SEGUNDA PARTE - EL DIARIO DE LUCÍA

SEGUNDA PARTE


EL DIARIO DE LUCÍA


 

Lunes 21 de Marzo de 2061.

La profe nos dijo que escribiéramos un diario en que vayamos contando lo que nos pasa. No es obligatorio que escribamos todos los días, sino cuando tengamos algo que no queramos olvidar. Nos explicó que escribir un diario es importante para recordar lo que nos sucede y lo que pensamos y sentimos, porque a lo largo de la vida vamos cambiando. No sólo para recordar después cómo hemos sido y lo que hemos vivido, sino también para aprender a expresar nuestros pensamientos, sentimientos y emociones. Por eso estoy escribiendo este diario. Desde chiquita aprendí a leer y a escribir con mi mamá.

Hoy fue el primer día de clases. La profe es bonita, alegre y simpática. Se llama Antonella. En la sala somos diecisiete, nueve niñas y ocho niños. El más chico tiene diez años. El más grande tiene trece cumplidos. Yo los cumplo en Julio, soy la segunda mayor en edad, pero hay varias niñas y otro niño que son más grandes de porte que yo. La escuelita, como la llaman todos, tiene tres salas. Una es para los mayores de catorce. La otra es de los chiquitines. La nuestra es la más bonita.

Antonella nos contó que antes del gran desastre había escuelas para los chicos y liceos para los más grandes. En esos tiempos las escuelas eran enormes, con muchísimas salas de clases y grandes patios. Había un curso para cada edad, desde los cuatro hasta los diecisiete años. Las escuelas y colegios estaban en todos los barrios, en todas las ciudades, y hasta en los pueblos y campos. Eran controladas por el Estado, que fijaba lo que debía enseñarse, que era siempre igual para todos, no importando si se trataba de niños o de niñas, del campo o de la ciudad, ni mucho menos se consideraban los intereses y aspiraciones de cada uno. El Estado decidía también quienes podían ser profesores y quienes no tenían derecho a enseñar.

Todos los niños eran obligados a asistir a la escuela todos los días y todos los años, desde que cumplían cuatro hasta los dieciséis. Los alumnos no podían salir del edificio, a menos que sus papás los fueran a buscar; pero era mal visto, por lo que todos se pasaban encerrados desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde. ¡Qué horrible debe haber sido eso!

Joaquín le preguntó qué había pasado con esas escuelas tan grandes. Antonella nos contó que durante la Gran Devastación Ambiental los edificios fueron ocupados como refugios y albergues para la gente que perdió sus casas y que se hubieran muerto si se quedaban en las calles. Todavía viven en esos lugares muchas familias, y se llenan cuando hay desastres. Nos contó también que como el Estado quedó muy debilitado con el Derrumbe del Poder económico, y no tenía dinero para sostener la educación pública, las familias tuvieron que hacerse cargo de la educación de los niños. Por suerte siguió funcionando la Internet, que ayuda mucho. Yo aprendí a escribir con una tía. Después me enseñó ortografía y redacción, y siempre me ha gustado leer las novelas que me presta.

Le pregunté a Antonella si a ella le había tocado ir a una escuela de esas antiguas. Me dijo que a ella no, porque ese sistema escolar colapsó antes de que naciera. Prometió que un día, más adelante, nos contaría como ocurrió todo aquello. Lo dejo anotado para recordárselo, por si a ella se le olvida.

Yo tengo tantas ganas de aprender, de conocerlo todo, las plantas y los animales, los climas y los astros, los números y los lenguajes, las ciencias y la historia, el arte y la literatura. También me gustaría saber cómo es mi cuerpo por dentro, y cómo es que pienso y que siento. Me hubiera gustado tener escuela desde chica; pero siempre que no me obligaran a asistir, ni menos que me encerraran todo el día como en un regimiento.

Me gustó asistir a la escuela. Me gustó la profe y me gustaron casi todos los compañeros. Ya iré contando más y más. Estoy contenta.

Miércoles 23 de Marzo de 2061.

Hoy nos tocó presentarnos. La profesora lo hizo primero. Dijo que viene de Santiago y que estudió Pedagogía en la Universidad. Nos contó que vive en una parcela, en el campo cerca de la ciudad, con su esposo que se llama Alejandro. Se viene en bicicleta. No le gusta que la llamen tía, ni señorita, ni señora, porque dice que no es tía, que como está casada no corresponde que la llamen señorita; pero que “señora” la hace sentirse vieja.

Que le digan profesora no le molesta, pero prefiere que la llamen por su nombre, así que todos la llamamos Antonella, y a veces profesora. Cuando un niño le dijo ‘profe’ nos explicó que las palabras hay que decirlas enteras porque el idioma es demasiado importante y que no hay que mutilarlo. Yo no sabía qué significa ‘mutilar’, pero ahora ya sé que es cortar una cosa o suprimirle una parte. Ella escribió en la pizarra ‘profesora’, y enseguida borró la mitad de la palabra. “Eso es mutilar”. Nos dijo que una de las cosas importantes que haremos en clases será aprender muchas palabras nuevas, para enriquecer nuestro vocabulario y que así podremos comunicar mejor lo que vemos, lo que sentimos y lo que pensamos.

Antonella nos pidió que fuéramos pasando adelante para contarle a los compañeros algo de nosotros. Fue muy interesante ver cómo se siente cada uno. Somos todos muy distintos, lo que me hace pensar que nuestra vida escolar será muy entretenida.

Yo dije que mi nombre es Lucía González, pero que me gusta que me digan Lucy, como me llaman en mi casa. Cuando dije que no sentía que eso mutilara mi nombre todos se rieron, incluso la profesora. Entonces me atreví a preguntarle si podíamos decirle Anto. Se puso seria y dijo que Antonella era su nombre. Conté que me gusta andar en bici y pasear con mi papá. “Se llama bicicleta”, me corrigió la profe. Yo le respondí que ya lo sé, y dije que la bici de mi papá es muy vieja, pero que él la cuida mucho. Salimos los domingos, siempre que no llueva ni haya mucho viento. Mi papá trabaja en una empresa constructora y llega siempre cansado. Mi mamá trabaja en la casa, haciendo tortas y pasteles que sale a vender en el pueblo. Ella canta mientras está trabajando, no siempre en voz alta; pero yo sé cuando está cantando porque mueve la cabeza siguiendo la melodía. Tengo un hermano mayor, que está en la clase de los grandes. Se llama Alberto y tiene quince. En la casa tenemos también un perro muy bonito que se llama Fido y al que quiero mucho. Me gusta más leer que mirar la tele. La tele me aburre, pero me gusta navegar por internet, porque encuentro siempre cosas que me interesan.

Me puso triste lo que contó el Luchito, que es huérfano porque sus papás murieron en una inundación. Vive con su abuelita, solos los dos. Eso es todo lo que dijo, pero se nota que son muy pobres, porque la ropa que usa está raída y tiene los zapatos rotos. Además, es muy flacucho el pobre, se ve que no come mucho. Pero es limpio y se peina con cuidado. Es calladito y en el recreo no se acercó a nadie. Me olvidaba de decir que tiene diez años.

Otro día escribiré sobre los demás compañeros, porque me llamaron para ir a comer y ya mis papás, mi hermano y Fido están en el comedor.

Sábado 26 de Marzo de 2061.

Los sábados no tenemos clases, pero la profe nos dio como tarea escribir una composición de una página. Nos dijo que podíamos escribir sobre cualquier tema, siempre que apareciera la escuela en alguna parte del relato. Yo escribí esto:

CÓMO LLEGAMOS A TENER UNA ESCUELITA.

Todo comenzó un día en que estaba yo jugando en la plaza con mi hermano y unos amigos. De repente aparecieron dos jóvenes que llegaron en bicicletas. Jugaron un rato con nosotros y después le preguntaron a Alberto que donde vivíamos, y si podían acompañarnos hasta la casa porque querían hablar con nuestros papás.

Ahí supimos que se llamaban Alejandro y Antonella, que venían de Santiago, que se habían instalado en una parcela cerca del pueblo, y que tenían el proyecto de instalar una escuela. Para realizar ese proyecto contaban con el respaldo de una organización solidaria que se llama CONFIAR; pero dijeron que para hacerlo necesitaban la ayuda de muchos papás.

Los míos se entusiasmaron con la idea e invitaron a otros papás. Se reunieron todos varias veces, conversaron mucho sobre el proyecto, y al final se decidieron a buscar una casa para arrendar, donde pudiera funcionar la escuela. Después de mucho preguntar y buscar, encontraron esa donde ahora está nuestra Escuela. Claro que estaba medio abandonada, sucia y el patio lleno de malezas y de basura.

Un fin de semana nos juntamos como seis papás, doce mamás y veinte niños y niñas, y la dejamos limpiecita. La casa era firme y tenía todos los espacios necesarios: las salas eran grandes, tres para las clases y una para el comedor. Una pieza más chica para oficina, y un patio bastante grande donde salir a recreo. Pero tenía sólo un baño, así que con un préstamo que hizo la Cooperativa CONFIAR se construyeron tres baños más para niñas y otros dos para niños.

Al final, en dos fines de semana, la pintamos y dejamos todo muy bonito. Después llegaron las sillas, las pizarras, varios estantes, y unos equipos para proyectar lecciones desde un computador.

Ya completé la página así que termino diciendo que yo quiero mucho a mi escuelita. Debí decir “nuestra” escuelita, porque siento que es de todos nosotros, y también mía, que ayudé a limpiarla, a pintarla y ahora a cuidarla y mantenerla limpia.

Lunes 28 de marzo de 2061.

Hoy me lucí en clase. La profesora recogió las tareas, siete en total, porque no todos la habían hecho. Algunos explicaron que no tuvieron tiempo para hacerla. Otros dijeron que no supieron sobre qué escribir. Dos contaron que aunque sabían escribir, nunca habían hecho una composición.

A los que la habíamos hecho, Antonella nos pidió que dijéramos si alguien nos había ayudado a escribirla. Luchito fue el primero en levantar la mano. Dijo que le había ayudado su abuelita. A los otros tres les había ayudado su mamá. La profesora dijo que estaba muy bien que pidiéramos ayuda para hacer las tareas cuando no supiéramos; pero que antes de pedir que nos ayuden es mejor que tratemos de hacerlas solitos porque así aprendemos más.

Después fuimos pasando adelante y leyendo lo que habíamos escrito. Lo que más me gustó fue lo que escribió el Francisco, que fue muy cortito pero escrito en versos. Lo aplaudimos todos. La profesora dijo que cuatro versos forman un cuarteto.

