LOS HOMBRES

texto

de Pablo Neruda

COMO la copa de la arcilla era 
la raza mineral, el hombre 
hecho de piedras y de atmósfera, 
limpio como los cántaros, sonoro. 
La luna amasó a los caribes, 
extrajo oxígeno sagrado, 
machacó flores y raíces. 
Anduvo el hombre de las islas 
tejiendo ramos y guirnaldas 
de polymitas azufradas, 
y soplando el tritón marino 
en la orilla de las espumas.

El tarahurnara se vistió de aguijones
y en la extensión del Noroeste
con sangre y pedernales creó el fuego,
mientras el universo iba naciendo
otra vez en la arcilla del tarasco:
los mitos de las tierras amorosas, 
la exuberancia húmeda de donde 
lodo sexual y frutas derretidas 
iban a ser actitud de los dioses 
o pálidas paredes de vasijas.

Como faisanes deslumbrantes 
descendían los sacerdotes 
de las escaleras aztecas. 
Los escalones triangulares 
sostenían el innumerable 
relámpago de las vestiduras. 
Y la pirámide augusta, 
piedra y piedra, agonía y aire, 
en su estructura dominadora 
guardaba como una almendra 
un corazón sacrificado. 
En un trueno como un aullido 
caía la sangre por
las escalinatas sagradas. 
Pero muchedumbres de pueblos 
tejían la fibra, guardaban 
el porvenir de las cosechas, 
trenzaban el fulgor de la pluma, 
convencían a la turquesa, 
y en enredaderas textiles 
expresaban la luz del mundo.

Mayas, habíais derribado 
el árbol del conocimiento. 
Con olor de razas graneras 
se elevaban las estructuras 
del examen y de la muerte, 
y escrutabais en los cenotes, 
arrojándoles novias de oro, 
la permanencia de los gérmenes.

Chichén, tus rumores crecían 
en el amanecer de la selva. 
Los trabajos iban haciendo 
la simetría del panal 
en tu ciudadela amarilla, 
y el pensamiento amenazaba 
la sangre de los pedestales, 
desmontaba el cielo en la sombra, 
conducía la medicina, 
escribía sobre las piedras.

Era el Sur un asombro dorado. 
Las altas soledades
de Macchu Picchu en la puerta del cielo 
estaban llenas de aceites y cantos, 
el hombre había roto las moradas 
de grandes aves en la altura, 
y en el nuevo dominio entre las cumbres 
el labrador tocaba la semilla 
con sus dedos heridos por la nieve.

El Cuzco amanecía como un 
trono de torreones y graneros 
y era la flor pensativa del mundo 
aquella raza de pálida sombra 
en cuyas manos abiertas temblaban 
diademas de imperiales amatistas. 
Germinaba en las terrazas
el maíz de las altas tierras 
y en los volcánicos senderos 
iban los vasos y los dioses. 
La agricultura perfumaba 
el reino de las cocinas 
y extendía sobre los techos 
un manto de sol desgranado.

(Dulce raza, hija de sierras, 
estirpe de torre y turquesa, 
ciérrame los ojos ahora, 
antes de irnos al mar 
de donde vienen los dolores.)

Aquella selva azul era una gruta 
y en el misterio de árbol y tiniebla 
el guaraní cantaba como 
el humo que sube en la tarde, 
el agua sobre los follajes, 
la lluvia en un día de amor, 
la tristeza junto a los ríos.

En el fondo de América sin nombre 
estaba Arauco entre las aguas 
vertiginosas, apartado
por todo el frío del planeta.
Mirad el gran Sur solitario. 
No se ve humo en la altura. 
Sólo se ven los ventisqueros 
y el vendaval rechazado 
por las ásperas araucarias. 
No busques bajo el verde espeso 
el canto de la alfarería.

Todo es silencio de agua y viento.

Pero en las hojas mira el guerrero.
Entre los alerces un grito.
Unos ojos de tigre en medio
de las alturas de la nieve.

Mira las lanzas descansando. 
Escucha el susurro del aire 
atravesado por las flechas. 
Mira los pechos y las piernas 
y las cabelleras sombrías 
brillando a la luz de la luna.

Mira el vacío de los guerreros.

No hay nadie. Trina la diuca 
como el agua en la noche pura.

Cruza el cóndor su vuelo negro.
No hay nadie. Escuchas? Es el paso 
del puma en el aire y las hojas.

No hay nadie. Escucha. Escucha el árbol, 
escucha el árbol araucano.

No hay nadie. Mira las piedras.

Mira las piedras de Arauco.

No hay nadie, sólo son los árboles.

Sólo son las piedras, Arauco.