente Conrado Kessler se puso las botas de campaña. Eran las mismas que había usado tantas veces en las paradas militares y en las ceremonias oficiales, y que hacía sonar como si fueran de madera cuando le rendía honores al Ministro Gajardo. Miró el cielo sin luna y las nubes que se juntaban oscureciendo aún más el campo. Lo había planeado todo cuidadosamente. Mejor aún si llueve.

Revisó la Beretta de servicio M9, su mejor pistola de 9 mm. provista de una linterna incorporada que permite iluminar el blanco al que se apunta. Se la puso al cinto. Cargó enseguida el subfusil automático alemán MP7, y escondió en su tenida de combate el cuchillo KM2000, también alemán, un arma que en sus manos expertas era capaz de degollar a un toro de un solo golpe. Eran sus preciadas armas personales. Se las regaló un capo mafioso al que aseguró protección cuando dirigía la CIICI. Nadie, ni siquiera Gajardo, conocía su existencia. Kessler no las había empleado nunca en vivo, solamente en los polígonos de tiro, por lo que estaba excitado ante la inminencia de que hubiera llegado por fin la ocasión de hacerlo.

Miró el reloj. Debía esperar aún media hora hasta que entrara en vigor en toda la Colonia el segundo toque de queda, en que se apagaban las luces y todo quedaría oscuro, pues no era noche de luna. Sabía que a las cinco de la mañana comenzarían las actividades del día, de modo que tenía solamente cinco horas para lo que había planeado realizar.

Pasados diez minutos de la media noche fue al taller de las herramientas. Escogió el martillo más grande y un chuzo de acero. Con ellos al hombro caminó hasta el establo, ensilló su caballo azabache, le colgó en las ancas el subfusil y las herramientas. Para no hacer ruido lo llevó de las riendas, caminando hasta fuera de la Colonia por un sendero que casi nadie transitaba y que esa noche no tendría guardias vigilando por haberles dado la orden de reforzar una entrada distante. Empezó a llover. Montó y partió al galope.

Se bajó del caballo a doscientos metros del primer objetivo: una casucha de madera de no más de dos metros por lado. Los guardias le habían informado que ahí tenían su escondite dos jóvenes. Cargó al hombro el subfusil y tomó el chuzo con las dos manos. Su intención era llegar a la casucha, golpearla con fuerza para asustar a los que estuvieran en ella, hacerlos escapar y enseguida destruirla a golpes de chuzo y de martillo. Se acercó silenciosamente hasta unos sesenta metros. Los vio, semidesnudos, tratando de apuntalar unas latas que servían de techo. El viento debe haberlas movido y la lluvia les está cayendo dentro.

Un relincho del caballo alertó a los hombres que vieron a Kessler acercarse silencioso y amenazante. El mayor de ellos dio un salto, entró en la casucha y tomó un revólver. Kessler sintió pasar una bala sobre su cabeza. Dejó caer el chuzo y con un rápido movimiento apuntó con el subfusil y descargó una ráfaga. Aunque había escasa luz, vio rodar y caer al joven que se había quedado en el techo de la casucha. Un niño escapó corriendo entre los arbustos. El ex-general hizo dos disparos tratando de intuir su posición. Después se acercó con cuidado. Encontró, tirado en el suelo al segundo hombre. Empujándolo con la bota comprobó que también estaba muerto.

¡Maldición! Es peligroso que el niño escape. Debo ir a ver si le dí. Se acercó con cuidado por si hubiera alguien más escondido en el lugar. Siempre alerta, Kessler recorrió el lugar por donde había visto correr al muchacho. Escapó, pero no será por mucho tiempo.

Fue por su caballo para seguir buscando más rápidamente, pensando que ese muchacho no podría haberse alejado mucho por esos parajes inhóspitos, por más que siguiera corriendo. Lo más seguro es que esté por ahí escondido. Volveré por él después de cumplir con mi segundo objetivo.

Comprobó que las balas habían atravesado el cuerpo de los hombres, quedando convencido de que jamás nadie las encontraría. Arrastró los cuerpos hasta una pequeña quebrada, los dejó caer y enseguida bajó para cubrirlos con unas ramas de espino que cortó con su cuchilla. Finalmente destruyó la casucha dispersando maderas, cartones, latas y varios objetos que encontró dentro.

