ÉTICA E INTERVENCIÓN SOCIAL

Cecilia Dockendorff

 

 

RESUMEN

 

La pregunta que se aborda en este trabajo no se refiere a la posibilidad de elaboración de una ética integrativa que se sustente en el análisis de las problemáticas que enfrenta el mundo contemporáneo, sino que apunta a dilucidar la posibilidad de que tal ética sea adoptada en la práctica social. ¿Basta la solidez argumental para que sea aceptada? ¿Basta con que la validen personas y culturas diferentes? ¿Cómo llegan las nuevas ideas a formar parte de nuestra sociedad?

Este problema es abordado con el concepto de intervención social, requiriendo —además de repensar la ética—, conocer las implicancias del modo de operar de la sociedad contemporánea y, en particular, las condiciones que impone para que las nuevas propuestas lleguen a ser adoptadas.

En una primera parte se presenta una caracterización de la sociedad contemporánea como sociedad del conocimiento, destacando la posibilidad que nos da de distinguir entre expectativas cognitivas y normativas, abordando así el papel que se le puede asignar a la ética. En una segunda parte, se expone lo que la teoría de sistemas sociales ofrece como descripción del operar de la sociedad moderna y lo que se puede esperar de las propuestas éticas. En una tercera parte se analizan las posibilidades concretas de intervención social que se desprenden de dicha teoría, para finalmente en una cuarta parte, reflexionar sobre la ética en su papel de orientar nuestra intervención social.

 

 

1. Planteamiento del problema.

 

Se nos ha convocado a reflexionar sobre los desafíos éticos que surgen en el mundo complejo en el que hemos llegado a vivir. En particular se nos exhorta a “repensar la ética”, con miras a llegar a una “ética integrativa”, que se sustente en el análisis de las diversas problemáticas que enfrenta la sociedad contemporánea. ¿Cuán factible es esta empresa? No cabe duda que la capacidad de reflexión —no sólo de este grupo de personas que aportan su pensamiento en este libro—, sino de miles más en el planeta, permite “repensar la ética” e incluso desarrollar y fundamentar esa “ética integrativa”. La empresa es, por ende, factible. La pregunta que me surge entonces no apunta a la capacidad de formulación de una nueva ética sino a cuán viable sería tal empresa, entendida la viabilidad como la posibilidad de que sea adoptada en nuestra compleja sociedad contemporánea. ¿Basta la solidez argumental para que sea aceptada? ¿Basta con que la validen personas y culturas diferentes? En concreto, ¿cómo llegan las nuevas ideas a formar parte de nuestra sociedad?

Este problema es el que abordaré aquí con el concepto de intervención social, y ello requiere —además de repensar la ética— repensar la sociedad contemporánea, entendiendo por repensar —en este caso—, el conocer las implicancias de su modo de operar y, en particular, las condiciones que la sociedad contemporánea impone para que las nuevas propuestas lleguen a ser adoptadas.

En lo que sigue me propongo desarrollar una reflexión en torno a las posibilidades que tenemos como individuos o colectivos motivados “éticamente” por incidir en el acontecer de nuestra sociedad, pero que no participamos necesariamente en los ámbitos socialmente vinculantes como el derecho o la política,  sino desde el lugar de la sociedad que se puede denominar genéricamente como la sociedad civil, o la ciudadanía.

Mi argumento se sustenta en un análisis sociológico de la sociedad contemporánea, a partir de teorías recientes que permiten develar las condiciones de posibilidad que enmarcan la capacidad de incidencia social por parte de dichos individuos y colectivos. En una primera parte, presentaré someramente una caracterización de la sociedad contemporánea como sociedad del conocimiento, destacando la posibilidad que nos da de distinguir entre expectativas cognitivas y normativas, abordando así el papel que se le puede asignar a la ética. En una segunda parte, expondré lo que la teoría de sistemas sociales ofrece como descripción del operar de la sociedad moderna y lo que se puede esperar de las propuestas éticas para la sociedad contemporánea. En una tercera parte, discuto las posibilidades concretas de intervención social que se desprenden de dicha teoría, para finalmente en una cuarta parte, reflexionar sobre la ética en su papel de orientar nuestra intervención social.

 

 

2.- ¿Cómo caracterizar nuestra sociedad contemporánea?

 

Si nos atenemos al diagnóstico social que nos ofrece la convocatoria a esta elaboración, encontramos características que abarcan distintos campos y niveles de fenómenos. Se mencionan cambios acelerados en los procesos económicos, políticos, sociales y culturales; impacto de los avances tecnológicos, científicos y de los medios de información; se destacan la globalización, la hipercompetencia, la bioingeniería, la informática, la conciencia ecológica, los problemas de gobernabilidad, la cuestión ambiental, las transformaciones demográficas, las desigualdades sociales, los retrasos  educacionales, entre otros. Ante semejante panorama, ¿cómo no estar de acuerdo en que “todas estas transformaciones nos desconciertan y desorientan”? Pero hay más, el diagnóstico afirma que surgen de manera acuciante las cuestiones éticas, porque “la propia ética se encuentra en crisis”.