La tarea del Luchito fue escrita entera por su abuelita. Al principio él no quería leerla, pero Antonella insistió en que lo hiciera. Decía, más o menos así:

“Señorita profesora: Estoy muy contenta y agradecida de que Luchito pueda asistir a la escuela. Yo soy la abuela Carmen y trato de enseñarle a ser un buen niño, pero tengo poco tiempo para preocuparme más porque debo trabajar mucho todos los días. Yo no creo que se vaya a portar mal, pero si llega usted a notar que se descarría, por favor avíseme.”

Todos nos pusimos a reír cuando Luchito leyó esa parte. Antonella le dijo entonces que no siguiera leyendo y que le pasara el cuaderno. Le pidió perdón por haberle insistido en que leyera. Después nos retó diciendo que debía darnos vergüenza por habernos reído de la abuelita Carmen, que era una gran señora y un ejemplo de una persona preocupada por un niño que está a su cargo.

Después la profesora me preguntó si quería leer lo que yo había escrito. Lo hice y me gustó mucho que cuando terminé todos me aplaudieron.

Antonella me preguntó que cómo había aprendido a escribir tan bien. Yo no supe qué decirle. Pero después explicó que para aprender a escribir bien hay que leer mucho. Claro, yo leo todo el tiempo. Los libros que tengo los he leído todos varias veces.

Jueves 31 de Marzo de 2061.

Por ser el último día del mes Antonella nos contó un cuento. Es la historia de un burro que se llama Lucero. Después nos pasó una copia para que pudiéramos leerlo otra vez. Nos pidió que prestemos atención a las palabras que aparecían en letra cursiva, porque después las vamos a analizar. Yo lo copié en mi Diario.

“Había una vez un burro llamado Lucero. Lucero era un burro suave, dulce, generoso y muy trabajador.

El amo de Lucero se llamaba Marcos. Era un hombre rudo, agrio y mezquino, que lo hacía trabajar desde el alba hasta el ocaso.

En la estancia, el amanecer era siempre alegre y bullicioso porque todos los animales entraban en intensa actividad, cada uno según su especie, su variedad y su género. Al comenzar el crepúsculo todos los animales se apaciguaban y el campo se sumergía de a poco en el silencio.

A Lucero le gustaban los domingos y los días festivos. Esos días lo dejaban dormir hasta que asomara el Sol sobre la montaña; y en

las tardes, siempre que no hubiera más tareas que cumplir, le permitían pasear por el campo, debiendo recogerse en el establo al anochecer.

A Lucero le permitían comer sólo dos veces al día. Le daban las sobras que dejaban dos caballos finos – un potrillo y una yegua – que acaparaban todo el aprecio y la admiración del señor, que los mostraba con orgullo a sus vecinos y a los forasteros que visitaban su estancia.

A Lucero, en cambio, cada vez que llegaban personas importantes, don Marcos ordenaba que lo encerraran en una celda oscura apartada del establo, porque le daba vergüenza que sus amigos ricos supieran que además de sus hermosos y finos caballos poseía un burro al que hacía trabajar como burro.

Alondra se llamaba la yegua en que Marcos salía a cabalgar por las praderas, los cerros y las quebradas que formaban parte de su hacienda. El potrillo se llamaba Moreno, y era un finasangre de carrera, que aunque todavía muy joven, había ya ganado varios premios y era alabado por su velocidad y sus destrezas en el deporte ecuestre.

Lucero se sentía solo y triste porque no tenía tiempo para ocuparse de sí mismo, ni amigos con quienes jugar. Por suerte los domingos, cuando hacía buen tiempo, don Marcos salía a cazar zorzales, codornices, perdices y faisanes, acompañado por sus dos perros: un sabueso que era un excelente rastreador, y un pointer que descollaba en velocidad y en resistencia al perseguir una presa. Sólo en esos días en que el patrón no estaba cerca, Lucero se aproximaba a Alondra y a Moreno, porque tenían prohibido que los caballos se juntaran con el burro.

Don Marcos temía que al estar en contacto con Lucero, sus hermosos corceles pudieran aprender malas costumbres, y sobre todo, adoptar actitudes que los hicieran desmerecer. Los caballos de raza como los suyos, debían mantener siempre la cabeza erguida, mirar de frente y caminar con paso firme y elegante. En cambio, había enseñado a Lucero a mantener la cabeza gacha, a nunca mirar a los ojos, y a adoptar permanentemente una actitud sumisa y obediente. Existía también el peligro de que fuera Lucero el que, tratando de imitar a los finasangre, adoptara comportamientos orgullosos y altaneros, que estaban reservados para los caballos finos y que no estaban bien en un borrico trabajador.

Alondra había aprendido a mirar a Lucero con desdén, pensando que era un especimen feo y desgarbado. Moreno en cambio, que había conocido al asno desde muy pequeñito, lo consideraba tierno y le tenía aprecio, a pesar de la mala imagen que sobre los burros le había querido inculcar su patrón.

En las pocas ocasiones en que Moreno y Lucero se encontraban, jugaban a correr, y como Moreno siempre le ganaba por lejos, Alondra lo celebraba con breves y agudos relinchos.

A Lucero no le importaba perder. Para él lo importante era la posibilidad de jugar y hacer deporte, aunque fuera detrás de Moreno y siempre resultara perdedor. Así, participando, al menos no se sentía tan solo, y por eso cada vez que se presentaba alguna oportunidad invitaba a Moreno a echar una carrera, aún sabiendo que el resultado jamás le sería favorable. El sólo hecho de correr detrás de Moreno, y de que Alondra los mirara competir le mejoraba la autoestima y le hacía sentirse importante.

En la hacienda de don Marcos había muchos otros animales. Había un rebaño de ovejas, un aprisco de cabras, una yunta de bueyes, una jauría de perros, una piara de cerdos y un averío de gallinas, pavos y gansos. Además, los conejos iban y venían libremente, sin que fueran de propiedad de nadie. Y sobre todos esos animales, a menudo revoloteaban bandadas de pájaros de variados tamaños, colores y formas. También merodeaba por el lugar un astuto zorro que rara vez se dejaba ver y que nunca había podido ser apresado, esquivando todos los intentos que había hecho don Marcos por cazarlo.

Lucero había intentado numerosas veces acercarse y establecer amistad con esos otros animales; pero eran tan diferentes en sus costumbres y en sus juegos que no los entendía, como tampoco ellos lo entendían a él. Con los caballos era distinto, pues aún siendo diferentes, tenían bastantes cosas en común. En todo caso, los caballos eran lo más parecido que en el mundo había llegado a conocer el borrico.

– Un jumento nunca podrá vencer a un caballo, y menos si éste es un purasangre – decía Alondra en voz alta, como hablando al viento, pero suponiendo que Lucero la escucharía.

Si lo llamaba jumento, era para demostrarle a Moreno y de paso también al burro, que ella era instruida y que conocía los sinónimos y los antónimos. Por eso a veces lo llamaba asno, en ocasiones borrico, y también aunque más rara vez lo llamaba pollino, o zopenco, o borriquete.

Algo que impedía a Lucero comunicarse con los otros animales eran sus distintos idiomas. El relinchar de los caballos, el ladrar de los perros, el balar de las ovejas, el cacarear de las gallinas, el graznar de los pavos, el arrullar de las palomas, el mugir de las vacas, eran para él, un burro que sabía solamente rebuznar, idiomas que no lograba traducir.

Pero poco a poco Lucero había comenzado a entender lo que decían, comparando los sonidos que emitían, con los gestos de las caras y el movimiento de las colas.

Así, cuando Alondra relinchaba con voz muy aguda, mostrando los dientes y moviendo la cola de arriba abajo, él sabía que estaba feliz y que quería mostrar al mundo su belleza natural. Otras veces relinchaba con voz chillona y destemplada, mientras hundía en la tierra la pezuña de la pata izquierda delantera y manteniendo la cola agachada. Lucero comprendía entonces que ella estaba molesta y haciendo una rabieta con la intención de que Moreno le prestara mayor atención.

En esos casos al principio Moreno se acercaba a ella, le preguntaba qué tenía y trataba de consolarla; pero si Alondra continuaba su berrinche y el potrillo no lograba hacerla callar, Moreno se alejaba y la dejaba llorar sola, porque el ruido le resultaba demasiado molesto y él no estaba dispuesto a soportarlo mucho rato. Entonces, al rato, a veces ella se calmaba; pero otras veces continuaba llorando y relinchando hasta que por fin lograba que Moreno volviera a ver cómo estaba, y ahora sí, ella estaba dispuesta a calmarse.”

Antonella dijo que el próximo mes continuaríamos leyendo la historia de Lucero. Nos dijo también que los próximos días aprenderemos mucho analizando las palabras del cuento que están en letra cursiva.

Domingo 3 de Abril de 2061.

Hoy fue un día terrible. Temprano en la mañana empezó a soplar un viento caliente. Enseguida comenzó a llover copiosamente. Después todo quedó en calma, pero sólo por una hora. Entonces se desató una tormenta, con vientos tan fuertes que uno no podía caminar por las calles. Las latas se desprendían de los techos, volaban y golpeaban. Se cayeron varios árboles, y todo el pueblo se quedó sin luz. Todavía no vuelve la corriente, así que estoy escribiendo a la luz de una vela.

Estuvimos mucho tiempo con miedo de que algo le pasara a Alberto, porque él había salido temprano y todavía a la hora de almuerzo no había regresado. Mi mamá se paseaba de un lado al otro. Mi papá la trataba de calmar diciendo una y otra vez que Alberto sabe cómo cuidarse en estos casos. Finalmente volvió, empapado y con solamente una herida en una pierna, que se hizo al ser golpeado por una tabla que arrastraba la lluvia. Por suerte nuestra casa es firme, y cerrando bien las ventanas casi no hay peligro.

Pienso en mis compañeros del curso, y en Antonella y Alejandro que viven en el campo. Ojalá que no les pase nada y que mañana nos encontremos todos sanos y salvos en la escuela. Espero que el vendaval y la lluvia terminen pronto. Mi papá dice que queda poco; pero que uno nunca sabe, con este clima que ha cambiado tanto.

Martes 5 de Abril de 2061.

Hoy en la mañana cuando llegué a la escuela, Antonella y Alejandro estaban limpiando el patio al que habían caído tablas, ramas de árboles, latas, plásticos y papeles.

De mi curso llegaron solamente tres niños y cinco niñas. Del curso de los chicos solamente seis, y como tampoco llegó su profesora, Antonella los hizo venir a nuestra sala y nos dejó con Alejandro, que nos hizo clases a todos. Nos pasamos toda la mañana cantando, dibujando y jugando.

