Capítulo 9. ​​​​​​​EL CAMINO DE LA MUJER Y DE LA FAMILIA

Capítulo 9.

EL CAMINO DE LA MUJER Y DE LA FAMILIA

 

     Familia, mujer y trabajo en la economía tradicional.

     Los cambios que han afectado y continúan verificándose en la situación de la mujer, en la relación entre los sexos y en la organización de la familia, constituyen un proceso de transformación cultural que podemos considerar entre los más importantes de nuestra época. Con ellos una serie de nuevos fenómenos y tendencias aparecen en la vida cotidiana, en los comportamientos y relaciones sociales y también en las actividades económicas y políticas. Veamos por qué y en qué forma estos cambios que afectan la situación de la mujer y la familia abren un camino nuevo hacia la economía de solidaridad y trabajo.

     Tradicionalmente y desde muy antiguo la diferenciación de sexos ha comportado una distinción de funciones y roles en la vida familiar, social, económica y política. No es el caso ni es posible analizar aquí las formas particulares de estas diferencias, que no han tenido siempre el mismo sentido y contenidos en las distintas épocas y culturas que se han sucedido históricamente. Pero casi siempre significaron para la mujer una dedicación especial a la vida doméstica y familiar, a la crianza y educación de los hijos, a los problemas de higiene ambiental y de salud, a las relaciones sociales del entorno comunitario local.

     Ahora bien, esta atención preferencial a la casa y su entorno, esta particular centralidad de la mujer en la familia y en la comunidad, tenían un significado muy distinto al que adquiere la dedicación de la mujer a la vida doméstica y familiar en el contexto de la actual sociedad industrial y urbana. Ello en razón de que la familia y la vida doméstica tenían tradicionalmente un sentido, una importancia, una extensión e intensidad muy diferentes a las que tienen actualmente.

     La familia era entonces realmente la célula fundamental de la sociedad. Se trataba de una familia extensa, grande, constituida por al menos tres generaciones, con numerosos hijos y amplias ramificaciones, habitando en una o varias viviendas en un mismo lugar. En torno a ella giraba el trabajo y gran parte del proceso de reproducción de la vida económica y social, que se desenvolvía para la inmensa mayoría de la gente en el campo o en pueblos, aldeas y ciudades pequeñas altamente integradas. La unidad económica predominante era la propiedad agrícola, pequeña, mediana o grande, explotada por familias extensas conforme a una lógica que orientaba la actividad a la satisfacción de las necesidades de consumo y a la reproducción y mejoramiento de las condiciones de existencia de sus integrantes. Tales unidades económicas encontraban una primera y fuerte articulación a nivel comunitario, en alguna forma de comunidad local que las insertaba en una estructura comunal o microregional conforme a complejas relaciones económicas, sociales y culturales.

     En la familia y en la comunidad local se cumplían simultáneamente y de manera notablemente integrada las funciones de producción, distribución, consumo y acumulación. La familia era el fundamento de muchas actividades productivas, de manera que en torno a ella se articulaban tanto los recursos económicos disponibles como los objetivos de la actividad económica. Compuesta por los padres, hijos, abuelos, nietos, otros parientes y allegados, la familia era la principal unidad de trabajo y el sujeto básico de las relaciones económicas con el entorno. Todos los miembros de la familia en condiciones de cumplir labores útiles encontraban ocupación en diferentes tareas. Entre los componentes de la familia se estructuraba una cierta división elemental del trabajo, en función de las capacidades personales, del sexo y la edad, de las relaciones de parentesco, y de las decisiones que adoptaran los jefes de familia en orden a satisfacer los distintos requerimientos de la producción. Se diferenciaban así el trabajo de los hombres, de las mujeres, de los niños y de los ancianos.