Si nos detenemos un poco más en el diagnóstico mencionado podemos preguntarnos: ¿Por qué nos desconciertan tanto las transformaciones sociales? ¿Son éstas en realidad mayores o más amenazantes que en otras épocas? ¿Por qué se encuentra en crisis la ética de fundamento tradicional? ¿Desde cuándo lo está? ¿No será que nos falta comprender mejor el tipo de sociedad en la que vivimos y su proceso de evolución hasta la actualidad? La teoría sociológica tiene aportes importantes que ofrecer al respecto, no sólo para entender algo más claramente la complejidad social actual sino —y esto es lo importante para esta reflexión—, para afinar nuestro diagnóstico sobre bases más “realistas” —en el sentido de adecuadas a las condiciones de posibilidad— que permitan una intervención social con algún grado de factibilidad.

De entre todas las ofertas explicativas de la sociedad contemporánea, nos quedaremos con dos acercamientos que —a mi juicio— permiten una mejor comprensión tanto del papel de la ética como de qué es lo que deberemos considerar a la hora de intentar incidir en el devenir social. La primera es la que describe a la sociedad contemporánea como “sociedad del conocimiento” (Sakaiya, 1995; Unesco, 2005; Stehr,1994 en Krüger, 2006), y la segunda corresponde a la teoría de sistemas sociales que describe la compleja sociedad moderna como “funcionalmente diferenciada” o “policéntrica” (Luhmann, 1991, 2007). Ambas nos sitúan ante la básica distinción entre orientaciones normativas versus orientaciones cognitivas para comprender y actuar en el mundo, distinción que nos servirá para ubicar el papel de la ética en la sociedad contemporánea. Adicionalmente, la teoría de sistemas sociales nos proveerá de las claves para situarnos “realistamente” ante la posibilidad de intervención social.

Entre las utilizaciones más difundidas del concepto de “sociedad del conocimiento” (no pretendo cubrirlas todas) está la de Unesco, cuyo informe mundial de 2005 se titula precisamente: Hacia las sociedades del conocimiento. El informe cuenta con las aportaciones de un gran número de especialistas, entre los cuales podemos destacar a José Joaquín Brunner, Néstor García Canclini, Manuel Castells, Régis Debray, Jacques Derrida, Bruno Latour, Alain Touraine, Gianni Vattimo y Nico Stehr, por nombrar algunos de los más conocidos. Si partimos con una cita de la introducción de dicho Informe Mundial, podremos tener una idea de lo que en este contexto se entiende por sociedad del conocimiento:

“Los cambios radicales provocados por la tercera revolución industrial –la de las nuevas tecnologías– han creado de hecho una nueva dinámica, porque desde mediados del siglo XX la formación de las personas y los grupos, así como los adelantos científicos y técnicos y las expresiones culturales, están en constante evolución… En nuestros días, se admite que el conocimiento se ha convertido en objeto de inmensos desafíos económicos, políticos y culturales, hasta tal punto que las sociedades cuyos contornos empezamos a vislumbrar bien pueden calificarse de sociedades del conocimiento. Si, por regla general, hay acuerdo sobre la pertinencia de la expresión “sociedades del conocimiento”, no ocurre lo mismo con su contenido. En efecto, ¿a qué conocimiento o conocimientos nos referimos? ¿Hay que aceptar la hegemonía del modelo técnico y científico en la definición del conocimiento legítimo y productivo?” (Unesco, 2005:5).

Aparece claro en las líneas precedentes que la sociedad del conocimiento deviene de trasformaciones radicales en los procesos de reproducción material de la sociedad, los que son descritos como una tercera revolución industrial. El Informe plantea importantes interrogantes, entre las que cabe destacar aquellas sobre los desafíos de democratizar el acceso al conocimiento y sobre las consecuencias éticas suscitadas por los nuevos conocimientos y tecnologías como la genética, las biotecnologías y las nanotecnologías. Al respecto el Informe concluye destacando la necesidad de sentar las bases de una nueva ética que oriente a las sociedades del conocimiento en su evolución; una ética de la libertad y de la responsabilidad, que ha de basarse en el aprovechamiento compartido de los conocimientos.

Desde una perspectiva macro-histórica más abarcadora Taichi Sakaiya (1995) introdujo el término “sociedad del conocimiento” como una visión anticipada de la sociedad del futuro. El economista japonés, considerado uno de los intelectuales más influyentes en su país, escribió su obra —para muchos premonitora— en 1985, en la que elabora una amplia teoría de la evolución de las sociedades en base a un supuesto sobre la naturaleza humana que denomina “impulso empático”. Sostiene que los seres humanos, cualquiera sea su entorno cultural o histórico, desarrollan una ética que los inclina a explotar los recursos abundantes y a economizar los bienes escasos. Se trata de una especie de autoprotección instintiva que determina que cuando algo es abundante, se aproveche. En el pasado reciente han sido los recursos materiales, pero en el futuro será el conocimiento.