Después supimos que Antonella estuvo toda la mañana contactando a los papás de los niños que no llegaron a clases, y que fue a visitarlos a sus casas cuando no pudo comunicarse con ellos por el IAI.

Cuando regresó estaba acompañado de varios papás y organizaron una campaña para ayudar a los que quedaron damnificados por el temporal. Le pregunté si había sabido del Luchito y de su abuela. Me contó que fueron los primeros que visitó, y que estaban sanos y salvos, aunque su casa estaba bastante afectada porque fue golpeada por la rama de un árbol que les cayó encima.

Se hizo una lista de todas las cosas que se necesitaban para ayudar a los damnificados, para que los papás de cada uno ofrecieran lo que pudieran para ayudar. Alberto y yo llevaremos dos frazadas y tres kilos de lentejas.

Jueves 7 de Abril de 2061.

Hoy las clases volvieron a la normalidad. Claro que al comienzo había un bullicio tan fuerte en la sala que la profesora no lograba hacernos callar. Hasta yo que soy tranquila no podía quedarme quieta en la silla. Me pasa siempre estar nerviosa e intranquila después de que ha pasado algo grave, y también cuando hay un cambio muy marcado del clima, aunque no haya pasado nada.

Cuando Antonella se dio cuenta de que no había modo de hacernos callar ni de que nos quedáramos cada uno en su puesto, dijo que hoy tocaba hacer una clase distinta. Nos hizo arrinconar los bancos al fondo de la sala. Después pusimos las sillas en un círculo, con los respaldos hacia dentro. Éramos dieciséis, pero se retiró una silla de manera que faltaba una si queríamos estar todos sentados.

El juego consistía en que, mientras Antonella iba cantando una canción, todos íbamos girando alrededor del círculo siguiendo el ritmo de la música. Pero de repente ella paraba el canto, y entonces todos corríamos a sentarnos. Como había una silla menos, uno quedaba de pie y no podía seguir jugando. En cada vuelta se sacaba una silla, y así se iba eliminando a los perdedores. Hasta que quedó una sola silla y dos jugando. Ana María, que es muy ágil, fue la que se sentó en la última silla.

Cuando terminó el juego Antonella dijo que ahora lo jugáramos de otra manera. Siempre nosotros girando al ritmo de la canción, y una silla que se retiraban en cada vuelta. Pero en vez de que el que se quedaba en pie fuera eliminado, otros podían invitarlo a compartir su silla. El juego terminaba cuando quedaban solamente cuatro sillas. Ganaba el grupo que hiciera caber más niños en una silla, unos sentados en las piernas de otro, sin caerse.

Terminado el juego volvimos a ordenar la sala para la clase normal, y ya nos sentamos tranquilos. Antonella entonces nos explicó que había dos modos de vivir, igual como había dos maneras de jugar el juego de la silla. Uno es el modo competitivo, en que unos tratan de eliminar a los otros del juego, hasta que queda un solo ganador. El otro es el modo solidario, en que unos ayudan a otros y se forman grupos que se apoyan mutuamente. Nadie es excluido, y gana el grupo que logre integrar a más personas.

Después nos preguntó cuál de las dos maneras de jugar el juego de la silla nos había gustado más. Estuvimos de acuerdo en que el modo solidario fue muchísimo más entretenido, aunque a veces nos caíamos al suelo todo un grupo. Pero fue todo muy divertido.

Martes 12 de Abril de 2061.

Hoy nos tocó la primera clase de historia. La lección comenzó conversando sobre lo que pasó la semana pasada con el temporal de lluvia y viento. Antonella nos explicó que antes, en esta zona, el clima era muy diferente al de ahora. Nos mostró cómo había cambiado el clima en los últimos treinta años, proyectando en la pantalla varias fotografías y algunos cuadros estadísticos sobre las lluvias caídas, las temperaturas y las velocidades del viento.

Entonces nos explicó bien claramente lo del cambio climático del que todos hemos escuchado hablar, pero que no sabíamos por qué se había producido. La Tierra entera había sufrido en el transcurso de poco más de cincuenta años un conjunto de fenómenos que se conoce como la Gran Devastación Ambiental.

Ana María, que además de ser muy ágil es la compañera del curso que más sabe de casi todo, le preguntó a Antonella que cuándo íbamos a estudiar las tribus primitivas, que eran el comienzo de la historia.

Antonella explicó que Ana María tenía razón en que la historia comenzó con las comunidades primitivas, hace muchos, muchos siglos. Pero que un gran historiador que se llama Ambrosio Moreno enseña que, para comprender bien la historia de la humanidad, no hay que estudiarla desde el comienzo y avanzando poco a poco hasta la actualidad, sino al revés. Ese historiador dice que la historia hay que estudiarla al revés. Que hay que comenzar por el presente, y de ahí, tratando de comprenderlo, ir hacia atrás, buscando las causas de lo que ya conocemos que sucedió. Lo que ocurre hoy día es, dijo Antonella, resultado de la historia anterior, y lo anterior, de lo que pasó todavía antes. Por eso hemos comenzado el curso de historia de la humanidad analizando lo que experimentamos personalmente la semana pasada, el cambio climático y la devastación ambiental.

Entonces nos anunció que en las próximas clases de historia estudiaríamos las causas del cambio climático que hoy nos afecta a todos. Dejó anotados en la pizarra los temas que vamos a conocer: industrialización, consumismo, estatismo, grandes metrópolis, energías fósiles, recursos no renovables, deforestación, desertificación, contaminación de los mares, calentamiento global, devastación ambiental.

Miércoles 13 de Abril de 2061.

Hoy pasó algo muy feo en la Escuela. Empezó en la clase de matemáticas, un ramo que no lo hace Antonella sino el profesor Adolfo.

Gervasio es un niño quitado de bulla, que pasa desapercibido porque nunca habla en clases ni se junta con los compañeros en los recreos. Tiene once años y es chico de porte. Yo me acerqué a él un día para conversar pero se alejó, así que lo dejé tranquilo. Hoy en la clase de matemáticas el profesor lo hizo pasar a la pizarra a resolver un problema de geometría. Cuando lo hizo, el profe Adolfo le pidió que explicara a todo el curso el ejercicio.

Gervasio empezó a tartamudear. Tr–tr–tr–tr–tres. Fue una risotada general. El profesor nos hizo callar y mandó a Gervasio a sentarse.

Durante el recreo varios niños y niñas se acercaron al rincón donde Gervasio acostumbraba quedarse. Lo rodearon y empezaron a burlarse de él gritándole en coro “tr–tr–tr–tr–tr–tres”. Gervasio entonces se paró y le dio un puñetazo en la nariz a Benito, que es un gordito simpático, y lo dejó sangrando. Lo que siguió fue que dos amigos de Benito le pegaron fuerte a Gervasio. Entonces yo me metí a defenderlo, y lo mismo hizo el Luchito; pero a él lo sacaron de un aletazo. Entonces se metió el Joaquín y la Ana María a defendernos a mí y al Gervasio, con lo que se armó una pelea tremenda, que no terminó hasta que apareció la profe y de un solo grito nos hizo callar y separarnos.

Antonella estaba furiosa, pero no dijo nada. Nos llevó a la sala y nos puso de pie, castigados, en silencio durante toda la hora. Al final nos dijo que mañana, cuando ya todos estemos tranquilos, hablaremos sobre lo que pasó.

Jueves 14 de Abril de 2061.

Voy a escribir todo tal como sucedió. Cuando empezó la clase Antonella quiso que le contáramos todo. Como nadie decía nada preguntó:

“Quiero saber cómo comenzó la pelea. ¿Quién la empezó?”

Benito levantó la mano y dijo, mirando a Gervasio: “Él me pegó un puñetazo y me dejó sangrando de la nariz”.

“Es la verdad”, dijo Ricardo. “Yo me metí para defenderlo porque Benito es mi amigo”.

“¿Y le pegaste a Gervasio?” le preguntó Antonella. Sí, y también lo hizo Ricardo, que los tres somos amigos.

“Lo estaban masacrando a golpes” – salí yo a explicar por qué entré también a la pelea. “Y ahí se armó la grande, unos defendiendo a Gervasio y otros a Benito”.

“Bueno” dijo Antonella mirando a Gervasio “¿es verdad que tú empezaste la pelea?

Gervasio no dijo nada. Vi que unas lágrimas le corrían por la cara y empezó a llorar; pero no se defendió. Cuando yo lo iba a hacer por él, se me adelantó el Antonio que contó como la cosa empezó en la clase de matemáticas cuando Gervasio había tartamudeado. Que todos se rieron de él, y después en el recreo fueron en grupo a molestarlo, a hacerle burla. “Ahí fue que él se enojó y, solo contra todos, le pegó un puñete a Benito, ni siquiera tan fuerte, pero con la mala suerte de que Benito quedó sangrado de la nariz”.

Cuando ya se aclaró todo lo que había pasado Antonella nos dijo algo que recuerdo muy bien porque la escuché muy atenta:

“Ayer los castigué a todos porque como profesora y responsable de esta escuela no puedo permitir que ustedes se peguen unos a otros. No lo puedo permitir ni lo permitiré nunca. Si volviera a pasar el castigo será más duro. Ahora bien, yo no puedo saber si lo que hizo cada uno de ustedes estuvo bien o mal. Cada uno sabe lo que hizo y por qué lo hizo. En general, puedo decirles que defender casi siempre está bien, y atacar está mal casi siempre. (Eso lo repitió varias veces). Pero cada uno tiene su propia conciencia que le dirá si actuaron bien o mal. Por eso yo no juzgo a nadie. Pero cada uno de ustedes puede juzgarse a sí mismo, pensando bien y escuchando a su conciencia.”

“Ahora bien, agregó Antonella, hay que tener en cuenta todo lo que pasó, no solamente una parte. Porque lo que me fueron ustedes contando, cada uno, fue solamente una parte de la verdad. Y una parte sola, sin considerar el conjunto, aunque sea verdad lo que se dice, puede ser también una mentira. La verdad de lo que pasó, cada uno de ustedes la sabía entera, de comienzo a fin. Pero yo me fui enterando de a poco, porque cada uno me fue contando solamente una parte, ocultando lo demás. La verdad, mis niños, es algo que cuesta alcanzar, porque la verdad es un todo, no un montón de partes separadas.” Esto último Antonella lo explicó con detalles y ejemplos, y sería muy largo escribirlo todo aquí, pero yo lo entendí bien y no creo que se me olvide.

