XXXVII. A la misma hora en que Marcel denostaba a Vicente Huidobro

XXXVII.

 

A la misma hora en que Marcel denostaba a Vicente Huidobro, por una extraña y misteriosa sincronía que se da a veces en este mundo, Fernando San Julián, sentado solo en su pieza a muchos kilómetros de distancia hacia el sur, rezaba a Dios con otros versos del mismo poeta:

“Por si acaso eres Dios, vengo a pedirte una cosa

en olas rimadas con fatigas de prosa.

Hay en el mundo una mujer, acaso la más triste, sin duda la más bella;

protégela, Señor, sin vacilar; es ella.

Y si eres realmente Dios y puedes más que mi amor,

ayúdame a cuidarla de todos los peligros, Señor.

Como tú, Señor, tengo los brazos abiertos aguardándola a ella.

Así lo he prometido y me fatigan tantos siglos de espera.

Se me caen los brazos como aspas rotas sobre la tierra.

¿No podrías, Señor, adelantar la fecha?

Señor, en la noche de tu cielo pasó una vez un aerolito

llevándose un voto suyo y su mirada al infinito.

Hasta el fin de los siglos seguirá rodando nuestro anhelo ahí escrito.

Señor, ahora de verdad estoy enfermo,

una angustia insufrible me está mascando el pecho.

Y ese aerolito me señala el camino.

Amarró nuestras vidas en un solo destino.

Nos ha enlazado el alma mejor que todo anillo.

Pero Señor, ella es débil y tenue como un ramo de sollozos.

Mirarla es un vértigo de estrellas en el fondo de un pozo.

Los ruiseñores del delirio cantaban en sus besos.

Se llenaba de fiebre el tubo de los huesos.

Alguien plantó en su alma viles hierbas de duda y ya no cree en mí.

Pruébame que eres Dios, y en tres días de plazo llévame de aquí.”


 

Después de darse un largo baño caliente Florencia se durmió profundamente. Despertó veintiocho horas después. Miró el reloj. Era mediodía. Se dio cuenta de que había transcurrido un día y una noche y medio día más. Se sentía mejor, el sueño había sido, como suele decirse, reparador. El sol entraba por la ventana y acariciaba sus piernas. Fue a la cocina y se sirvió un tazón de leche con chocolate. Se vistió y salió a caminar, sin saber hacia donde. Era solamente que no quería estar en ese lugar. Al salir a la calle vio un manchón de sangre y el perfil de un cuerpo dibujado con tiza, Los automóviles pasaban por encima. Se estremeció, sintió arcadas, pero continuó alejándose rumbo al Parque Forestal.


 

Se sentó en una banca a la sombra de un jacarandá florecido de un azul violáceo intenso que hacía palidecer el azul de sus propios ojos que lo miraban. Era su árbol preferido, no solamente por la hermosura de sus tupidos racimos de flores que permanecen largamente vivas en las ramas sino también porque florecía dos veces al año, en primavera y en otoño. Como ella, que había florecido en la primavera de la vida, y Fernando San Julián, que lo había hecho en su otoño. Éste es nuestro árbol. Lo pensaré siempre como símbolo del amor que tuvimos. Que tuvimos pero que terminó por mi culpa. Pero en algún lugar secreto de su alma sentía que todavía lo amaba, y que también él la amaba a ella. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Lloró, lloró largo rato. Hasta que sintió que una joven que se sentó a su lado le habló.

— ¡Hola! ¿Qué tienes?

Florencia la miró. Era una joven de su edad, más delgada y larguirucha, que la miraba con afecto.

— ¿Quién eres?

— Me llamo Josefina. ¿Y tú?

— Florencia. ¿Qué haces?

— Estaba paseando en el parque y te ví tan triste que me acerqué a ver si puedo consolarte. Soy estudiante de antropología en la U de Chile. Y tú ¿qué haces?

— Estudio también en la Chile, Física, aunque no sé si todavía soy alumna porque dejé de ir a clases cuando terminó el primer semestre, y no sé si quiero retomar.

— ¿Quieres contarme lo que te pasa?

Florencia la miró a los ojos y sintió que podía confiar. Necesitaba desahogarse, contarle todo a alguien, sacar de su mente la angustia, la pena, el amor, los temores que tenía. Le mencionó también su síndrome de Asperger. Josefina la escuchó en silencio. Solamente cuando le pareció que Florencia había terminado de desahogarse y la vio que estaba ya tranquila le dijo:

— Búscalo.

— ¿Qué? ¿A quién?

— A tu profesor. ¿A quién si no?

— ¿Crees...?

— Sí, creo.

— ¿Segura?

— Debe estar tan triste como tú. O más.

Josefina se levantó del asiento, le dio un beso en la mejilla y se alejó dejando a Florencia con sus pensamientos ya más ordenados.