Sakaiya sostiene que la perspectiva ética de la sociedad industrial, que alentaba a fabricar cada vez más mediante la estandarización y la producción masiva, está perdiendo terreno; el impulso por consumir cada vez más energía se ha ido extinguiendo para dar paso al impulso por satisfacer necesidades internas, más bien psicológicas. Observa que los gustos de los consumidores están cambiando; que ahora se valoran los productos que tienen incorporado “conocimiento”. Pone como ejemplo el valor diferencial de las corbatas: por una de marca y excelente diseño se pagan hasta 40 dólares, mientras por otra corbata del mismo material pero de diseño común sólo se pagan 5 dólares. El diseño y la marca son conocimiento, y será el consumo del conocimiento lo que configure a la sociedad del futuro. Y ello porque, según su supuesto sobre la naturaleza humana, el saber (que incluye conocimiento e información) es actualmente el bien que existe en mayor abundancia.

En consecuencia, si nos preguntamos por cuál será el bien que exista con mayor abundancia en el futuro, podremos vislumbrar la sociedad en la que llegaremos a vivir. Sakaiya sostiene que se puede constatar ya, una especie de saciedad de bienes materiales y una creciente demanda por valores no cuantificables, valores de tipo subjetivo.

 

Para tener una somera impresión sobre la recepción de las ideas de Sakaiya, veamos algunos ejemplos. Entre quienes desde el ámbito económico analizan las propuestas del autor, podemos citar a Boisier (2001): “bien puede decirse que el autor ha hecho gala de una perspicacia notable al anticipar dos cuestiones que hoy se encuentran en el centro del debate: la importancia del conocimiento en la globalización por un lado, y el reconocimiento creciente del carácter axiológico, valorativo, del desarrollo y la emergencia, precisamente, de una demanda por cuestiones no materiales (paz, seguridad, solidaridad, justicia, etc.)” (Boisier, 2001:3).

Desde la filosofía, y con una postura más bien crítica, González de Requena Farré (2010) argumenta que si la sociedad del conocimiento será la que caracterice el futuro, tendrá que ser “algo más que una consigna gerencial que sanciona la mera gestión operacional del conocimiento y la extensión innovadora de las redes tecno-económicas” (González de Requena Farré, 2010:94). Ante su constatación de que la idea de una sociedad del conocimiento ha llegado a ser un lugar común en el discurso de la política, las ciencias sociales y la educación, afirma: “Los más optimistas, tal vez, saluden la sociedad del conocimiento como la posibilidad del advenimiento de una colectivización de la inteligencia, que acabaría con la apropiación del saber y de las capacidades intelectuales en manos de una elite epistémica. No en vano, el ideal epistemocrático de un gobierno de los asuntos comunes ejercido por los que saben ha sido una constante desde el platónico privilegio del filósofo, pasando por las diversas formas de clerecía tutelar y por la idealización de la sociedad verticalmente ilustrada (conforme al modelo de una “República de los sabios”), hasta la figura contemporánea del experto tecnócrata o del intelectual-gerente” (González de Requena Farré, 2010: 92).

En el ámbito sociológico, Mascareño (2010) aborda la propuesta de una futura sociedad del conocimiento como el nuevo intento de la sociedad por inventarse un porvenir, ante la constatación de que las promesas del pasado para un futuro que ya se ha hecho presente, han terminado insatisfechas. Afirma: “La sociedad del conocimiento se perfila como el nuevo futuro de comienzos del siglo XXI (Sakaiya, 1995). Su promesa es una sociedad descentralizada, interconectada y a la vez interdependiente en su multiplicidad de funciones y esferas de operación… El rasgo central de una sociedad fundada en el conocimiento está en que el núcleo de sus estructuras y procesos simbólicos y materiales depende de operaciones donde el saber es imprescindible y la ignorancia inaceptable” (Mascareño, 2010:264). Según el sociólogo, tal tipo de sociedad sólo podría alcanzarse en sociedades cuyo ordenamiento funcional está estructurado policéntricamente. Esta observación nos permite conectar la idea de sociedad del conocimiento con la descripción sociológica de la sociedad funcionalmente diferenciada que analizaremos en el próximo apartado.

Antes de ello, hagamos un último acercamiento a la sociedad del conocimiento, siguiendo a Krüger (2006), sociólogo de la Universidad de Barcelona, quien ha estudiado la circulación social del concepto, fundamentalmente en Europa. Según el autor, la noción de “sociedad del conocimiento” fue utilizada por primera vez en 1969 por Peter Drucker —autor de temas relacionados con el campo económico y la gestión empresarial—, y posteriormente utilizada en la década de 1990 por autores de diferentes ámbitos, entre ellos por el sociólogo alemán Nico Stehr (1994). El interés de este último se centró en observar la transformación de las sociedades modernas de sociedades post-industriales a sociedades del conocimiento, ubicando la base de dicha transformación en los cambios en la estructura de las economías de las sociedades avanzadas. Observó que la fuente de crecimiento económico y de actividades que producen valor agregado se basa cada vez más en el conocimiento. Pero observó también que la importancia del conocimiento crece en todas las esferas de la vida social y en todas las instituciones sociales de la sociedad moderna.