La profesora terminó explicándonos lo que es la tartamudez. Dijo que es una dificultad orgánica para comunicarse, la cual no depende de la persona que la sufre. Que es una situación dolorosa para la persona que es tartamuda, y que por eso tiende a aislarse para evitar que los demás lo discriminen. “Gervasio, piénsenlo bien todos ustedes, no los acusó por lo que le hicieron, como podía haberlo hecho. Piénsenlo bien. Así que, niñas y niños, de ahora en adelante, nunca más van a molestar ni discriminar a Gervasio, sino que lo van a ayudar a que se integre bien al curso, y tengan paciencia con él cuando le cueste decir lo que quiere.”

Viernes 15 de Abril de 2061.

Me gustan las clases de lenguaje en las que analizamos el cuento del burro Lucero. He aprendido montones de palabras, los sinónimos y los antónimos, los adjetivos, los sustantivos y los verbos. El lenguaje se compone de tantos tipos de palabras, que tienen un significado preciso, de modo que con ellas podemos expresar ideas, sentimientos y emociones, y en realidad todo lo que se nos ocurra. Cuando sea grande quiero ser escritora, pero también bailarina. Bailando expreso también lo que pienso, lo que siento y lo que me emociona, a veces alegre y otras veces triste.

Domingo 17 de Abril de 2061.

Hoy conocí a Raúl. Vino a mi casa porque tenía que hacer una tarea con mi hermano. Es alto, de pelo negro muy crespo, y tiene los ojos grandes. Es bonito, aunque un poco torpe porque tropezó en una silla y en la mesa derramó un vaso de agua. Le dijo a mi mamá que tiene quince, pero a mí me parece que es algo mayor que Alberto. Es bonito, eso ya lo dije. Me gustó cuando me miró a los ojos, pero no dijo nada. Creo que es tímido, porque no me dijo nada, y yo tampoco le pregunté nada. Yo lo había mirado desde lejos en la escuela, pero no sabía cómo se llamaba ni que era amigo de Alberto.

Lunes 18 de Abril de 2061.

Hoy tuvimos clase de botánica. Todos los lunes toca ciencias naturales. Los martes historia. Los miércoles matemáticas. Los jueves lenguaje y literatura. Los viernes va cambiando. Pero siempre cada día un solo ramo.

Antonella nos contó que en las escuelas de antes había clases en la mañana y en la tarde, y que en un día había hasta seis ramos distintos. Dice que eso hacía difícil aprender y recordar lo que se enseñaba, porque eran demasiados temas diferentes, y a cada uno se le dedicaba muy poco tiempo. Explicó que el aprendizaje no debe ser demasiado fraccionado. Esta es otra palabra que aprendimos, y continuamos aprendiendo sinónimos. Fraccionado significa dividido, partido, fragmentado, parcializado, segmentado, cuarteado. Ahora es mejor que antes. Las clases son en la mañana, y cada día un solo ramo, dedicándole el tiempo suficiente para que aprendamos bien la materia de cada día.

Hoy tuvimos la clase de botánica en el patio, donde crecen varios tipos de plantas. Aprendí que todas tienen las mismas partes, que cumplen las mismas funciones. Sean plantas chiquitas o árboles muy grandes. Pero a algunas de sus partes se les dan nombres distintos si son hierbas, arbustos o árboles. Por ejemplo, se dice tallo para las plantas chicas y tronco para los árboles. Yo no sabía que las raíces son tan importantes. El tallo o tronco es como el esqueleto para nosotros. Aprendí para qué sirven las hojas y los frutos o semillas.

Dice la profesora que en la Tierra hay como trescientas mil variedades de plantas, todas muy distintas, de todos los portes, formas, texturas, colores, olores y sabores. Le pregunté si también emiten sonidos. Me felicitó por la pregunta, porque sólo prestamos atención a lo que percibimos de las plantas con los otros sentidos, pero no con el oído. Dijo que también emiten sonidos, pero muy bajitos, porque no los alcanzamos a sentir.

Una niña dijo que su mamá habla con las plantas. Algunos se rieron, pero Antonella dijo que ella también a veces les habla y las escucha, pero con el corazón. Que algún día nos va a enseñar también eso.

Lo último que hicimos fue un hoyo en la tierra con una pala. Todos cavamos un poco, y al final quedó bastante grande, como de medio metro de ancho y algo más de hondo. Dijo que el próximo lunes tendremos una sorpresa; pero yo ya sé que vamos a plantar un árbol.

Martes 19 de Abril de 2061.

Hoy tocó nuevamente historia, como todos los martes. El tema fue “el industrialismo”, que la profesora nos explicó que fue el principal modo de producción que hubo durante varios siglos, hasta antes del gran desastre social y ambiental. En ese tiempo todo se producía en grandes fábricas, que eran edificaciones gigantescas en las que se producían cantidades inmensas de todo tipo de cosas. Se producía con enormes máquinas movidas por muy potentes fuentes de energía eléctrica, y donde trabajaban miles de obreros, empleados y técnicos estrictamente disciplinados.

Eso permitió un rápido crecimiento económico, haciendo posible que gran parte de la población tuviera acceso a bienes de consumo, herramientas, utensilios, automóviles y máquinas electrodomésticas, que facilitaban la vida cotidiana de las personas y las familias.

Pero había un problema, o varios. Como se empleaban tantos recursos naturales, algunos fueron escaseando. Como se usaba tanta energía, se fue agotando el petróleo. Como se producían tantas cosas, quedaban demasiados desechos y se generaban gases y partículas que contaminaban el ambiente. La gente vivía alejada de la naturaleza, y ésta se fue dañando de a poco.

El daño a la naturaleza fue aumentando. Se contaminaron las aguas de los ríos, los lagos y los mares. Se contaminó el aire de las ciudades y había muchas enfermedades. Varias especies vegetales y animales se extinguieron. Hubo sequías y crecieron los desiertos. Muchos bosques desaparecieron. El uso de tanta energía fue caldeando la atmósfera, que subió de temperatura. Con todo eso se generó un cambio en los climas, que afectó a todo el planeta. Algunas zonas del mundo se hicieron inhabitables, y muchas islas y ciudades costeras desaparecieron por los huracanes y la subida del mar.

También en Chile ha cambiado el clima, pero no tanto como en otros países, y los desastres no son tan graves, pero a todos nos afectan mucho. La Cordillera de Los Andes al este, y la Cordillera de la Costa al oeste, han sido como gigantescos muros de protección de las tormentas; y en el Océano Pacífico la Corriente de Humbolt ha permitido mantener más estable la temperatura, aunque hay frecuentes episodios de marejadas nunca antes vistas. Sin embargo hay zonas fuertemente afectadas por prolongadas sequías, mientras otras experimentan cambios climáticos que generan eventos típicamente tropicales, en lugares que nunca los tuvieron. Vientos muy fuertes corren de norte a sur y de oeste a este, y las lluvias son muy intensas, a veces con nieve y granizadas peligrosas.

Antonella nos explicó todo esto con detalles, y proyectó muchas fotografías y varios videos, con lo que nos hicimos una visión bastante clara de los enormes cambios que habían producido primero el auge del industrialismo, y luego su decadencia y término, que produjo mucha desocupación y pobreza porque no fue posible sustentarlo por más tiempo.

A mí, saber todo esto me dio mucha pena. Y también rabia, porque podrían haberse evitado tantos sufrimientos si nuestros antepasados hubieran sido más inteligentes y menos centrados en hacer crecer tanto la economía y en mejorar su bienestar. No pensaron en sus hijos y sus nietos.

Viernes 22 de Abril de 2061.

El miércoles tuvimos clases; pero en la tarde comenzó a llover muy fuerte y no ha parado hasta ahora. Las calles están inundadas y el agua ha entrado en las casas. Nosotros logramos que en nuestra casa los daños no sean muchos, porque las murallas son fuertes y pusimos sacos de arena en la puerta de calle.

Nos avisaron que no habría clases hasta que dejara de llover. ¿Cómo estará nuestra escuelita? Yo creo que en las salas no hay problemas, porque está construida sobre una base y hay que subir cinco peldaños. Los que me preocupan son el Luchito y su abuelita. Cuando pare de llover y baje el agua de las calles los iré a ver.

Domingo 24 de Abril de 2061.

Fui a ver qué pasó en la casa del Luchito con tanta lluvia. Ellos están bien, pero su casita sufrió bastante. Por suerte había varios vecinos ayudándolos a sacar el barro y a limpiar las cosas. Yo también ayudé un poco. Como había entrado tanta agua estuvieron dos días durmiendo en el albergue comunitario. El Luchito me contó que estaban acostumbrados a hacerlo cuando pasaba algo, y que allá eran bien atendidos por los vecinos. Incluso les daban comida caliente y les prestaban ropa seca.

Lunes 25 de Abril de 2061.

Hoy Antonella y Alejandro plantaron un naranjo en el hoyo que hicimos el lunes pasado. Nos juntamos en el patio los tres cursos, formando un círculo.

A mí me tocó quedar justo frente a Raúl. Estaba con sus crespos despeinados, pero se veía igual de lindo. Yo lo miraba tratando de que no se diera cuenta, y él también me miraba a veces. Cuando nuestras miradas se encontraron me sonrió y yo me puse colorada. Espero que no se haya dado cuenta. Pero cuando ya pusieron el naranjo en el hoyo no podíamos vernos, porque nos tapaba la planta.

Antonella nos explicó bien cómo se planta un árbol. Lo primero es buscar un buen lugar. Dijo que escogió donde hicimos el hoyo porque ahí le daría durante más tiempo el sol, y al mismo tiempo estaba protegido del viento por el muro. Explicó que la fecha para plantarlo no es la mejor, pero como es un arbolito ya crecido y lo habían sacado con todas las raíces, no debiera tener problemas.

Plantar un árbol no es cosa de ponerlo en un hoyo y echarle tierra cubriendo las raíces. Primero Alejandro preparó la tierra, que harneó para que no hubiera pedazos duros grandes. La mezcló con un saquito de compost. Antes de plantar el árbol metió las raíces en un balde grande para mojarlas, y las separó con cuidado. Después lo puso bien derecho en el hoyo, y mientras Antonella lo mantenía afirmado, él le echó tierra hasta la mitad del hoyo. Ahí la aplanó con un palo, dijo que para que no quedara aire en medio. Después siguió llenando, siempre aplanando para sacar el aire.

Al final, instaló tres palos a los lados del árbol, y sobre ellos puso un techito redondo de totora. Pero sólo para mostrarnos, porque dijo que era para el invierno, en que había que proteger al naranjo cuando hiciera mucho frío.

Fue entretenido. Cuando ya volvimos a las salas alcancé a divisar a Raúl. Creo que trató de verme porque en un momento se volvió para atrás; pero no estoy segura porque no me vio y siguió caminando hasta la sala sin volver a mirar para atrás.