Media hora después Florencia se levantó. Se había decidido a buscarlo. Le diría que la perdonara, que lo amaba. Le contaría todo, todo. Si después de contale todo él todavía la quisiera, no lo dejaría nunca más. Tomó la micro que la llevaba directo a la universidad.


 

Se detuvo en el umbral del ingreso a la Facultad. Respiró hondo tres veces, y caminó decidida hacia el departamento donde estaba la oficina de San Julián. Le extrañó que en lugar de Cecilia había otra secretaria, más joven y mucho menos amable.

— Soy alumna de la Facultad. ¿Está la señora Cecilia, la secretaria de los profesores?

—Ya no trabaja aquí. Ahora soy yo la secretaria. ¿Qué quieres? ¿Cómo te llamas?

— Soy Florencia Solís. Vengo a ver al doctor San Julián. ¿Le puede avisar por favor?

— Ah, sí. Algún profesor me ha preguntado por ti, que no te has aparecido en clases en este semestre.

— He tenido problemas; pero por favor ¿puede decirle al profesor que necesito hablar con él?

— El profesor ya no trabaja aquí. Fue despedido por incumplimiento de deberes.

— ¿¡Qué!? No es posible.

Sin pedir ni esperar mayores explicaciones se dirigió a la puerta de la oficina donde había estado tantas veces. Abrió la puerta y entró. Una mujer la miró extrañada de que irrumpiera de ese modo en su oficina.

— ¿Qué quieres? ¿Quién eres?

Florencia recorrió el estudio con la mirada. No quedaban vestigios de lo que ella había puesto y ordenado en ese estudio. Miró al muro. En vez del cuadro de los caballos había una reproducción de una pintura abstracta.

— Nada, discúlpeme. Buscaba a una persona. Parece que me equivoqué.

Salió sin despedirse de la secretaria; pero volvió luego sobre sus pasos.

— Discúlpeme, por favor. ¿Sabe usted dónde puedo encontrar a don Fernando San Julián? Necesito verlo urgente.

— Ni idea. Ni siquiera lo conozco.

Florencia ya se retiraba cuando la secretaria le djo:

— Espere. Déjeme ver el listado telefónico. Sí, aquí hay un número.

Lo anotó en un pequeño papel y se lo pasó a Florencia.

— Debe ser el teléfono de su casa.

Florencia tomó el papel y lo miró. Ella conocía ese número porque alguna vez lo había llamado a la casa. Dio las gracias a la secretaria, se despidió y se alejó, decidida a no volver nunca a pisar esa Facultad. ¡Lo juro!

Marcó el número en el primer teléfono público que encontró. Le respondió un pitido extraño. Insistió muchas veces, siempre con el mismo resultado. Volvió a intentarlo en la noche desde su departamento, y al día siguiente. Pero nada. Finalmente decidió consultar en la compañía de teléfonos qué pasaba con ese número. Así supo que ese teléfono ya no existía, porque su titular habia solicitado anularlo. No podía saber que Roberta, la ex-esposa de Fernando, había cambiado el teléfono de su casa por otro, para evitar continuando responder llamados que hacían los estudiantes a su profesor.


 

Florencia no sabía donde vivía Fernando por lo que no pudo ir a buscarlo a su casa. Después de mucho pensarlo se le ocurrió que Cecilia, la antigua secretaria de los profesores, seguramente sabría donde residía. Le habían dicho que ella ya no estaba en la Facultad, pero así como estaba el teléfono del profesor, seguramente también estaría el de Cecilia.

Aunque había jurado no pisar nunca más la Facultad, volvió casi corriendo para alcanzar a encontrarse con la nueva secretaria. La encontró cuando ella ya estaba guardando sus cosas para retirarse.

— Ya terminé por hoy. Vuelve mañana, sea lo que sea que quieras.

— Por favor señorita. Es sólo que necesito el número de la señora Cecilia, la antigua secretaria. Sea buena ...

— Ya te dije. Mañana estoy aquí desde las ocho y media. Ahora ya cerré todo y me fuí.

A Florencia no le quedaba más que resignarse. Y aunque por dentro estaba furiosa, no se lo podía decir porque necesitaba ese número.

— Está bien. Mañana vuelvo.


 

Llegó a las ocho. El escritorio de la secretaria estaba vacío. Pensó en urgar en sus papeles para encontrar el número, pero desistió temiendo que ella pudiera llegar en cualquier momento. No era el caso de arriesgarse a que ella le negara toda ayuda. Se sentó en la escalera de ingreso para esperarla. Dos de sus compañeros de curso se le acercaron, le preguntaron por qué no había ido a clases. Ella les dio una explicación cualquiera. Ellos le aseguraron que podían prestarle sus apuntes para que los fotocopiara en el caso de que quisiera volver a clases. Un cuarto para las nueve llegó la secretaria, que demoró diez minutos en ponerse a trabajar. Después de que atendió a dos profesores, una hora después Florencia volvió a salir de la Facultad con el número del teléfono de Cecilia anotado en un papel. Lo marcó en el primer teléfono público que encontró.