Según constata Krüger (2006), el término ‘sociedad del conocimiento’ ocupa un importante lugar en la discusión actual en las ciencias sociales así como en la política europea. No obstante —señala—, ha tenido un uso diferenciado en los distintos países, compartiendo protagonismo con otros términos afines como ‘sociedad de la información’ y ‘sociedad red’. A diferencia del concepto de ‘sociedad de la información’, el concepto actual de  ‘sociedad del conocimiento’ no está centrado en el progreso tecnológico. Según el actual enfoque, el conocimiento será cada vez más la base de los procesos sociales en diversos ámbitos funcionales de las sociedades. En política, por ejemplo, se observan cambios profundos en el sentido de que las decisiones políticas dependen cada vez más de expertos y asesores; en educación, crece la importancia del conocimiento como recurso para el desempeño en todos los ámbitos sociales, lo que conlleva la necesidad de aprender a lo largo de toda la vida.

Al margen del uso o la presencia del término, Krüger se pregunta por la validez del concepto de “sociedad del conocimiento”. Sostiene junto a Heidenreich, que frente a un concepto tan general se debe mantener una postura escéptica y preguntarse, por ejemplo, si es posible basar la definición de un tipo de sociedad en el concepto de conocimiento, teniendo en cuenta que ninguna sociedad ha existido sin disponer de conocimiento. Al no quedar muy claro si conocimiento es más que una categoría residual para explicar la parte del crecimiento económico que no se ha podido explicar a través de las otras categorías, el autor afirma que el punto de partida debería ser la pregunta: ¿qué es conocimiento? Ofrece una respuesta siguiendo a Heidenreich, quien propone partir de las teorías de Kant, James, Dewey y Luhmann para responder a esta pregunta. Desde Kant ya no se cuestiona que el conocimiento no es una representación objetiva del mundo, pero que sin embargo tampoco es una representación meramente subjetiva y discrecional. Hace falta —según Heidenreich—, conseguir un equilibrio entre lo subjetivo y lo objetivo de la noción conocimiento, para lo cual se puede recurrir a las propuestas conceptuales del pragmatismo de James y Dewey, y a la teoría de sistemas sociales desarrollada por el sociólogo Luhmann.

De acuerdo a Krüger, éste último define conocimiento como un esquema cognitivo que se considera verdadero, pero que, al mismo tiempo, es variable. Explica Krüger: “A pesar de que el conocimiento no representa el mundo de forma objetiva, hay un criterio de su adecuación (su verdad), que reside en su convalidación en la práctica (James 2001 y Dewey 1960) aunque estos efectos prácticos no están dados de forma objetiva, sino que a su vez se constituyen a través de las interrelaciones entre las personas perceptoras y actuantes por un lado, y la realidad por otro lado. De esta forma se construye socialmente una certeza de la realidad (“Realitätsgewißheit” - Luhmann 1995. p. 166) que es condición imprescindible para cualquier forma de pensar y de actuar” (Krüger, 2006:5). En este sentido —concluye—, conocimiento implica la capacidad de acción social. Aceptando con Luhmann que conocimiento y normas son el sedimento de dos tipos diferentes de meta-reglas, Krüger aclara que, a diferencia de las expectativas normativas que no se revisan ni siquiera en caso de decepción, las expectativas cognitivas sí se revisan y se corrigen permanentemente, a base de nuevas experiencias adquiridas.

Tomando como referencia la respuesta alcanzada, Krüger se pregunta entonces, ¿qué es lo específico de la ‘sociedad del conocimiento’ actual? Concluye que bajo esta definición de conocimiento, no se puede hablar de la sociedad del conocimiento refiriéndose sólo al hecho de que se está produciendo cada vez más conocimiento; la sociedad actual no se define como sociedad del conocimiento por disponer de más conocimiento que otras sociedades, sino porque las expectativas basadas en el conocimiento aumentan, en detrimento de las expectativas basadas en las tradiciones y las normas aceptadas sin más. La tesis implícita, continúa Krüger, es que las sociedades actuales acogen cada vez más las expectativas basadas en el conocimiento en lugar de las normas, es decir, las expectativas son cada vez más variables y revisables.  Ello implica que las reglas de nuestra sociedad están cada vez más sometidas a procesos de reflexión, lo cual tiene su expresión en el deterioro acelerado de las estructuras reguladoras tradicionales. De esta manera, la ‘sociedad del conocimiento’ estaría marcada por la disposición a poner en cuestión las suposiciones y expectativas normativas tradicionales socialmente aceptadas. Ello implica por otra parte, que el procedimiento experimental típico del sistema de la ciencia empieza a formar parte de los procesos del conjunto de la sociedad. Y la práctica experimental es más que la simple “prueba y error”, recalca Krüger, es el intento sistemático de procesar colectivamente y aprender de la experiencia.