Viernes 29 de Abril de 2061.

Hoy fue un día de cuento. Antonella nos recordó que Lucero era un burro suave, dulce, generoso y muy trabajador. Y que el amo de Lucero se llamaba Marcos, que era un hombre rudo, agrio y mezquino, que lo hacía trabajar desde el alba hasta el ocaso.

El cuento sigue así:

“Entre los muchos trabajos que realizaba Lucero cada día, estaba llevar en su lomo fardos de alfalfa, desde una hacienda vecina hasta el establo de Alondra y Moreno. Era un trabajo que le ocupaba un día entero desde muy temprano en la mañana.

Esos días terminaba agotado, porque debía realizar cuatro viajes, y lo cargaban cada vez con dos fardos que pesaban casi cincuenta kilos cada uno. Y lo peor era que el trayecto desde la hacienda hasta el establo, en que iba cargado con los fardos, era casi todo en subida. Cuando regresaban en busca de una nueva carga, era a José – el peón que se encargaba de los animales –, a quien llevaba en la grupa. Como José era pequeño y flaco Lucero casi no sentía su peso, y llevarlo lo consideraba un trabajo más digno que el de los fardos, porque lo asemejaba a Moreno cuando lo cabalgaba el patrón.

Habitualmente Lucero trabajaba sin chistar, porque como hemos dicho, era un burro muy trabajador. Pero una tarde, justo el día antes de que le correspondía acarrear los fardos, el patrón lo había castigado injustamente dándole poca comida. Habían sido Alondra y Moreno los que habían destruido unos arbustos de flores mientras jugaban; pero el patrón le había echado la culpa a él. Lo peor fue que, cuando lo castigaron, alcanzó a ver que Alondra y Moreno se reían como si hubieran hecho una gracia, mientras a él lo castigaban por culpa de ellos.

Lucero se pasó casi toda la noche despierto, con hambre, y pensando en la injusticia de que había sido víctima. Además, había caído un chubasco, acompañado de viento, y pasó frío porque el agua se había infiltrado en el lugar donde se cobijaba en las noches. Se levantó malhumorado.

Estaba decidido a protestar, aunque eso le significara un nuevo castigo. Pero él, como suelen hacer los borricos, a veces se ponía terco y no medía las consecuencias de sus actos.

De madrugada, cuando José le puso en el pescuezo la cuerda con que lo dejaría atado mientras lo cargarían en la hacienda, Lucero estaba enojado. No era necesario que lo amarraran porque él ya sabía cómo comportarse. Cuando llegaron al lugar donde se vendían los fardos, José escogió los dos más grandes, como le había siempre recomendado su patrón. Lucero casi pierde el equilibrio cuando le cargaron el primero, ya que justo ese día los fardos pesaban más que lo habitual porque se habían mojado con la lluvia de la noche anterior.

Entonces, una vez cargado, saliendo al camino, Lucero comenzó la protesta que había decidido realizar. Miró hacia el frente con la cabeza erguida, posó sus cuatro patas bien firmes sobre la tierra, y no se movió cuando José le dio la orden de partir.

– ¡Vamos! Lucero, que hoy debemos hacer cuatro cargas.

El asno movió la cabeza de izquierda a derecha.

– ¡Vamos! ¡Vamos ya!

Nuevamente Lucero respondió moviendo la cabeza, esta vez de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.

José optó entonces por tirar de la cuerda que el burro tenía amarrada al pescuezo. Pero el burro, inmutable, se limitó a bajar la cabeza para que la cuerda no se apretara.

El peón intentó después empujarlo desde atrás; pero sin resultado. El burro era fuerte, terco, y José no tenía la fuerza suficiente para lograr que se moviera.

José pensó que debía cambiar de estrategia a fin de que el animal obedeciera por las buenas. Tomó un ramo de buena alfalfa, de esa que estaba reservada para alimentar a los caballos, y se la puso delante de los ojos. Pensaba que el burro, hambriento como debía estar por haber sido castigado el día anterior con poca comida, levantaría el hocico y daría un paso adelante para saborear algo tan apetitoso.

Pero no logró nada. El burro siguió chantado, sin dar la menor muestra de que pudiera ser manipulado con regalitos, por mucho que fueran deseables.

Después de media hora de intentar en vano convencerlo de que caminara, empleando todas las tácticas que se le ocurrieron, José empezó a desesperarse porque también él tenía una tarea que cumplir ese día, y su patrón pudiera descontarle el pago si no llevaba los fardos hasta el establo.

José le explicó al burro la situación empleando las palabras más expresivas y convincentes que se le ocurrieron. Lucero lo entendía, pero su único modo de responderle era rebuznando. Rebuznó varias veces explicando de ese modo los motivos de su huelga; pero José no entendió otra cosa que la reafirmación de la terquedad del borrico que había decidido esa mañana protestar.

Al no lograr nada por las buenas, José se sacó el cinturón de cuero y se lo mostró amenazante.

Nada. El burro no cambió en lo más mínimo su actitud rebelde. Fue entonces que José, desesperado por no lograr ningún resultado, decidió finalmente emplear la fuerza. Primero le dio un correazo no muy fuerte en el lomo. Nada. Dos correazos. Nada. Tres, sin resultado alguno. Entonces perdió definitivamente la paciencia y comenzó a golpearlo con creciente violencia y cada vez más seguido.

Lucero resistía los golpes sin chistar y no se dejó convencer de que ese día debía trabajar. Su decisión era irrevocable: había decidido parar, lo había hecho, y ahí se quedaría hasta que empezara a oscurecer.

José no sabía cómo enfrentar la situación. Pensó que esta vez debía hacerse ayudar por alguno de sus amigos que trabajaban en la hacienda. Se encontró con varios que estuvieron dispuestos a ayudarle. Así, un rato después, mientras dos hombres tiraban de la cuerda y otros tres empujaban a Lucero por atrás, lograron con gran esfuerzo que Lucero diera un paso, pero resistiéndose él con todas sus fuerzas. Otra media hora después, los cinco hombres estaban realmente agotados y no habían logrado sino empujar al burro apenas cuatro metros.

Uno de los hombres les contó que una vez le había pasado algo parecido con una mula, que se había resistido durante tres días.

José entonces tomó una decisión. Amarró la cuerda al tronco de un árbol, pidiendo a sus amigos que lo vigilaran mientras él iría a contarle a su patrón lo que había sucedido. Don Marcos sí sabría qué hacer en una situación como esa, porque el patrón siempre conseguía lo que quería, y sabría cómo someter al jumento.

Cuando José llegó a la estancia se encontró con un nuevo problema: Alondra y Moreno estaban relinchando y protestando porque no les habían dado de comer. Pero él no tenía ahora cómo hacerlo, porque la comida de ellos estaba en el lomo de Lucero, a varios kilómetros de distancia. Para mayor complicación, el patrón había salido en su camioneta y no volvería hasta la tarde.

José decidió volver nuevamente en busca de Lucero, con la esperanza de que ya se hubiera movido y estuviera dispuesto a realizar la tarea del día. Se fue casi corriendo porque no había tiempo que perder. Imaginaba la rabia que le daría a su patrón cuando comprobara que sus finos caballos no habían sido alimentados, y que no estuvieran en su lugar los fardos necesarios para los días siguientes.

Pero todas sus esperanzas empezaron a deshacerse cuando desde lejos vio a Lucero, exactamente en la misma posición en que lo había dejado: con las patas ancladas en la tierra y la cabeza erguida y desafiante.

José volvió a intentarlo todo, tratando de convencerlo, primero por las buenas y luego por las malas. Lucero no reaccionaba ni a los halagos ni a la exquisita comida que José le ponía ante el hocico, ni a las amenazas, empujones y correazos que volvió a darle.

Al llegar la tarde José regresó a la estancia para explicar a don Marcos lo que estaba sucediendo. Llegó justo cuando el patrón se estaba bajando de la camioneta. Se le acercó tímidamente, pero don Marcos ni siquiera lo miró, dirigiéndose de inmediato hacia el establo desde donde provenían los relinchos destemplados de Alondra y Moreno que protestaban por no haber recibido su comida en todo el día.

Don Marcos miró a José airado y con el ceño fruncido, exigiéndole a gritos que le explicara lo que estaba sucediendo.

José se lo contó todo, cabizbajo y casi llorando. Después de escucharlo, don Marcos se subió a la camioneta, indicó a José que lo acompañara, y partieron raudos hacia la hacienda donde había quedado amarrado el burro. Durante todo el trayecto José aguantó en silencio las fuertes expresiones con que su patrón le repetía interminablemente que era un peón inepto, incapaz, inhábil, incompetente, chambón, inoperante, chapucero y, en síntesis, una verdadera nulidad.

Ante tantos insultos esta vez lo único que José esperaba era que Lucero se mantuviera firme en su rebeldía, porque si el burro se ponía nuevamente dócil y sin problemas emprendía a caminar, lo menos que ocurriría era que su patrón pensaría que él le había mentido y quizás lo despediría de su trabajo.

Por eso sintió alivio cuando vio que Lucero estaba ahí, sin haberse movido ni un centímetro, inconmovible en su testadurez.

Esta vez fue don Marcos el que lo intentó todo para hacerlo caminar. La única diferencia con lo que había hecho José fue que los latigazos que le dio fueron mucho más duros, llegando a dejarle marcas en el lomo. Pero el resultado fue el mismo: el borrico no se inmutó, continuando firme en su rebeldía.

El problema, para Lucero, era que no sabía cómo ponerle fin a la protesta. No había obtenido nada, y estaba hambriento, sumamente cansado por haber estado todo el día parado con una gran carga sobre el lomo, y sintiendo frío por la humedad que tenían los fardos. Pero si cedía y comenzaba nuevamente a trabajar bajo el peso del fracaso y de los golpes, perdería su dignidad, no ante los hombres (que de él esperaban precisamente que no la tuviera), sino ante sí mismo, que había iniciado el paro con el fin de hacerse respetar.

Debió haber pensado antes de comenzar la protesta en cómo le daría término, porque le resultaba ahora evidente que no la podría prolongar indefinidamente. Estaba ante un terrible dilema: ¿ser o no ser? Ésa era la cuestión, que no sabía cómo responder.

Pero la suerte vino en su ayuda. Pasó por ahí un campesino que, mirándolo a él pero hablando para que lo escuchara don Marcos, dijo al pasar:

– Ese borrico está muy débil. Creo que puede estar enfermo.

Don Marcos entonces decidió ir a buscar al veterinario que le atendía sus caballos.