Tenía que terminar la misión que le encargó el jefe. Miró la hora. Debía apresurarse. Tardó menos de quince minutos galopando hasta reconocer el segundo objetivo. Era una casucha algo más grande y mejor establecida que la primera. Desmontó y se acercó sigilosamente con el subfusil en mano. No se escuchaba ruido alguno. De una patada echó abajo la puerta apuntando con la linterna del arma encendida. Un hombre y una mujer, tendidos en un jergón extendido en el suelo, abrazados, alzaron apenas la cabeza. Estaban en los huesos, desfallecientes. Quizás desde cuando no se alimentan.

– No se muevan – ordenó Kessler.

– Dispárenos por favor – susurró apenas el hombre.

¿Qué hacer con ellos? ¿Destruir la casucha y dejarlos morir? Ellos mismos prefieren un tiro de gracia. Había ya matado a dos hombres esa noche. No lo pensó más. Empuñó la pistola. Disparó dos veces.

Abrazados como quedaron, los amarró con una cuerda y los levantó sobre el caballo. Desnutridos como estaban, eran livianos como niños. Es mejor no dejar huellas y sepultar los cuerpos en un solo lugar.

Dejó la casucha tal como estaba, dejando entender que habría sido abandonada por sus ocupantes. Recorrió el camino de vuelta hasta donde había dejado a los otros muertos, manteniéndose atento por si veía al muchacho que se le había escapado. Notó que las ramas con que había cubierto los cadáveres no estaban como las había dejado. El niño. Arrojó los cadáveres junto a los otros muertos, y esta vez agregó a las ramas de espino varios peñascos grandes, hasta comprobar que los cuerpos no serían vistos a menos que fueran antes descubiertos por algún lobo o perro salvaje que diera cuenta de ellos.

Dio varias vueltas en busca del niño escapado, sin encontrar indicios de su presencia. Miró la hora. No tenía tiempo para el tercer objetivo. Lo haría la noche siguiente. Eran las cuatro y media de la mañana y aún estaba todo oscuro en la Colonia cuando dejó el caballo en el establo y caminó hasta su casa donde, después de lavarse, se durmió.

Los sueños de Kessler eran habitualmente turbios y violentos. En ellos aparecía siempre una bella muchacha venezolana de la que se hizo cargo durante años, hasta que fue encarcelado y no supo nunca más de ella. En sus sueños la muchacha se presentaba a veces como si fuera su hija, otras veces como su amante, y siempre como su obediente esclava, en tres papeles que se entrelazaban confusamente. Esta vez soñó que la muchacha lo increpaba por algo muy malo que había hecho. Despertó cuando, desapareciendo en el aire, ella le gritaba con voz enronquecida: ¡asesino! Vanessa. La única mujer a la que, a su modo desquiciado y perturbado, Kessler había amado.

La noche siguiente Kessler partió en busca de la tercera postación que el jefe había dado la orden de despejar. La encontró fácilmente, pero no había a nadie en ella. Sólo encontró señales de que había sido abandonada apresuradamente. Tenía tanta rabia que pensó en incendiarla. Lo detuvo la idea de que ello despertaría sospechas, e incluso que algunos campesinos de lugares cercanos fueran a controlar el fuego. Descargó entonces su enojo destruyendo la casucha y dispersándolo todo por los alrededores.

Como tenía tiempo suficiente hizo el camino largo pasando por los lugares de la noche anterior, por si tenía la suerte de encontrar al muchacho escapado. Fue hasta la quebrada y encontró que todo estaba tal como lo había dejado la noche anterior, aunque la lluvia había movido algo la tierra y las hojas y los cuerpos estaban en parte a la vista. Cortó otras ramas y desplazó varios peñascos dejando todo bien cubierto.

Al entrar después en su casa Kessler estaba deprimido. Aunque consideraba haber cumplido la misión encargada por el jefe y ya no existían las tres postaciones ilegales, no estaba enteramente conforme con lo realizado.

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