— ¡Aló! Diga!

— ¿Hablo con la señorita Cecilia, la secretaria de la Facultad?

— Ya no soy secretaria. Me despidieron sin siquiera agradecerme tantos años de servicio. Y no quiero saber nada de ellos.

Iba a cortar, pero la curiosidad le ganó a su rabia. Temiendo Florencia que Cecilia cortara el llamado se apresuró a decirle:

— La entiendo. Yo también estoy furiosa con ellos. Mire, soy Florencia Solís, alumna del profesor don Fernando San Julián. ¿Se acuerda de mí?

— Por supuesto que me acuerdo. Por su culpa me despidieron.

— ¿Mi culpa? No entiendo...

— No. Por culpa del profesor. Pero dígame qué quiere.

— Es que necesito hablar con él y no sé donde encontrarlo. Pensé que a lo mejor usted sabría decirme algo.

— Mmm. También yo quisiera hablar con él. En fin, si quiere venga a mi casa y conversamos. Estoy a pocas cuadras de la universidad.

— Por supuesto. Podría ir ahora mismo, si puede recibirme.

— Bien. Anota mi dirección. Te esperaré si vienes ahora. A las tres tengo que salir y ya no vuelvo hasta la noche.

— Voy ahora mismo. Dígame la dirección.


 

El departamento de Cecilia era bastante parecido al que los padres de Florencia habían arrendado para ella. Pero se diferenciaba en que estaba lleno de muebles, de floreros y de objetos de decoración y artesanales de los más variados tipos, casi todos los cuales eran regalos que le habían hecho los profesores en el día de la secretaria, o cuando volvían de algún viaje al extranjero, a lo largo de años y años.

Cecilia invitó a Florencia al pequeño living y le ofreció un té. Empezó por contarle largamente y con detalle lo que ella había hecho por la Facultad, que tan mal la había tratado. Le habló pestes del doctor Fuenzalida que la había despedido. Al final le contó con detalles todo lo que había pasado con el profesor San Julián. Cómo lo habían despedido por faltar a clases durante un mes entero.

— El mismo mes que faltaste tú, lo recuerdo bien. Yo creo que tú tienes la culpa de todo lo malo que le pasó a el, y también a mí. ¿Me equivoco?

Florencia se ruborizó y bajo la cabeza, asintiendo sin decir palabra.

— En fin, niña. Ya está hecho. Y aunque el profesor tiene la culpa de que me echaran, lo quiero mucho porque fue siempre amable y generoso conmigo. ¡El mejor, lejos!

— Es un profesor y un hombre excelente — acotó Florencia porque el silencio de Cecilia le indicaba que debía decir algo.

Entonces Ceclia se decidió a contarle todo lo que sabía sobre el profesor. Lo que le había pasado en la Facultad, y lo que le había ocurrido en su casa.

— Se divorciaron. Y creo que tú tienes la culpa, niñita vanidosa.

Florencia cerró los ojos. Sí, era culpable. Se sintió mal, muy mal.

Cecilia agregó algo que la hizo sentir aún peor:

— En veinte años que lo conozco, que lo he visto todos los días, ¡nunca se dejó tentar por nadie! ¡Nunca! Hasta que llegaste tú y lo sedujiste.

Florencia, que había bajado la cabeza dejando que su cabellera ocultara unas lágrimas que asomaron a sus ojos, preguntó:

— ¿Sabe donde puedo encontrarlo?

— Ni idea. Su esposa lo echó de la casa y se quedó con su automóvil. Lo sé porque fui a verlo para hablar con él. Y el teléfono de su casa ya no existe.

Después de unos segundos de silencio Cecilia agregó:

— Pero yo creo que tú debes saber donde encontrarlo. Te veía salir con él, y varias veces los ví que estaban los dos desaliñados al volver el dia siguiente. A una buena secretaria no se le escapa nada. Y, por supuesto, nunca dije nada a nadie, porque una secretaria se llama así porque guarda los secretos. Y, debes saber que es fácil que una secretaria se encariñe con un jefe como él.

Florencia la miró con afecto. Intuyó que ella también se había enamorado de Fernando. De un hombre así cualquiera se enamora. Cecilia ya no quiso decir nada más, pensando que se había excedido en sus confidencias con la muchacha que tenía delante. Se levantó dando señal de que tenía que hacer algo, y agregó:

— El asunto es que no sé como encontrarlo, y es urgente que hable con él. Búscalo donde tú sabes que podrías encontrarlo. Tal vez en lo de los caballos de carrera. No sé. Tú tienes que saber. Y por favor, no dejes de decirle que necesito verlo.

Florencia le aseguró que seguiría buscándolo y que no dejaría de darle su recado.

Al día siguiente muy temprano Florencia tomaba el tren rumbo al sur. Necesitaba encontrar a Fernando. Necesitaba urgentemente amar y ser amada.


Luis Razeto

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