SE CREEN LA META, EL FIN Y LA ESENCIA, CUANDO NO SON SINO LOS LACAYOS - Antoine De Saint-Exúpery

SE CREEN LA META, EL FIN Y LA ESENCIA, CUANDO NO SON SINO LOS LACAYOS

Porque no nos entendemos sobre la realidad. Yo llamo realidad, no lo que es mensurable en una balanza (de la cual me burlo, puesto que no soy una balanza, y me importan poco las realidades de la balanza). Sino a lo que pesa en mí. Y sobre mí pesa ese rostro triste, o esa cantata, o ese fervor en el imperio, o esa piedad por los hombres, o esa cualidad de la diligencia, o ese gusto de vivir, o esa injuria, o ese peso, o esa separación, o esa comunión en la vendimia (mucho más que las uvas vendimiadas, pues aun cuando las lleve a otra parte para venderlas, yo he recibido lo esencial. Lo mismo que aquel hombre que debía ser condecorado por el rey y que participó de la fiesta, gozó de su esplendor, recibió las felicitaciones de sus amigos, y conoció también el orgullo del triunfo; mas el rey murió de una caída del caballo antes de haber colgado de su pecho el objeto de metal. ¿Me dirás que no ha recibido nada ese hombre?).

La realidad para tu perro es un hueso. La realidad para tu balanza es un peso neto. Pero la realidad para ti es de otra naturaleza.

Por eso tengo por fútiles a los financieros y por razonables a las danzarinas. No que desprecie la obra de los primeros, sino que desprecio su afectada gravedad, su seguridad y su satisfacción de sí mismos. Pues ellos se creen la meta, el fin y la esencia, cuando no son sino los lacayos. Y sirven ante todo a las danzarinas.

Pues no te engañes sobre el sentido del trabajo. Hay trabajos urgentes. Como el de las cocinas de mi palacio. Pues si no hay alimento no hay hombre. Y conviene que primero sean alimentados los hombres, vestidos y abrigados. Conviene que sean, simplemente. Y tales servicios son urgentes ante todo. Pero lo importante no es eso, sino su calidad única. Y las danzas, los poemas, los cinceladores de los pisos de arriba, y el geómetra y el observador de las estrellas, que permiten ante todo el trabajo de las cocinas, son los únicos que honran al hombre, y que le dan un sentido.


(De la Nota 113)

 

QUIEN AMA EL BIEN ES INDULGENTE CON EL MAL

 

Me acordé de ese profeta de mirada dura que, para colmo, era bizco. Me vino a ver, y la cólera lo poseía. Una cólera sombría.

—Conviene -me dijo- exterminarlos.

Y yo comprendí que tenía el gusto de la perfección. Pues sólo es perfecta la muerte.

—Pecan -dijo.

Yo callaba. Veía claramente bajo mis ojos su alma tallada como una espada.

Pero pensaba:

« Existe por el mal. No existe más que para el mal. ¿Qué sería de él, pues, sin el mal?» .

—¿Qué deseas -le pregunté- para ser venturoso?

—El triunfo del bien.

Y comprendí que mentía. Pues llamaba ventura al desuso y la herrumbre de su espada.

Y se me presentaba poco a poco esta verdad deslumbrante: que quien ama el bien es indulgente con el mal. Que quien ama la fuerza es indulgente con la debilidad. Pues si las palabras se sacan la lengua, el bien y el mal, sin embargo, se mezclan, y los malos escultores son abono para los buenos escultores; y la tiranía forja contra ella las almas altivas, y el hambre provoca la repartición del pan, el cual es más dulce que el pan. (...)

—Luchas contra el mal -le dije-, y toda lucha es una danza. Y obtienes tu placer del placer de la danza, luego del mal. Yo preferiría que danzaras por amor.

—Si te he entendido bien -se enfureció el profeta bizco- ¡yo debería tolerar el vicio!

—No. No has entendido nada -le respondí.

(De la Nota 118)

 

¿NO ES PREFERIBLE, ANTES DE EXTIRPAR EL MAL, AUMENTAR EL BIEN?

 

Porque volvió a verme ese profeta de duros ojos que noche y día abrigaba un furor sagrado y que, por añadidura, era bizco:

—Conviene -me dijo- obligarlos al sacrificio.

—Verdad -le respondí-, porque es bueno que una parte de sus riquezas les sea quitada de sus provisiones, empobreciéndolos un poco, pero enriqueciéndolos con el sentido que éstas tomarán entonces. Porque no valen nada para ellos, si no forman parte de un rostro.

Pero él no escuchaba, enteramente ocupado por su furor.

—Es bueno -decía- que se hundan en la penitencia…

—Verdad -le respondí-, porque al faltarles el alimento los días de ayuno,

conocerán la alegría de salir de él, o se harán solidarios con los que ayunan por fuerza, o se unirán a Dios cultivando su voluntad, o simplemente evitarán volverse demasiado gruesos.

Entonces el furor lo arrastró:

—Ante todo es bueno que sean castigados.

Y comprendí que no toleraba al hombre más que encadenado sobre un

camastro, privado de pan y de luz en una celda.

—Porque conviene -dijo- extirpar el mal.

—Te expones a extirparlo todo -le respondí. ¿No es preferible, antes de extirpar el mal, aumentar el bien? ¿E inventar fiestas que ennoblezcan al hombre? ¿Y vestirlo con vestiduras que lo tornen menos sucio? ¿Y nutrir mejor sus niños para que puedan embellecerse con la enseñanza de la plegaria sin absorberse en el padecimiento de sus vientres?

”Porque no se trata de limitar los bienes debidos al hombre, sino de salvar los campos de fuerza que gobiernan su calidad y los rostros que hablan a su espíritu y a su corazón.

”Aquellos que pueden construirme barcas, los haré navegar en sus barcas y pescar los peces. Pero aquéllos que pueden botar navíos, los haré botar navíos y conquistar el mundo.

—Entonces ¡deseas podrirlos por las riquezas!

-Nada de lo que es provisión hecha me interesa, y tú no has comprendido nada -le dije.

 

(De la Nota 139)