El veterinario era un hombre sabio. Acarició al burro, le palpó la barriga, le hizo abrir la boca, puso su oreja en el pescuezo del pollino, haciendo de este modo el diagnóstico de su estado, y finalmente emitió su veredicto:

– Este joven y hermoso pollino está algo desnutrido, porque ha sido mal alimentado. Además, la carga con que lo tienen es excesiva y él no está en condiciones de llevarla cuesta arriba. Y con este día tan frío y la humedad de los fardos en su lomo, es probable que se esté enfermando más gravemente.

– ¿Y qué debemos hacer? – le preguntó don Marcos.

El veterinario lo miró como se mira a alguien verdaderamente bruto, al que le cuesta entender:

– Pues, señor don Marcos, descárguenlo inmediatamente, cúbranlo con una buena manta, y en adelante aliméntelo con abundante alfalfa, de esa que él tiene ahora en su lomo.

Don Marcos, sintiéndose criticado por lo que le decía el médico de los animales, dijo con voz autoritaria mirando a José:

– Es lo que le digo siempre a mi peón, que lo carga demasiado, que no lo alimenta bien y que debe cuidarlo mejor.

Y volviéndose hacia el veterinario exclamó:

– ¡Qué verdadero es eso de que “al ojo del amo engorda el caballo”!

José bajó la cabeza conteniendo la ira que le empezaba a calentar la sangre. Se dijo para sí, sin dejar que nadie descubriera su pensamiento:

– ¡Ya verá este patrón desagradecido! Un día haré lo mismo que ha hecho hoy Lucero. ¡Ya verá él lo que pasará en la estancia el día en que yo deje de trabajar.

José retiró los fardos del lomo de Lucero y los puso en la camioneta de su patrón. Cargó en seguida otros ocho fardos, pues don Marcos le dijo que ahora tendría que alimentar también al burro.

José se acercó a Lucero, le dio a comer con una mano un manojo de pasto mientras pasaba la otra suavemente por su lomo. Y en voz suave, para que el patrón no alcanzara a escucharlo, le repetía al oído un refrán que cuando era niño escuchó muchas veces decir a su abuelo: “el que la sigue, la consigue”, “el que la sigue, la consigue”, “el que la sigue, la consigue”.

Los días siguientes Lucero fue bien tratado, le dieron excelente y abundante alfalfa, y lo dejaron reposar bastante más que de costumbre. Él creyó que había vencido a su patrón; pero lo que en realidad sucedía era que don Marcos había decidido que un burro que se había comportado tan mal, y que tendría que alimentar en adelante con buena alfalfa, ya no lo interesaba. Apenas estuviera repuesto y bien presentable, lo vendería y recabaría de ese modo un buen dinero.

Y así fue como Lucero, unas semanas después, pasó a ser de propiedad de un campesino pobre, que lo necesitaba para tirar una carreta y arar una porción de tierra que cultivaba junto a su esposa y a sus hijos en una pequeña granja heredada de su abuelo.”

Miércoles 4 de Mayo de 2061.

Antonella no vino hoy a la escuela. La reemplazó Alejandro, que nos explicó que ella había tenido que viajar a Santiago para asistir a una Asamblea en la Cooperativa CONFIAR. Como volvería recién el sábado, durante tres días él nos dará las lecciones.

Lo que Alejandro nos enseñó fue muy diferente a lo que estamos acostumbrados a aprender con Antonella. Empezó explicando lo importante que es actualmente, en que hay tantos problemas económicos y ambientales que nos amenazan y crean inseguridad, que aprendamos algunas técnicas de sobrevivencia.

– ¿Alguno de ustedes ha pasado hambre? – preguntó, agregando: – No digo haber tenido ganas de comer, sino pasar hambre, hambre de verdad, hambre que hace doler el estómago y uno se siente desfallecer.

Yo alcancé a ver que Luchito levantó tímidamente la mano, pero viendo que nadie más lo hacía la bajó en seguida.

– ¡Qué raro! – dijo Alejandro. – Porque a mí me ha pasado muchas veces no haber tenido qué comer. ¿De verdad ninguno de ustedes ha pasado hambre?

Ruperto, que es el niño más gordo del curso, levantó la mano. Algunos se rieron, pero como el profe nos seguía mirando muy serio todos se callaron, y varias otras manos poco a poco se levantaron. Yo conté nueve, entre ellas la de Luchito.

Después nos enseñó a hacer una honda, con un palo en forma de horquilla, dos elásticos fuertes, un pequeño trozo de cuero, y algunos metros de hilo resistente. Nos enseñó a usarla y a afinar la puntería, disparando piedras o trocitos de gravilla contra un tarro. Yo acerté dos tiros; pero no digo cuántos erré.

– Con una honda como ésta ustedes pueden cazar pájaros comestibles, e incluso conejos que hay en el campo.

Pero nos advirtió que por ningún motivo debemos cazar un animal viviente si no lo necesitamos urgentemente para comer.

Luchito dijo que le gustaría llevarle un conejo a su abuelita porque desde hacía días estaban comiendo sopitas.

– Vamos a ver si encontramos algo en el bosque para que Luchito le lleve a su abuelita – dijo el profesor.

En el camino nos explicó que los conejos de campo son muy asustadizos y pillos, y que al menor ruido se esconden en sus cuevas o escapan a gran velocidad. Por eso, apenas viéramos uno, debíamos detenernos, y el cazador debía acercarse muy despacito hasta tenerlo al alcance; y entonces, sin vacilar, apuntar la honda y disparar.

Como éramos muchos hacíamos ruido y los animalitos no se dejaban ver. Al final Alejandro nos dijo que lo esperáramos bajo un sauce, y se internó en el bosque acompañado solamente por Luchito. Media hora después volvieron con un conejo bastante grande que mostraron levantándolo de las patas como un trofeo. Todos aplaudimos.

De vuelta en la escuela Alejandro sacó una cuchilla y nos enseñó a sacarle la piel al conejo y a prepararlo para echarlo a la olla. Después nos habló de lo buena para la salud que es la carne blanca de conejo y que hay distintas formas de cocinarla.

Luchito, con la honda colgada al cuello y el animal en una bolsa se fue corriendo a dárselo a su abuelita.

A mí, me dio penita el conejo, tan lindo y suave que era; pero me alegró tanto ver a Luchito feliz. No quisiera que nunca me faltara qué comer, para no tener que matar a un conejito.

Sábado 7 de Mayo de 2061.

El jueves y el viernes Alejandro nos enseñó a reconocer en el campo muchas plantas silvestres que tienen hojas y flores comestibles. Nos mostró raíces que se pueden comer en caso de gran necesidad, y también algunos árboles cuyas semillas y frutos nos pueden alimentar. El viernes, cada uno de los compañeros llevamos a la casa un atado de hierbas comestibles que nosotros mismos recogimos, con las que podíamos preparar una tortilla. La que hice yo me gustó y también a mis papás; pero Alberto la encontró amarga y no la quiso comer.

Alejandro explicó que la humanidad sobrevivió muchos siglos cazando y recolectando; pero que pudo hacerlo solamente porque las familias vivían en comunidades, que se llamaban tribus, en que todos cooperaban y se ayudaban mutuamente.

La cosa más importante era, y sigue siendo todavía hoy, aprender a conservar los alimentos. Cuando los vegetales y los animales dejan de estar vivos tienden a podrirse y dejan de ser comestibles. El calor y la humedad los dañan. Se conservan mucho más tiempo cuando están bien secos, y en ambientes fríos. Alejandro nos prometió que la próxima vez que nos haga clases nos va a enseñar a secar los alimentos, sean carnes o vegetales, para que se conserven por mucho tiempo.

Sábado 14 de Mayo de 2061.

Esta semana pasaron muchas cosas. El lunes tuvimos clases normales con la profe. El martes nos despertamos de madrugada con un tremendo temblor que nos asustó mucho. Hubo casas dañadas, murallas que se agrietaron, y se cortó la luz en todo el pueblo; pero por suerte no hubo muertos. El miércoles hubo ventarrones muy fuertes. Todavía estamos sin luz eléctrica, por lo que ayer hubo que botar algunos alimentos que teníamos en el refrigerador. Espero que las clases se reanuden el lunes. Echo de menos a mis compañeros y a la profe.

Lo único bueno que pasó esta semana fue el cumpleaños de Alberto, que celebramos en la casa. Alberto invitó a Raúl y a dos niñas de su curso que se llaman María y Nelda. Yo creo que Alberto está enamorado de la Nelda, porque la miraba todo el tiempo. Pero a la Nelda le gusta Raúl, porque se reía como tonta de cualquier cosa que él decía o hacía. Y Raúl sacó a bailar primero a la María y conversó mucho con ella. Y María hizo todo lo que pudo para interesar a Alberto, que no estaba ni ahí con ella. Raúl es divino, con esos ojos grandes y esa mirada tierna. Pero baila pésimo. ¡Cómo me encantaría enseñarle! Pero yo estaba ahí como de más, así que lo pasé sentada al otro lado del comedor y me entretuve mirándolos. El único que se fijó un poco en mí fue Raúl, que me sonrió guiñando un ojo. Me puse colorada. Espero que no se haya dado cuenta. Lo malo fue que después Alberto llevó a sus invitados a su pieza y no me dejó entrar.

Jueves 19 de Mayo de 2061.

Desde el lunes, todos los días al comenzar la primera clase, Antonella nos lee una poesía. Dice que las poesías nos hacen desarrollar sentimientos nuevos, más profundos e intensos. Dice que en cada poesía el autor expresa una emoción que ha sentido, y que nosotros al leerla, podemos captarla y revivirla, aunque sea un poco. Me gusta que la profe nos explique el por qué de cada cosa que nos enseña y que hacemos en la escuela.

Ayer nos leyó y dictó una poesía de un español llamado Unamuno. Alcancé a copiar sólo los primeros versos porque después me distraje pensando en Raúl.

Hay ojos que miran – hay ojos que sueñan,

hay ojos que llaman – hay ojos que esperan,

hay ojos que ríen – risa placentera,

hay ojos que lloran – con llanto de pena,

unos hacia adentro – otros hacia fuera.

Son como las flores – que cría la tierra.”

 

He estado todo el día pensando en los ojos de Raúl, que me gustan tanto cuando me miran. Quiero creer que me llaman, o que me esperan; pero no estoy segura. También estuve pensando en los ojos de Alberto, de María y de Nelda que recuerdo cómo se miraban unos con otros en el cumpleaños de mi hermano.

Después fui a mirarme al espejo y me puse a jugar, imaginando que mis ojos eran de rosas, claveles, fucsias, dalias, amapolas, lirios. Cuando tenga tiempo dibujaré unos emoticones de caritas con ojos de flores.