     La participación de toda la familia en la producción incluía actividades de la más variada índole: el trabajo en la chacra en todos sus aspectos y diferencias estacionales; el pastoreo y crianza de ganado y aves; la preparación y conservación de comida y bebida; la construcción, mantención, reparación y mejoramiento de las viviendas e instalaciones; el tejido y algunas labores artesanales; el cuidado de los enfermos y la participación en actividades ceremoniales y sociales, etc. La distinción entre trabajo productivo y actividades vitales útiles resultaba difícil de hacer, dada la integración que se establecía entre los distintos aspectos de la subsistencia y reproducción de la vida familiar. La noción de "empleo" es obviamente inadecuada para referirse a la fuerza de trabajo en aquellas condiciones. Tampoco existía la desocupación, pues toda la fuerza de trabajo disponible era utilizada en el proceso productivo, cualquiera fuese el rendimiento de las personas. No trabajar se entendía como vagancia.

     En ocasiones se utilizaba trabajo externo al grupo familiar, en ciertas actividades económicas y en ciertos períodos del año en que los requerimientos de actividad sobrepasaban las disponibilidades de la fuerza de trabajo familiar. Algunos integrantes de las familias realizaban también trabajos fuera del hogar o trabajaban para otros, cuando sus propios medios y recursos eran insuficientes para proporcionar lo necesario a la subsistencia, y en períodos estacionales en que los requerimientos de trabajo eran menores a su disponibilidad. Pero las actividades económicas principales eran las que se realizaban en el hogar o en su entorno inmediato. La necesidad de trabajar para terceros en forma asalariada caracterizaba a los extremadamente pobres y a quienes no habían superado la situación de servidumbre. Durante milenios, vivían de un salario solamente los más pobres entre los pobres: los que no tenían una economía doméstica autosuficiente y que no estaban en condiciones de autosustentarse y asegurar la subsistencia de sus familias. La economía familiar y el trabajo autónomo de subsistencia eran lo principal, y sólo se recurría a la oferta de la fuerza de trabajo propia, o sea a la economía heterónoma del trabajo asalariado o dependiente, cuando aquella se tornaba insuficiente.

     En cuanto a la gestión de la actividad económica, las decisiones fundamentales eran tomadas por el jefe de familia, que asumía la principal responsabilidad tanto de la familia en cuanto unidad social como de los recursos materiales que componían la unidad económica. Cabe advertir, sin embargo, que la toma de decisiones respecto a la asignación de la fuerza de trabajo familiar en las distintas tareas y actividades se encontraba habitualmente separada entre los padres: el hombre organizaba el trabajo en la producción, decidiendo quienes participaban y cómo lo hacían, mientras la mujer organizaba los trabajos de apoyo a la producción (mantención de equipamiento, crianzas de corral, preparación y conservación de alimentos, etc.), el abastecimiento y la comercialización de los productos de la chacra en la comunidad local, el consumo y algunos servicios esenciales (salud, educación, etc.). Ello requería una coordinación y entendimiento que hacía que la dirección del proceso fuera a menudo compartida.

     En síntesis, la dedicación preferencial de la mujer a las actividades domésticas y familiares no implicaba un vaciamiento de contenido económico y productivo, porque la economía era fundamentalmente doméstica y familiar.

     La división sexista del trabajo en la sociedad industrial.

     Todo esto cambió sustancialmente con el advenimiento de la producción industrial. El hecho decisivo fue la concentración de la producción y las actividades económicas en unidades especializadas, separadas de la vida familiar y comunitaria, o sea el surgimiento de las fábricas, empresas, instituciones y negocios que se dedican a la producción y comercialización de bienes y servicios diferenciados según rubros y especialidades. Tales empresas se constituyen como unidades de inversión de capital que buscan su máxima rentabilidad mediante la organización de procesos productivos en gran escala, estandarizados, estructurados conforme a una racionalidad económica y técnica que aplica sistemáticamente el conocimiento científico especializado, y que dirige la producción hacia el consumo del público en general constituido en mercado consumidor, a través de flujos y relaciones de intercambio.