Las consecuencias del operar de este tipo de sociedad, en que el conocimiento es sometido a un proceso de revisión continua, pueden explicar en parte la afirmación de nuestra convocatoria: “todas estas transformaciones nos desconciertan y desorientan”. En efecto, según lo expresa Stehr (Krüger, 2006), el predominio del conocimiento sometido a constante revisión causa un aumento de incertidumbre, de fragilidad y de contingencia. Mientras los conocimientos aumentan con gran rapidez, el saber de lo que no sabemos aumenta con velocidad aún más vertiginosa. Así, el mayor conocimiento produce también más desconocimiento. A diferencia de la sociedad medieval y su estabilidad, la moderna sociedad del conocimiento no opone resistencia frente a las innovaciones, a pesar de que reiteradamente se conocen algunos efectos destructivos y el aumento de los riesgos. En este sentido, la ‘sociedad del conocimiento’ es también una sociedad del riesgo, como ya la describiera así Ulrich Beck (2002) en 1986, podemos añadir. De este modo, el concepto de ‘sociedad del conocimiento’ no apunta simplemente a sociedades con más expertos, más infraestructuras y estructuras tecnológicas de información. La sociedad del conocimiento no se caracteriza por la extensión del conocimiento reduciendo el desconocimiento, sino por unas prácticas experimentales que producen conocimiento, pero al mismo tiempo más desconocimiento, incertidumbre y riesgos.

De acuerdo a Stehr, en una sociedad en la que priman las expectativas cognitivas por sobre las normativas, la ética es sometida crecientemente a la crítica, y enfrenta el desarrollo de nuevas formulaciones, pero esta vez restringidas a ámbitos específicos del quehacer social, sin que pueda hacer valer —en la práctica— sus pretensiones de universalidad. Al respecto, Krüger concluye que en las ‘sociedades del conocimiento’ no se constituyen unidades sociales e intelectuales homogéneas, sino que se caracterizan por la existencia paralela de diferentes formas de organización y pensamiento social. Ello implica que las ‘sociedades del conocimiento’ se distinguen por poner a disposición de cada vez más actores, nuevas y más amplias opciones de acción, y, al mismo tiempo, por la creciente puesta en duda de las estructuras de acción generalizadas y homogeneizadas.

Esta última afirmación nos lleva a reconocer otra de las características de la sociedad contemporánea que la perspectiva de la sociedad del conocimiento deja entrever, y que profundiza con rigurosidad la teoría de sistemas sociales como veremos a continuación.

Tal característica de la sociedad contemporánea es la que fundamenta la descripción sociológica propuesta por la teoría de sistemas sociales, y que se entiende bajo el concepto de diferenciación funcional. Se trata de un tipo de ordenamiento (diferenciación de la sociedad) que ya no se basa en segmentos —como en las sociedades tradicionales— ni en estamentos jerárquicos —como en la sociedad medioeval— sino en subunidades comunicacionales, entendidas como sistemas cerrados (autopoiéticos), que se especializan en abordar problemas sociales específicos: económicos, políticos, religiosos, científicos, entre otros. Así, una característica básica de la sociedad contemporánea es la falta de un centro que unifique y oriente a la sociedad en su conjunto, por lo que se la describe como acéntrica o más específicamente, como policéntrica.

 

 

3.- La sociedad policéntrica (sin cabeza).

 

La teoría de sistemas sociales sostiene que es la primacía de esta diferenciación funcional lo que otorga inteligibilidad a la sociedad moderna. Para Luhmann (1991, 2007), sólo el proceso estructural de la diferenciación funcional tiene el potencial explicativo suficiente sobre el operar de la sociedad moderna. Todas las demás explicaciones se limitan a describir aspectos parciales (capitalismo, colonialismo, secularización) o consecuencias inesperadas del despliegue ciego de la diferenciación funcional (sociedad del riesgo, modernidad líquida). Tampoco podrían hacerlo teorías basadas en la tradición humanista o en la racionalidad humana, sea ésta trascendental o comunicativa —con base en un telos del lenguaje que tiende al entendimiento—, como propone Habermas (1999), principal contendor teórico de Luhmann. Todas estas explicaciones tienden a desconocer la emergencia de la sociedad como un ámbito que opera bajo sus propios dinamismos, sociedad que ya no puede concebirse como un epifenómeno de las motivaciones y acciones discrecionales humanas.

Desde el punto de vista teórico, la propuesta luhmanniana conlleva altos niveles de complejidad y  abstracción, que no la hacen particularmente fácil de comprender y por ende poco atractiva, costo que —a mi juicio— no resulta demasiado alto cuando las demás teorías sociológicas se han mostrado insuficientes para visualizar  —sin reduccionismos ni tampoco con falsas ilusiones— tanto el funcionamiento de nuestra compleja sociedad como las posibilidades concretas que tenemos de intervenir en ella. Debemos reconocer de partida, que sus premisas teóricas basadas en un paradigma científico sistémico, la han hecho objeto de no poca incomprensión y rechazo. En particular porque la tradición sociológica que ha mantenido unidas la descripción científica y la orientación normativa de la sociedad al interior de la teoría, no le perdona a Luhmann el atenerse sólo a lo primero, abandonando la crítica y el deber ser de una sociedad mejor. Ello, sin embargo, resulta una clara ventaja teórica a la hora de identificar las potencialidades de la ética y la intervención social, como argumento más adelante.