¡Qué interesantes son las poesías! En tan pocos versos dicen tantas cosas que me llenan la mente y el corazón de emociones que no conocía.

Jueves 26 de Mayo de 2061.

Anteayer Antonella nos anunció que mañana tendremos en nuestra Escuela la visita de una señora muy especial. Nos dijo que es una mujer ya anciana, pero que se encuentra muy bien de salud y de mente. Hay algo misterioso en esta visita, porque la profe no quiso decirnos el nombre de la señora. Sólo dijo que se trata de una mujer muy importante en el país y que por eso no se debía difundir públicamente su venida, porque si fuera pública tendría que venir acompañada de una escolta que la protegiera si alguien tratara de hacerle mal. Solamente nos contó que se trata de una mujer muy sabia, que ella conoció en circunstancias muy particulares, y que la consideraba una amiga querida.

Ayer y hoy nos pasamos casi todo el día preparando esta visita. Dejamos la escuela reluciente de limpia, adornamos las salas con nuestros dibujos, y regamos el naranjo que plantamos en el patio. No me había dado cuenta de que a nuestro arbolito le habían salido brotes tiernos. La profe nos explicó que era porque había tenido buen riego y bastante abono. Nos pidió que llegáramos a la escuela limpiecitas y bien peinadas. Yo me pienso poner la ropa más linda que tengo, pero no para que me vea la señora sino porque en las actividades con ella nos juntaremos los tres cursos. Lo digo no más: me pondré bonita para que me vea Raúl y se dé cuenta de que no soy tan niña chica.

Viernes 27 de Mayo de 2061.

La señora que nos visitó es nada menos que la esposa del Senador Larrañiche, que manda en el país porque es también integrante del Triunvirato. Pero ella es una mujer muy sencilla, que no se da ínfulas de ser tan importante. Se llama Mariella y no nos dijo el apellido. Llegó en un auto grande que ella misma manejaba. No venía sola. La acompañaba una joven como de la edad de la profe, tan linda como ella, o aún más linda que ella, y unos centímetros más alta. Claro que venía muy producida, con los ojos y los labios pintados y vistiendo una falda cortita floreada. Se llama Vanessa, y parece que son amigas con la Anto porque se bajó del auto y fue corriendo a encontrar a la profe que las esperaba en la entrada de la Escuela y se abrazaron. Yo pensé que era hija o incluso podía ser nieta de la señora Mariella, pero después supimos que eran sólo conocidas, pero que habían venido juntas porque Vanessa, que por casualidad supo que la señora Mariella vendría a encontrarse con Antonella, le rogó que la dejara acompañarla.

Doña Mariella nos hizo clases todo el día, pero como llovió fuerte no pudo ser en el patio sino con cada curso en su sala. Mejor así, porque me caí camino a la escuela y el vestido que me había puesto para que Raúl lo viera quedó entero sucio, y yo muy despeinada por el viento. Antonella y Vanessa se sentaron en la última fila y asistieron como alumnas igual que nosotros.

Mariella nos explicaba un tema, después le hacíamos preguntas, y nos dejaba haciendo ejercicios mientras iba a las otras salas. Nos enseñó a concentrar la atención y a no dispersar la mente. Eso me costó mucho, porque me distraía la lluvia. Cuando se lo dije, me recomendó que me concentrara en sentir la lluvia. Ahí sí me resultó, tuve nostalgia de cuando era chiquita y mi mamá me tomaba en brazos y mirábamos la lluvia por la ventana. También nos enseñó a escuchar el silencio. Parece raro porque si es silencio no se escucha; pero sí se puede escuchar el silencio, que es escucharnos a nosotros mismos, en una voz interior que nos habla suavecito cuando hacemos silencio a nuestro alrededor.

Una chica le preguntó si existe Dios. Mariella la felicitó por la pregunta, que dijo que era la pregunta más importante que uno tiene que hacerse toda la vida. Pero no le dio una respuesta, porque dijo que esa pregunta cada uno debe responderla por sí mismo, mirando el mundo, sintiendo la vocecita interior, reflexionando sobre la realidad. Pero, insistió, la pregunta hay que planteársela y hay que buscar en serio responderla.

Otra cosa que nos enseñó fue sobre nosotros mismos como personas. Nos explicó que estamos situados en el tiempo y en el espacio en cuanto tenemos un cuerpo, y que eso hace que estemos sometidos a las leyes físicas. La ley de gravedad nos impide saltar más alto y correr más rápido de lo que nos permiten nuestras fuerzas. Las energías del viento, la luz del sol, los golpes que nos damos con las cosas, nos afectan. Pero no somos solamente eso, puesto que somos un cuerpo viviente, por lo que estamos también sujetos a las exigencias biológicas, como son la necesidad de alimentarnos, de protegernos del frío, de trabajar y luchar por sobrevivir, de cuidar nuestra salud y enfrentar enfermedades, de necesitar a los otros, de tener deseos sexuales y de buscar reproducirnos. Todo eso es fácil de entender. Lo que nos costó más comprender fue cuando nos explicó que los seres humanos somos más que puramente materiales y biológicos. Dijo que algo en nuestro interior nos mueve y nos hace querer ser más que todo eso. Queremos conocer, queremos vivir valores morales, queremos trascender lo material, queremos vivir la cultura, la poesía, la música, el arte. Y queremos alcanzar lo que dijo que era una vida interior, espiritual. Y que a eso apuntaban los ejercicios que hicimos y que nos invitó a repetir cuando nos sintiéramos tristes, o cuando algo nos inquiete y preocupe, o en cualquier momento que queramos.

A mí todo este día me encantó, y cuando se despidió se lo dije, y ella me sonrió y me dio un beso en la frente.

Lunes 30 de Mayo de 2061.

Pasó algo terrible. El sábado Antonella se cayó de un árbol con tan mala suerte que se golpeó la cabeza en una piedra y quedó inconsciente. Estaba en su granja sacando higos porque quería que Mariella se los llevara a unos amigos de Santiago. Se la llevaron en una ambulancia y Alejandro se fue con ella. Yo estoy muy triste y he rezado mucho para que se mejore y vuelva pronto con nosotros.

Fue Vanessa quien nos contó lo que había pasado. Ella le ofreció a Alejandro quedarse unos días y hacerse cargo de las clases y de cuidarles la granja que tienen en el campo. Es simpática. Cuando entró a clases con su falda cortita el Tomás le silbó. Ella lo miró primero muy seria, después se rió y le dijo: “Quédate tranquilo niñito y aprende a comportarte frente a una señorita. Pero te entiendo, niño agrandado. Es que no pensaba quedarme y no traje otro vestido. Lo siento, mañana vendré con algún pantalón de mi amiga Antonella, que ella es harto recatada.”

Nos contó que no era profesora, pero que había estudiado en un Instituto y se había titulado como Especialista en Yerbas Medicinales y Terapias Alternativas. Sobre eso nos empezó a enseñar, y lo encuentro muy entretenido, interesante y útil. Voy a resumir y pasar aquí en limpio los apuntes que tomé en clases, muy desordenados, porque Vanessa es parlanchina, habla muy acelerada, pasa de un tema a otro y no anota nada en la pizarra. Se ve que no es profesora; pero le hace empeño y se nota que quiere que aprendamos lo que sabe.

La salud – nos explicó Vanessa – es cosa del cuerpo, de la mente y del espíritu. El cuerpo hay que cuidarlo, mantenerlo limpio, alimentarlo de modo sano, desarrollarlo con ejercicios, abrigarlo cuando hace frío, no exponerlo más allá de lo que sea normal, como podría ser si levantamos cosas demasiado pesadas o corremos hasta caer exhaustos.

Sobre el cuerpo nos enseñó hartas cosas. Hicimos ejercicios de respiración. Nos enseñó a sentarnos, y a caminar y estar derechitos para que la columna no sufra ni se desvíe. Nos explicó la higiene de las partes íntimas, y cómo lavarnos bien los dientes, y lo importante que es lavarnos las manos después de tocar cosas que pueden tener bacterias.

Y en eso se pasó el día, y no anoto los detalles porque estoy cansada y no creo que nada de eso se me olvide.

Martes 31 de Mayo de 2061.

Hoy Vanessa llegó desarreglada, sin pintarse, vistiendo una tenida campesina, de trabajo, de hombre, que yo le había visto un día a Alejandro. ¡Uuuuh!, exclamó al verla el mismo tontorrón que ayer le silbó, ahora desaprobándola. Vanessa se rió de buena gana y después muy seria le dijo: “Debes aprender niño malcriado, que a una señorita se la respeta siempre, por lo que es y no por cómo anda vestida, peinada o arreglada”.

Dedicó todo el día a enseñarnos sobre la alimentación sana, y cómo es necesario combinar los más variados tipos de alimentos para nutrirnos bien. Nos habló de la importancia de cuidarnos de los azúcares y de las grasas, y de estar atentos a no engordar, porque además de ser dañino para la salud, ser obesos nos hará sufrir toda la vida por múltiples motivos.

Jueves 2 de Junio de 2061.

Hoy Vanessa llegó arregladita, pero no nos hizo clases. Nos dijo que la había llamado Alejandro, que estaba por llegar y que él haría las clases de hoy. Al llegar él nos contó que Antonella recuperó la conciencia, pero que todavía está en cuidados intensivos. Le preguntamos que cuándo la profe podrá volver a hacernos clases. Nos dijo que seguirá en la clínica donde la atienden en Santiago al menos por dos semanas más, y que cuando vuelva tendrá que seguir en reposo por algún tiempo. Cuando nos hablaba de Antonella le corrían las lágrimas. Yo también me puse a llorar.

Pero se sobrepuso y nos dijo que por ser fin de mes, ella le encargó continuar con la lectura del cuento de Lucero, al que habíamos dejado cuando fue vendido por su antiguo amo a un campesino pobre, que lo necesitaba para tirar una carreta y arar una pequeña granja que cultivaba junto a su esposa y a sus hijos. Lo copio porque quiero tenerlo completo.

“A Lucero le encantó su nuevo hogar. Al ingresar a la granja fue recibido con gritos de alegría por los niños de la casa, como si su llegada fuera un regalo que merecía celebrarse. Lo pasearon por todo el lugar, le montaron una niñita que él paseó con orgullo y con cuidado para que no fuera a caerse. La esposa del dueño lo acarició largamente.

– ¿Cómo se llama? – le preguntó a su marido.

– Lucero. Es un bonito nombre, esposa mía.

Pronto supo Lucero que sus nuevos dueños se llamaban Joaquín y María, y sus cinco hijos, desde la mayor a la menor, eran Rosalba, Andrés, Juan, Alberto y Matilde la chiquita que había paseado por todo el recinto. Había también un hombre ya viejo que caminaba apoyándose en un bastón. Se llamaba Abuelo.