     La concentración de la producción en unidades empresariales especializadas impactó profundamente la estructura y contenidos de la vida familiar, afectando especialmente la condición de la mujer. En efecto, el funcionamiento de la fábrica requiere la ejecución de una gran cantidad de tareas de bajo contenido intelectual y de elevada utilización de energía física y muscular, a cuya realización se dedicó principalmente el varón constituido en obrero industrial. Muchas de esas actividades pueden ciertamente ser ejecutadas con similar destreza por la mujer; pero diversas razones convergieron en que fuera el hombre quien inició el proceso de alejamiento del hogar para trabajar en el mundo de las empresas e instituciones. Ya era él quien en las tareas productivas y comerciales tradicionales se alejaba más de la casa y de su entorno comunitario, de manera que no es difícil entender por qué la fuerza de trabajo de las fábricas y empresas estuviese mayoritariamente constituida, especialmente en las primeras fases de la industrialización, por jóvenes del sexo masculino. Los requerimientos de continuidad laboral en el tiempo, sea en cuanto al elevado número de horas por día como en relación a su no interrupción a lo largo del año, ponía a la mujer en condiciones desventajosas debido a su especial dedicación a las actividades relacionadas con la alimentación y el cuidado de los hijos y a las interrupciones del embarazo y la maternidad.

     En las primeras etapas de la industrialización y el capitalismo se produjo una fractura radical en la familia entendida como unidad de trabajo y gestión de actividades económicas. La distinción de roles y funciones entre los sexos se exacerbó, pasando el hombre a constituirse en el principal proveedor de los ingresos necesarios para el consumo familiar, obtenidos con el trabajo asalariado y dependiente, y la mujer a responsabilizarse casi exclusivamente de las actividades domésticas.

     La concentración de las actividades productivas en las empresas, fuera del hogar, redujo sustancialmente el contenido económico de la vida familiar. Esta perdió gran parte de su autosuficiencia productiva, y los bienes y servicios indispensables para la satisfacción de las necesidades pasaron a ser obtenidos en el mercado, donde las empresas ofrecían su producción a precios fijados monetariamente. La generalización del mercantilismo llevó a considerar como verdadero trabajo sólo aquél por el cual se obtenía una remuneración monetaria, y como verdadera producción sólo aquella que generaba bienes o servicios para el mercado. El trabajo se identificó con el empleo y la condición de trabajador fue reconocida sólo a aquellos que ofrecían y colocaban su fuerza de trabajo en empresas o instituciones que los contrataban a precios definidos. El trabajo doméstico y el comunitario, por más bienes y servicios que produjeran para satisfacer las necesidades de los miembros de la familia o de la comunidad, dejó de ser considerado trabajo real. Adquirió la no siempre deseable característica de la "invisibilidad".

     Las repercusiones de estos cambios sobre la estructura, composición y vida de la familia no fueron menos relevantes. La familia fue restringiéndose a la llamada familia nuclear, que se considera completa cuando está constituida por una pareja de adultos y un cada vez más reducido número de hijos. Se constituye una familia en base a cada hombre (o eventualmente mujer) que provisiona ingresos que alcancen para sostener un pequeño hogar. Los hijos no trabajan hasta una edad en que pueden ser empleados, prolongándose el período de su educación e instrucción, considerado necesario para realizar actividades de mayor jerarquía en el marco de la economía empresarial o institucional. Más tarde, desde cierta edad que en la mayoría de los casos no coincide con alguna real incapacidad laboral, las personas dejan de estar empleadas, entrando en situación de pensionamiento conforme a las leyes que regulan las relaciones laborales y la seguridad social. El total de dependientes inactivos aumenta, lo que no impide que aparecezcan además la desocupación y la cesantía.

     La baja remuneración del trabajo que muchas veces no alcanza para cubrir las necesidades del núcleo familiar, así como el requerimiento que tiene la propia economía de ver incrementada la oferta de fuerza de trabajo, han ido abriendo a la mujer posibilidades de empleo y trabajo en la economía heterónoma. Buscando superar su "invisibilidad" y las grandes restricciones que implica el relegamiento de la mujer a actividades domésticas en el marco de una vida familiar reducida y empobrecida, la mujer busca emplearse fuera del hogar. Ello viene a contribuir, aún más, al empobrecimiento del contenido productivo y económico de la vida familiar.

     Desde el punto de vista económico la familia pasa a ser considerada como unidad de consumo y no como unidad de trabajo. Los economistas, en efecto, aunque suelen reconocer a las familias como sujeto económico y al conjunto de ellas como un "sector" de la economía global -el sector "familias" precisamente-, las consideran exclusivamente en cuanto unidades de gasto y de consumo, o sea en cuanto demandantes de los bienes y servicios de consumo, que se contrapone al sector "empresas", constitutivo de la oferta de bienes económicos.