 

Obviamente en este artículo no podemos exponer la teoría de sistemas sociales en su extensión y complejidad, fruto de un trabajo desarrollado por su autor a lo largo de 30 años y que aún continúa enriqueciéndose con aportes de sociólogos en diversas regiones, incluida América Latina y en particular Chile.1 Nos limitaremos a destacar aquellas características de la sociedad contemporánea, necesarias para fundamentar nuestra

 

 

1.- Véase por ejemplo Osorio, Arnold, González y Aguado, editores. 2008: La Nueva Teoría Social en Hispanoamérica, Universidad Autónoma del Estado de México. México D.F.; Cadenas, Mascareño, Urquiza, editores. 2012: Niklas Luhmann y el legado universalista de su teoría. RIL, editores, Santiago de Chile; Farías y Ossandón, editores. 2006: Observando Sistemas, nuevas apropiaciones y usos de la teoría de Niklas Luhmann. RIL editores/Fundación SOLES, Santiago de Chile.

observación del papel de la ética y de las posibilidades y condiciones que requiere considerar la intervención social. Ambas temáticas nos sitúan ante la descripción sistémica de la relación del individuo con la sociedad, de modo que abordaré la observación de la sociedad contemporánea situándome en esa perspectiva. A la vez, haré alusión a algunas de las críticas que han confrontado las paradigmáticas propuestas sistémicas, de manera de ayudar a comprenderlas mejor (y evitar el apresurado rechazo con base en el desconocimiento o el prejuicio).

Pero, ¿por qué optar por una teoría que sólo se limita a la descripción científica, abandonando la orientación normativa de la sociedad cuando, precisamente, lo que nos interesa es la intervención en la sociedad, la que obviamente requiere de la crítica y de un fundamento ético para llevarse a cabo? ¿Qué puede aportar a un propósito emancipatorio la teoría de sistemas sociales? Básicamente una explicación de la relación individuo-sociedad y una descripción del funcionamiento de la sociedad contemporánea y su devenir, enmarcados en una teoría de la evolución de la sociedad. Podemos decir que la teoría de sistemas sociales nos provee de un marco de “sensatez sociológica”, sin dejarnos con las manos amarradas ante el predominio de estructuras sociales impenetrables, pero a la vez sin ampararnos en un humanismo incorporado a la teoría que nos libere del esfuerzo y la responsabilidad de definir nuestras propias motivaciones, fundamentos éticos y herramientas para intervenir en la sociedad.

De partida podemos destacar que en la arquitectura teórica sistémica, la sociedad ya no puede concebirse como consecuencia del consenso entre los seres humanos; lo social no está constituido a su imagen y semejanza. La sociedad no está conformada por individuos ni por países, sino que emerge como el conjunto de las comunicaciones que se procesan en la sociedad —hoy en día la sociedad mundial. Esta dura premisa ha terminado obligando incluso a sociólogos no sistémicos a reconocer que “ciertamente no es la persona un producto de la sociedad, pero tampoco es la sociedad un producto de la persona o de una agregación de ellas” (Morandé, 2008:459), y a tener que aceptar que “hoy se desafía la idea antropocéntrica de la sociedad como imagen y semejanza del hombre” (Miranda, 2007:35). Como resultado, el elemento humano ya no puede ser asumido como presupuesto cuando se trata de explicar la sociedad; la sociedad es otra cosa que los seres humanos, por lo que la concepción de la sociedad como agregación de individuos ya no puede más ser dada por supuesta. La sociedad emerge como un sistema determinado por su propio operar autónomo.

Las implicancias atribuidas a la afirmación de que los individuos no conforman la sociedad, son tal vez las que producen mayor perplejidad y escándalo a los lectores cuyo pensamiento se enmarca en la tradición humanista de la sociología y las ciencias sociales. “Leer a Luhmann supone, en cierta medida, hacer una cura contra toda tentación de privilegio antropológico” sostiene Izuzquiza (1990) en su libro destinado a presentar el pensamiento luhmanniano y que sugerentemente titula La sociedad sin hombres. Pero Izuzquiza invita a no dejarse capturar por la perplejidad y el escándalo ante las opciones teóricas de Luhmann sólo por el hecho de que —contrariamente a su contendor contemporáneo Jürgen Habermas— no se presenta como un continuador de la tradición emancipatoria heredada del humanismo ilustrado. Aquí puedo agregar que sólo si aceptamos la invitación de Izuzquiza podremos descubrir si la teoría luhmanniana deja en una situación desmedrada al individuo frente a la sociedad, privado de su capacidad de incidencia, o si por el contrario, le permite observar con mejores herramientas conceptuales las condiciones que su capacidad de incidencia debe enfrentar en la compleja sociedad contemporánea.