Joaquín estaba tan orgulloso de su burro nuevo que fue a mostrarlo a unos campesinos que vivían cerca. Al verlo, todos coincidieron en alabar su belleza.

– ¡Qué hermoso!

– ¡Es realmente un burro muy bonito!

¡Qué diferencia con lo que le había sucedido en la casa de su patrón rico, que lo escondía por vergüenza de que lo vieran! En eso pensaba Lucero mientras mostraba su alegría exhibiendo a todos su blanca dentadura.

Le habían preparado especialmente un establo bien protegido, bastante espacioso, donde instalaron un gran balde con agua fresca, junto a un canastón con abundante pasto, que después supo que había sido recogido especialmente para él por su nuevo patrón don Joaquín.

Esa noche Lucero durmió como un lirón.

Se despertó muy temprano, cuando aún no aparecía el sol, con el vibrante canto de un gallo. Era la señal de que la vida recomenzaba en la chacra de don Joaquín. Los primeros movimientos comenzaron en el mismo gallinero, al desperezarse las gallinas, bajar de sus palos y comenzar a picotear la tierra en busca de semillas que les pudiera haber traído el viento nocturno.

Dos hermosos perros comenzaron su recorrido alrededor de las cercas de arbustos que cerraban la parcela. Debían asegurarse de que nadie hubiera entrado por la noche sin permiso y de que todo se encontrara en orden. Pero no todo estaba bien. En efecto, husmearon inquietos, moviendo rítmicamente sus colas, al olfatear el olor que dejaron unos conejos que se habían abierto paso cavando bajo la tierra.

Los perros se apresuraron con sus patas traseras a cerrar ese portillo que si permanecía abierto hubiera permitido que fuera una entera colonia de conejos la que la noche siguiente, aprovechando que ellos dormían, se infiltraría e hiciera su agosto con los brotes de las zanahorias y con las lechugas que ya estaban casi listas para ser cosechadas y servidas en la mesa de sus patrones.

Poco después María fue a tirarle unos cuantos puñados de maíz a las gallinas y a recoger los huevos para el desayuno de sus hijos. En seguida fue a ordeñar sus tres cabras para darles también buena leche antes de que partieran a la escuela.

Joaquín le llevó una importante ración de pasto, anunciándole que pronto vendría a buscarlo para comenzar los trabajos del día. Lucero estaba comiendo con fruición cuando vio a Abuelo acercarse apoyado en su bastón. El viejo empezó a acariciarlo, alabando el color de sus ojos y la suavidad de su piel, lo cual lo sorprendió gratamente porque nunca antes le habían dicho algo bonito ni lo habían tratado tan bien.

Joaquín no estaba convencido de que fuera bueno demostrarle tantas atenciones y cariños al burro. Sabía por experiencia que un trato demasiado benevolente podía convertir al animal en un ser haragán y consentido, que no sirviera para el trabajo. Le habían enseñado desde chico un refrán campesino que él repetía a su vez a sus hijos, que se aplicaba a sí mismo, y quería que también Lucero lo entendiera. Se lo dijo: “El que quiere azul celeste, que le cueste”.

Es cierto que antes de comprarlo, don Marcos le había asegurado que era un excelente animal, acostumbrado al trabajo, resistente y persistente; pero como campesino pobre, Joaquín sabía que los hacendados ricos venden sus animales cuando están enfermos, o están viejos, o han aprendido mañas que los hacen poco productivos.

De hecho, don Marcos había tratado de engañarlo diciéndole que Lucero tenía solamente tres años, siendo que mirándole la dentadura se había dado cuenta en seguida de que tendría por lo menos cinco. No era mucho para un animal que normalmente vive treinta años, si está bien cuidado; pero no le gustó que trataran de engañarlo.

De todos modos Joaquín se había asegurado preguntándole a José, en una conversación que Lucero había entendido en lo que a él le concernía.

– Este borrico no tiene tres años, como dice don Marcos, sino al menos cinco – fue el modo en que Joaquín comenzó la conversación, para que José supiera desde el principio que él no era tan fácil de engañar.

José no dijo nada porque sabía que Joaquín tenía razón, pero no quería contradecir a su patrón.

– Me interesa saber si Lucero fue domado o amansado.

– Lo amansé yo mismo, con harto cuidado, y no me resultó difícil, porque Lucero es un burro muy inteligente.

– Mejor así. A mí no me gusta un animal domado, porque la doma es muy dura, y aunque es rápida y efectiva, convierte a los animales en seres tristes.

– Estoy de acuerdo con usted. Es mejor amansar y adiestrar por las buenas, que domar y someter a la fuerza. Claro que a un animal no se le puede dejar por la libre, que haga lo que quiera y cuando quiera, porque se ponen flojos, mañosos y pendencieros. Igualito a lo que pasa con los niños cuando no se los ha educado bien.

– Igualito, sí, igualito. Y dígame otra cosa. ¿Para qué trabajos está Lucero adiestrado? ¿Es un burro de carga? ¿Es un burro de tiro?

– De carga, mi señor. Aguanta bien noventa kilos. Y de silla también. Cuando yo lo monto ni siente mi peso. De tiro no es, porque aquí en la hacienda no hay carretas pues el patrón se mueve en camioneta, y no se ara con arados sino con tractor.

– ¡Lástima! A mí me sirve más como animal de tiro, porque tengo una pequeña carreta y porque lo necesito para arar la tierra.

– Yo creo que Lucero va a aprender fácilmente, porque es dócil e inteligente; pero le aconsejo que no cargue demasiado el carretón, y que use un arado liviano, de madera y no de fierro. Como usted sabe bien, un borrico no es como un potrillo que tiene el doble de fuerza y corre dos veces más rápido.

Lucero no rehuía el trabajo. Había sido adiestrado desde pequeño para realizar tareas bastante duras, y estaba acostumbrado a ellas. Además, cuando trabajaba se sentía útil, porque entendía que las tareas que le encargaban eran importantes para los demás. ¿Cómo se hubieran alimentado los caballos, las gallinas y todos los animales de don Marcos, si él no les hubiera transportado el alimento? ¿Cuánto se hubiera demorado José en ir de un lugar a otro de la hacienda, si él no lo hubiera llevado al trote?

Pero había trabajos que Lucero no sabía realizar porque no se los habían enseñado. Y aprender algo nuevo, para un burro igual que para un niño, no siempre es fácil ni placentero. Así fue que le costó varios días aprender a tirar la carreta de Joaquín.

Lo primero fue aceptar que le colocaran tantos arreos sobre el cuerpo: la pechera, el collar, la cincha de retranco y la cincha de grupa, los tiros y el balancín. Lo más duro fue para Lucero aceptar la brida y las riendas, y lo que nunca entendió fue por qué le ponían viseras y anteojeras que le impedían mirar hacia los lados.

Cuando ya estuvo revestido de todos estos aperos, don Joaquín lo enganchó a la carreta, dejándolo entre las dos varas de modo que en esa posición ya no podía girar el cuerpo. Como las varas lo obligaban a mantenerse derechito, y tenía detrás la carrera, y las anteojeras le impedían mirar hacia el costado, Lucero podría avanzar solamente hacia adelante, sin poder siquiera escoger donde ir poniendo las patas al caminar.

Cuando don Joaquín terminó de enganchar a Lucero en la carreta se dio cuenta de que había dejado en la casa las riendas. Cuando fue a buscarlas, Lucero que se sentía incómodo en la posición en que estaba, y se puso a caminar. Los dos primeros pasos fueron muy difíciles porque la carreta era pesada, y como debía romper la inercia tuvo que emplear todas sus fuerzas; pero cuando ya las grandes ruedas de la carreta echaron a circular, y como había una pequeña pendiente hacia abajo en el terreno, Lucero se encontró con que la carreta lo empujaba a él y no sabía cómo detener la marcha. Así fue que terminó incrustado en las ramas espinosas de las acacias que cercaban la granja. Por suerte alcanzó a cerrar los ojos de modo que sólo sufrió unos rasguños en la cara.

Lucero temía que don Joaquín lo castigara duramente por lo que había hecho; pero no fue así. Don Joaquín lo acarició, le habló con cariño, incluso le pidió perdón por haberlo dejado solo, y le curó las heridas. Y entonces comenzó el aprendizaje más importante, que no era el adiestramiento del cuerpo sino la formación de la mente del burro. En efecto, Lucero poco a poco fue comprendiendo un nuevo idioma.

Un idioma compuesto de silbidos y chiflidos, de palabras suaves, de voces de mando y de gritos alarmados; de cosquilleos en el cuello y de suaves golpes en el lomo y en las ancas con una varilla. Entendió también lo que significaban los roces y los tirones, hacia atrás o hacia adelante, y hacia uno y otro lado, que don Joaquín le hacía sentir con las riendas.

Lucero aprendió a iniciar la marcha y a detenerse, a girar a un lado y hacia el otro, a apurar el tranco y a adaptar la velocidad que deseaba en cada momento don Joaquín, y a adaptar el ritmo del trabajo según las distancias que debía recorrer y el peso de las cargas que transportaba el carretón.

Los trabajos más duros que aprendió después, fueron los de labranza, que en las distintas estaciones del año se iban rotando: arar la tierra, emparejar con rastra, trazar surcos, acarrear las semillas, arrastrar las cultivadoras y transportar las cosechas. Aunque duros, estos trabajos los hacía con gusto porque Lucero comprendía que de la labranza de la tierra provenían todos los alimentos, no sólo para la familia de don Joaquín sino también para los que iban a comprar las cosechas, y para todos los animales de la granja.

Los trabajos que Lucero realizaba en la granja de don Joaquín eran más duros que los que había hecho en la estancia de don Marcos; pero en contrapartida, era ahora tratado con respeto, le reconocían su labor, y gozaba del cariño de toda la familia.”

Cuando terminó la lectura y la conversación sobre el cuento, yo le pregunté a Alejandro si podíamos visitar a Antonella. Nos dijo que por ahora no; pero que si queríamos mandarle algún mensaje, le podíamos escribir, y que él los llevaría porque en la mañana partiría de nuevo a Santiago para estar con ella.

Yo me puse muy triste y no supe qué decirle. Se me ocurrió entonces hacer un dibujo del naranjo que plantamos y yo regándolo con la manguera. Cuando terminé ya se me habían ocurrido muchas cosas que contar a la profe, así que di vuelta la hoja y la llené por el otro lado. Espero que se entretenga un poco con las anécdotas del curso que le conté.

 

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