         La crisis de la familia.

     Hablar de "crisis de la familia" se ha convertido en un lugar común. Los datos de la misma son evidentes: el porcentaje de separaciones y divorcios se incrementa año a año y tienden a ser más los matrimonios que terminan que los que se forman. Las relaciones experimentales, esto es, las parejas que no asumen un compromiso permanente, están en rápido aumento. El control de la natalidad, la anticoncepción y el aborto tienden a generalizarse, y los hogares se dan por satisfechos cuando tienen uno o dos hijos. Estos se rebelan contra los padres a edad temprana y son muchos los hijos solteros para quienes el independizarse de la familia y vivir por cuenta propia constituye una sentida aspiración. La vida familiar, cuando no se configura en un nivel de baja intensidad sentimental, se convierte en un espacio altamente tensionado.

     En realidad, no se trata solamente de una crisis de la familia sino de una verdadera desintegración. Pero es importante identificar exactamente de qué familia se trata. La crisis o desintegración de lo que llamamos familia es en verdad el proceso terminal de un ente social que ha sido creado en la época moderna al calor del industrialismo y el capitalismo, estrictamente funcional al mismo. Muy bien lo expresa Theodore Roszak cuando señala: "La familia, tal como la conocemos, es uno de los productos secundarios más dañados y patéticos del trastorno industrial. Su herencia es una triste historia de sufrimiento como víctima. ¿Qué es lo que encontramos con sólo remontarnos un par de siglos en la historia social del mundo moderno? Ciudades fabriles y campamentos mineros que arrastran las dislocadas masas rurales y las multitudes de inmigrantes a sus florecientes mercados de trabajo como vastos detritus globales. Estos trabajadores estaban unidos, por toda su tradición y experiencia, a una economía doméstica confinada al hogar y al lugar donde vivían. Entonces, de repente, les arrojaron rudamente a un orden económico muy distinto, a una economía cuyos motores eran ciudades salvajes que pulverizaban sistemáticamente su material humano convirtiéndolo en los fragmentos sueltos que los economistas llaman, de un modo eufemista, "fuerza de trabajo libre y móvil", capaz de una respuesta instantánea en el mercado. Esa fuerza de trabajo "libre" llegó a las ciudades en forma de hombres y mujeres desarraigados, carentes de propiedad, principalmente jóvenes, cuya vida sexual y amorosa se hizo ahora promiscua y inestable de un modo sin precedentes.(...) La única familia que podía esperarse que crearan esos nuevos "individuos" económicos era el diminuto agrupamiento humano que ahora llamamos "la familia nuclear". Pero eso era todo lo que la nueva economía quería de ellos en su vida doméstica: su condición como unidades mínimas de fuerza de trabajo."(T.Roszak, Persona/Planeta, Kairos, Barcelona 1984, Pág.190).

     En realidad, esta economía quería algo más: consumidores multiplicados al máximo y para ello nada mejor que mini-familias constituidas cada una en unidades de consumo independientes que requieren proveerse separadas unas de otras de todo lo necesario para sostener un hogar.

     "Por otro lado -continúa Roszok- el hogar era, en virtud de su aislamiento e inseguridad, un montón de intereses propios salvajemente competitivos con los vecinos(...) Todo sentido de comunidad fue rápidamente arrancado de la conciencia. La misma arquitectura de las ciudades industriales expresaba el aislamiento de la familia y la defensa egoísta: hilera tras hilera de casas como colmenas habitadas por masas abrumadas y anónimas, unidas como unidades domésticas carentes de poder tan sólo por la desesperación y la necesidad erótica básica.(...) Esta es la tradición mutilada de la que la familia moderna toma su rumbo: siglo y medio de naufragio institucional, una larga y agotadora lucha emprendida por millones de hombres y mujeres desarraigados para improvisar amor, lealtad y las responsabilidades de la paternidad a partir de las ruinas sociales que quedaron tras el desgarro industrial.(...) Nada de lo que ha ocurrido en el último siglo ha disminuido la dependencia y aislamiento de la vida hogareña en la sociedad industrial. La fragmentación de toda comunidad natural continúa, en los edificios de muchos pisos que llenan el centro de la ciudad y en las viviendas residenciales donde cada uno se retira de las calles y vecinos para convertirse en un bastión de consumo egoísta. Todo lo que hemos de hacer es resignarnos a nuestro aislamiento doméstico y llamarlo "intimidad".(Id., pág.192-3.)