Efectivamente, en la obra de Luhmann los individuos pierden su calidad de elementos unitarios constitutivos de la sociedad, pasando a formar parte de su entorno. Sin embargo, la teoría de sistemas sociales no desconoce la intrínseca relación entre ambos, por lo que al renunciar a comprender la sociedad como compuesta de seres humanos, sitúa a éstos en el entorno de la sociedad. Pero ello implica que sólo cambia la posición jerárquica de la que los individuos gozaban en la antigua teoría de la sociedad, y con ello no sólo no pierden sino que ganan en libertad y autonomía, como veremos más adelante.

Esta abstinencia de la teoría de sistemas sociales de estudiar la sociedad bajo la perspectiva humanista heredada del pensamiento ilustrado, no es arbitraria ni extravagante. Obedece a una de las posibles decisiones teóricas que han debido tomar los sociólogos contemporáneos para responder a la nueva evidencia histórica y empírica. A modo de ilustración de este punto, podemos observar que tanto Habermas como Luhmann admiten la crisis del pensamiento ilustrado, su confianza desmedida en el racionalismo y una concepción del sujeto que requiere ser superada. Sin embargo, ambos autores difieren radicalmente en las opciones teóricas que eligen. Habermas (1999) ubica la racionalidad en estructuras lingüísticas de comunicación interpersonal, e integra en su construcción teórica una dimensión normativa que apunta a recuperar el lugar del mundo de la vida que la racionalidad científica y técnica habría excluido en el devenir de la modernidad. Luhmann por su parte, adopta un paradigma científico sistémico y concibe a la sociedad como un sistema compuesto de comunicaciones y a los seres humanos como sistemas psíquicos, situados en el entorno de la sociedad pero acoplados a ésta por medio de la comunicación. Los sistemas psíquicos y sociales han co-evolucionado y están sintonizados para funcionar coordinadamente sin siquiera notarlo; la comunicación funciona permanente e imperceptiblemente (Luhmann, 2007:77).

Luhmann describe el funcionamiento de la sociedad moderna bajo el primado de la diferenciación funcional, lo que deja a la sociedad sin un único centro rector y de ahí su carácter acéntrico o mejor dicho policéntrico. Esta construcción teórica, más la ausencia de una propuesta normativa integrada a la descripción de la sociedad, es lo que contribuye a separar los puntos de partida y las derivas teóricas de Habermas y Luhmann, y lo que ha redundado que se muestre al primero como un humanista mientras el segundo aparece como un tecnócrata. La controversia puede iluminar mi argumento a favor de este último con miras a profundizar en el tema de la ética y la intervención social.

Lo que Luhmann describe acríticamente es condenado por Habermas como un “objetivismo funcionalista” que deja fuera la intersubjetividad dialógica del mundo de la vida, en una sociedad “sin cabeza” (Habermas, 1993). Alude de esta manera al carácter acéntrico de la sociedad funcionalmente diferenciada, que para Luhmann tiene como consecuencia que ya no pueda fijarse ningún punto de vista desde el cual observar (y criticar) correctamente el todo, ya se le llame Estado o sociedad. Habermas no acepta dar por perdida la idea de una autorrepresentación de la sociedad, la que concibe en los espacios públicos entendidos como intersubjetividades de orden superior. “En ellos pueden articularse autocalificaciones y autoatribuciones colectivas formadoras de identidad. Y en el espacio público de orden aún más superior, resultante de la agregación de los anteriores, puede también articularse una conciencia social global”, propone Habermas (1993:443). El autor ahonda su crítica a la perspectiva sistémica sosteniendo que si las sociedades modernas no tienen la posibilidad de desarrollar una identidad racional, entonces falta todo punto de referencia para una crítica a la modernidad, y, en el caso de que la hubiera, la crítica estaría condenada al fracaso ante la diferenciación funcional que discurre a espaldas de la razón (Habermas, 1993:440). Por otra parte, Habermas argumenta en contra del lugar secundario en que la teoría de sistemas sociales ubicaría a los individuos, criticando la opción luhmanniana por adoptar el concepto de sistema psíquico. Le imputa a Luhmann una indiferencia hacia lo humano, al despojar de todo asiento racional al individuo, amén de que éstos perderían sus derechos al volverse objeto de la contingencia que caracteriza a una sociedad sin cabeza (Habermas,1993).

Haciéndonos cargo de tales críticas podemos decir que sí, en la arquitectura teórica de Luhmann, la visión unitaria de la sociedad se presenta de forma variada desde las perspectivas de sus distintos subsistemas; no puede darse una autoconciencia que abarque a la sociedad entera. Como consecuencia, resulta claro que la diferenciación efectivamente ocurre a espaldas de alguna supra-razón, pero ello, se puede argumentar, constituye justamente la condición de posibilidad de adoptar no sólo un único punto de referencia para criticar a la modernidad sino múltiples y diversos. Las críticas venidas desde el entorno de la sociedad pueden multiplicarse y diversificarse, sin que el “espacio público” se ordene jerárquicamente en un “orden superior” para llegar a “una conciencia social global”. Me parece advertir en la propuesta de Habermas no sólo rasgos voluntaristas sino también riesgos conservadores y elitistas en cuanto a quiénes podrían llegar a constituirse en los administradores de esa “una conciencia social global”.