     Tal vez la realidad de la familia no sea en nuestros países tan patética como nos la presenta Roszok, que se refiere a la familia en la sociedad norteamericana. Aún cuando varios de los rasgos que señala se presentan también en nuestras sociedades menos industrializadas, la familia ofrece aquí contenidos humanos, sociales y económicos algo más consistentes. El mismo autor agrega más adelante: "Los matrimonios fracasan, los hogares se rompen..., pero las estadísticas muestran que la gente que se divorcia vuelve a casarse.(...) La familia puede ser tan débil como una caña, pero es todo lo que tenemos la mayoría de nosotros para aferrarnos contra la soledad que amenaza con absorbernos. Es también el único rincón en el mundo donde encontramos la oportunidad de experimentar responsabilidad, no mucha quizá, pequeñas decisiones sobre el presupuesto familiar, la escuela a la que han de ir los niños, el color más adecuado para pintar la cocina..., pero esa es toda la oportunidad que el grande y ajetreado mundo nos da para sentirnos adultos y a cargo de algo más que nuestras vidas privadas". Más allá de esto, la familia es el principal de los espacios donde se conserva y mantiene vigente la solidaridad humana, la convivialidad, la comensalidad, la mutua cooperación.

     Es por esto que, desde la realidad de la familia en crisis y desde la situación de la mujer, surge la posibilidad de un proceso de recuperación de personalidad y comunidad a la vez; proceso que por las razones que veremos orienta también él en la perspectiva de la economía de solidaridad.

         Economía familiar y economía solidaria.

     La crisis de la familia ha impulsado a ciertos pequeños grupos de personas a experimentar otras formas de comunidad primaria: familias abiertas, colectivos, comunidades de vida, hogares comunitarios, etc. Los experimentos de este tipo son variados y pueden mostrar muy diversos grados de éxito y estabilidad. La mayoría de ellos, verdaderos sustitutos de la familia, se orientan a buscar formas nuevas de vida, y de hecho tienden a separar a quienes los integran de los condicionamientos de la economía y las estructuras del orden macrosocial establecido. Pero estos experimentos constituyen un camino posible de seguir sólo por algunos, muy pocos; tal vez por quienes hayan vivenciado más fuertemente la vaciedad en la propia vida familiar.

     En realidad la familia es una institución natural, en el sentido que surge espontáneamente de la vida: nacemos en ella o la solicitamos cuando nacemos; posteriormente el impulso vital nos mueve con tremenda intensidad a crear una familia nueva en la cual realizarnos y proyectar nuestra existencia. De la familia hombres y mujeres esperamos tanto: fiel compañía y gratificación sexual a lo largo de la vida; protección, alimento y descanso; apoyo moral, ternura y comprensión; cuidado en la enfermedad y consuelo en los fracasos y problemas de la vida; satisfacción de nuestras necesidades de convivencia, entretención, trabajo, juego y ocio. A ella asociamos en buena medida tanto nuestro desarrollo personal como nuestra inserción en la comunidad; en ella establecemos vínculos con nuestras raíces, con nuestros antepasados de sangre, y nos proyectamos hacia el futuro con nuestra descendencia. Con ella y para ella construimos nuestro hogar, donde adquiere sentido el trabajo que realizamos fuera, así como el esfuerzo de ahorro y previsión, la adquisición de bienes materiales y la formación de un patrimonio. En ella buscamos y damos la mayor parte de nuestro amor, y en las distintas edades de la vida esperamos encontrar sustento y satisfacción de nuestras principales necesidades. Esto y mucho más esperamos de la familia.

     Por cierto, la actual familia disminuida y mutilada no está en condiciones de proporcionarnos todo eso en el nivel y con la calidad que deseamos. Pero es tan profundo nuestro anhelo de familia que tendemos a pensar que es posible su recuperación como aquél espacio primario de realización personal y comunitaria al que aspiramos de manera natural. Al respecto, dos parecen ser las condiciones básicas.

     La primera sería la recuperación del sentido amplio de la familia, más allá del diminuto "núcleo familiar". Si pretende ser una célula básica pero completa de la sociedad, capaz de proporcionar a sus integrantes aquella riqueza de vivencias y de convivialidad que señalamos, tendrán que participar en ella los dos sexos y todas las edades: niños, jóvenes, adultos, ancianos, al menos tres generaciones incluyendo ramificaciones laterales. No se trata de que todos constituyan un solo hogar o que vivan en una misma casa, pero sí que tengan algún grado de integración suficiente como para proporcionar a todos ellos un sentido de pertenencia y una identidad común que se exprese en actividades compartidas y en compromisos reales de mutuo apoyo y cooperación. Para que sea real, tal integración tendría que expresarse no solamente a través de encuentros festivos ocasionales, sino también en vínculos económicos integradores que perduren en el tiempo, en relaciones de comensalidad, cooperación y ayuda mutua, en la posesión y uso de bienes compartidos, en flujos reales de bienes y servicios utilizados en común.

     La segunda condición es la recreación de una consistente economía familiar capaz de proporcionar a sus miembros, de manera autónoma, satisfacción a sus necesidades y protección de sus derechos. Que la familia se constituya como unidad económica completa y no sólo como unidad de consumo y gasto; que recupere su condición de unidad de trabajo y producción, en cuyo seno se verifican además procesos de distribución y acumulación económica.

     Ahora bien, si la reducción y crisis de la familia ha sido resultado de un modo de organización de la economía, será en otro modo de organización económica que la familia podrá realizar su vocación de manera más plena. Más específicamente, es en el marco de la economía de solidaridad que se tornan posibles esas dos condiciones de la recuperación de la familia como unidad social que realiza su verdadera vocación y plenitud de sentido. Veamos de qué manera y que posibilidades existen de que un proceso en tal sentido se verifique a partir de la situación actual de la familia.

     Realidad, contenido y formas de la economía familiar.

     En realidad y aunque no sea adecuadamente reconocido, la familia como unidad económica que cumple funciones de producción, distribución, consumo y acumulación no ha perdido completamente su contenido y constituye todavía hoy una parte considerable de la economía global de la sociedad. Han empezado a manifestarse, además, tendencias que revierten el proceso de empobrecimiento del trabajo doméstico y, por cierto, otras que reinsertan y definen nuevas posibilidades para el trabajo de la mujer en la economía global. Examinando estas nuevas situaciones y procesos podremos comprender de qué manera y en qué medida se va abriendo el camino de la mujer y de la familia hacia la economía de solidaridad y trabajo.

     La "invisibilidad" que han llegado a tener la economía y el trabajo doméstico y comunitario se debe a que las actividades y flujos que no pasan por el mercado de intercambios no tienen expresiones monetarias; de allí también la dificultad que existe para apreciar su magnitud y cuantificarlo. El fetichismo del dinero (según el cual vale solamente lo que tiene un precio monetario) se asocia con el fetichismo de la cantidad (según el cual existe solamente lo que puede cuantificarse y expresarse en fórmulas matemáticas), creando una especial dificultad para identificar el contenido específicamente económico de muchas actividades y labores domésticas.

     En razón de ello podemos considerar importante para el desarrollo de la economía familiar la tendencia a reconocer el trabajo doméstico como verdadero trabajo, tendencia que se está manifestando como consecuencia de cierta reivindicación feminista. El esfuerzo que se hace en orden a cuantificar la economía doméstica, a medir la incidencia del trabajo de la mujer en el hogar sobre el producto global, y a comparar su productividad con la de los demás sectores económicos, hace visible la economía familiar y la valoriza económicamente, con la conseguiente recuperación de su dignidad.

     Podemos consignar algunos datos ilustrativos. En Francia un estudio realizado en 1980 por Annie Fouquet estima que se ocupan 53 miles de millones en trabajo doméstico, y sólo 39,5 miles de millones de horas anuales en trabajo asalariado. En Chile un estudio de Lucía Pardo en 1983 estimó que el trabajo de las dueñas de casa medido conforme a los precios que tienen en el mercado los mismos bienes y servicios (cocinar, limpiar, lavar ropa, hacer compras, atender enfermos y ancianos, etc.) corresponde al 15 % del PGB nacional, subiendo a más del 30 % si se considera el producto que generan otros miembros de las familias en actividades domésticas. En Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido, con similar metodología se ha estimado en torno al 22 % del PGB el aporte de las mujeres por trabajos en el hogar. Las cifras son en verdad impactantes. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) y varias otras entidades académicas han realizado investigaciones más recientes que ponen en evidencia que el trabajo doméstico mantiene enorme relevancia en términos de su valor económico directo e indirecto.

     Ahora, si de los datos cuantitativos pasamos a considerar los aspectos cualitativos del modo de ser del trabajo y de la economía familiar, tomaremos conciencia de su verdadera importancia, comprenderemos su racionalidad altamente solidaria, apreciaremos la calidad de los bienes y servicios incomparablemente superior a la de los equivalentes o sustitutos que ofrece el mercado. Definitivamente caeremos en la cuenta del significado de la economía familiar en términos de la calidad de vida que proporciona.

     La presencia de solidaridad en la economía doméstica casi no requiere explicitación. La cooperación en el trabajo y la comunidad en el consumo de los bienes y servicios son evidentes. La economía doméstica se desenvuelve tradicionalmente en base a relaciones de comensalidad y convivialidad en el más alto grado de integración: entre los miembros de la familia no sólo se dan relaciones solidarias sino, aún más estrechamente, se manifiesta la unidad íntima que resulta del amor y la consanguineidad. Como observó Hegel, "el matrimonio no es, en su base esencial, una relación contractual, sino al contrario, precisamente un salir del punto de vista contractual que es propio de las personalidades independientes en su individualidad, para anularlo". En la base de la formación del grupo familiar se encuentra una libre decisión de dos personas autónomas que consienten en unir sus existencias individuales, y que forman una comunidad permanente, reconocida socialmente, que se amplía luego de manera natural con los hijos sin que entre éstos y sus padres medie contrato alguno, incorporando también a menudo otras relaciones de parentesco natural o político. Flujos de donación y reciprocidad se verifican permanentemente entre los miembros de la unidad familiar, que vienen a reforzar el carácter solidario de la integración económica de la familia en sentido amplio. En la familia nuclear e incluso más allá de ella se disuelven a menudo las propiedades individuales, constituyéndose un patrimonio familiar cuya posesión y uso es compartido por todos los integrantes del grupo en función de las necesidades de cada uno y de la familia como tal.

     Un aspecto en el cual las relaciones características de la economía solidaria son contradichas por la actual conformación de la familia es la división del trabajo entre hombres y mujeres, en cuanto definida no por razones técnicas sino en base a roles asignados por motivos de género. Ya vimos como tal división de roles es en gran medida resultado de la influencia que ejercieron sobre la familia las transformaciones económicas que se verificaron con la expansión del trabajo asalariado en la economía industrial. Como consecuencia de esas mismas transformaciones se advierte también en la familia moderna una reducción del ámbito en que vigen relaciones de comensalidad, junto a la penetración al interior de la economía doméstica de formas de relaciones de intercambio y de una acentuación del sentido de propiedad individual sobre numerosos bienes.

     Es interesante observar que estos aspectos no solidarios son en alguna medida contradictorios con la naturaleza misma de la familia, de manera que en ésta y por razones de su propia integración y desarrollo han empezado a aparecer tendencias orientadas a revertirlos. En este sentido varias de las reivindicaciones feministas constituyen una reacción contra distorsiones de la familia, por lo que es esperable que al menos en parte puedan encontrar adecuada satisfacción en el marco de la economía de solidaridad y específicamente en la ampliación y recuperación del contenido económico de la familia.

     Cabe destacar, además, que están en curso una serie de fenómenos culturales, sociales y económicos que inciden en una ampliación de los espacios de la economía familiar y de las relaciones de comensalidad en ésta. Entre tales fenómenos podemos mencionar el incremento de la desocupación estructural en la economía heterónoma, la reducción de la jornada laboral y la disminución de la edad de pensionamiento, que liberan fuerza de trabajo que se desplaza hacia la economía doméstica. Ello da lugar a la formación de numerosas microempresas familiares, o a la ejecución de trabajos y servicios que generan ingresos complementarios a las familias.

     Otro fenómeno que contribuye a la expansión de la economía familiar se relaciona con el desarrollo tecnológico, que ha llevado al seno del hogar un conjunto de máquinas electrodomésticas y electrónicas que prestan servicios eficientes y facilitan el trabajo doméstico. Consecuencia directa de ello es el incremento de la productividad del trabajo familiar, que en tal modo tiende a convertirse en una alternativa de ocupación eficiente de la fuerza de trabajo disponible. Junto a esto, cabe mencionar el desarrollo de los medios de comunicación, de la informática y la computación personal, que abren nuevas vías de solución de problemas y formas de trabajo que pueden ejecutarse sin necesidad de salir de la casa. En base a esto se están abriendo dimensiones completamente inéditas a la economía familiar, que será conveniente explorar e investigar.

     Por otro lado, se están verificando cambios culturales acelerados especialmente en la relación entre los sexos y entre padres e hijos, que llevan a compartir tareas y trabajos domésticos, incorporando a la economía familiar una mayor cantidad y variedad de fuerza de trabajo. Aumenta la participación de los varones en actividades que hasta hace poco eran consideradas de responsabilidad principal de la mujer, y se difunde la realización doméstica de algunos trabajos particulares (el conocido "hágalo Ud. mismo" o bricolage), que producen bienes alternativos a los del mercado.

     Este conjunto de fenómenos se manifiestan con diversa intensidad en los diferentes sectores sociales. Aunque se dan en todos los estratos, puede apreciarse que la economía familiar tiende a desarrollarse más rápidamente en los sectores populares de menores ingresos, donde las experiencias de economía de solidaridad alcanzan mayor desarrollo, y en que el papel más destacado corresponde a la mujer. Podemos proponer una explicación estrictamente económica de este hecho.

     La decisión de trabajar de manera asalariada (en la economía heterónoma) o en forma autónoma (en la economía familiar), suele ser tomada atendiendo a los costos y beneficios implicados en cada opción. En los sectores populares y particularmente entre las mujeres, los ingresos posibles de esperar por trabajo asalariado suelen ser bastante bajos, mientras los costos implicados por esa opción son elevados en razón de los gastos de transporte y de la imposibilidad de reemplazar el propio trabajo doméstico por trabajo externo. Para que asalariar el propio trabajo sea rentable es preciso que los ingresos que se obtengan superen los costos de transporte, vestuario, alimentación fuera del hogar y otros implicados, más los costos que signifique reemplazar (comprando en el mercado) aquellos bienes y servicios que dejan de ser realizados en el hogar. En la medida que el trabajo doméstico acrecienta su productividad por las razones anotadas anteriormente, tiende a hacerse menos interesante para la mujer popular acceder a un trabajo asalariado externo, especialmente cuando -como sucede en muchos casos- el trabajar en una empresa implica un significativo incremento del esfuerzo global que realiza, pues ambos trabajos tienden a sumarse en un tiempo que resulta adicionalmente disminuido porque necesariamente ha de destinarse al transporte entre la casa y la empresa. Por ello en los sectores populares y especialmente para las mujeres, la participación en formas económicas familiares, y aún más si se efectúa en unidades económicas asociativas establecidas cerca del hogar (que proporcionan otras satisfacciones y beneficios extraeconómicos) resulta una alternativa altamente conveniente.

     Múltiples son, pues, los motivos y situaciones que van abriendo caminos que conducen a la economía de solidaridad, desde la situación en que se encuentran hoy la mujer y la familia y a partir de sus búsquedas de mayor realización.

 

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