Por cierto, es posible reconocer que efectivamente en la teoría luhmanniana todo queda librado a la variación y la contingencia, pero se puede argumentar que una sociedad sin cabeza y sujeta a la contingencia no necesariamente les quita derechos a las operaciones intencionales de los individuos. Muy por el contrario, las operaciones intencionales de los individuos son parte de aquella contingencia, y lo que los individuos pierden en centralidad filosófica lo recuperan desde su operar empírico. Podemos agregar que una teoría no requiere partir de la autocomprensión de los mismos actores,      —autocomprensión de ninguna manera unitaria—, para dar cuenta de lo que ocurre en la sociedad.

Por otra parte, podemos reconocer también que, en efecto, desde la perspectiva luhmanniana el ser humano pierde sus cualidades supremas de ser racional, sujeto de la historia, agente privilegiado de cambio de la sociedad. Pero son precisamente estas descripciones las que se han mostrado ya superadas por el desarrollo evolutivo de la sociedad. Por cierto, comprender al individuo como un sistema psíquico —acoplado a un sistema orgánico— y a la sociedad como un orden emergente de sistemas de comunicación, requiere de una buena dosis de apertura cognitiva, por lo que resulta comprensible un instintivo rechazo. Pero se trata de una descripción acorde con exigencias científicas de potencialidad explicativa por parte de los conceptos elegidos. En consecuencia, no cabe confundir dichas opciones teóricas con definiciones filosóficas sobre qué es un ser humano. La sociología se permite dichas reducciones conceptuales en la medida que logra dar mejor cuenta de los fenómenos que intenta describir, tanto como la biología describe procesos orgánicos sin pronunciarse por el sentido de la vida.

Así es como la teoría de sistemas sociales puede establecer una distinción de niveles de emergencia sistémicos, y observar que los sistemas psíquicos, asiento de la individualidad, están separados de los sistemas sociales, pero a la vez íntimamente relacionados, en tanto ambos tipos de sistemas constituyen entornos los unos de los otros y no pueden operar sino mutuamente acoplados. En consecuencia, los seres humanos al no ser parte de la sociedad conservan así una (relativa) autonomía. De este modo, mediante el concepto de emergencia la teoría de sistemas sociales resuelve el endémico problema sociológico de la relación individuo-sociedad, y logra mantener separados teóricamente individuo y sociedad. Ello implica dejar en igualdad de condiciones de autonomía relativa tanto al individuo y su capacidad de incidencia sobre la sociedad, como de ésta sobre los individuos. Ello permite reconocer que ambos, —individuo y sociedad— desde sus respectivas autonomías aportan por igual al proceso de construcción de lo social, sin que pierdan ni impongan sus respectivas propiedades.

Cabe destacar así, que la decisión teórica de describir a los individuos como sistemas observadores situados en el entorno de la sociedad, no implica subestimar su importancia ni restarles posibilidades de influir en el devenir evolutivo de la sociedad. En la teoría de sistemas sociales, tales posibilidades de los individuos adquieren su fuerza no de una supuesta racionalidad supra-individual (Habermas) sino de la capacidad de estructuración comunicativa que logren adquirir en el propio proceso de comunicarse. El conceptualizar a los individuos como sistemas psíquicos no les quita derechos aunque pierdan aquella primacía filosófica que les otorgaba el humanismo. Podemos insistir en que dicha pérdida se compensa con una mayor claridad respecto de las posibilidades de incidir en lo social, desde la relativa autonomía que adquieren al estar situados en el entorno de la sociedad.

La descripción sistémica de la sociedad contemporánea no tiene por qué, entonces, debilitar las capacidades individuales y colectivas de intentar incidir en la vida social, sino por el contrario, puede reforzar dichas capacidades al indicar las condiciones para que los intentos de intervención puedan llevarse a cabo, puesto que su éxito ciertamente no está garantizado de antemano. El asumir la evidencia de la sociedad policéntrica no tiene necesariamente que desincentivar todo intento por incidir en el rumbo de lo que aparece como el ciego despliegue del operar autónomo de los sistemas funcionales. Más aún, si bien la teoría de sistemas sociales no contempla indicaciones en el terreno normativo, ello se compensa con creces con la explicación del operar de la sociedad, y en ello consiste su mayor aporte a la posibilidad de construir estrategias eficaces de intervención social. A la vez, una teoría que no lleva una normatividad incorporada, no sólo no invalida sino más bien puede estimular y potenciar la mantención de los propósitos y fundamentos éticos en quienes buscan mayor claridad respecto de posibilidades concretas y viables de intervención social.

 

 

4. Moral/ética en la sociedad contemporánea.

 

¿Qué lugar ocupan la moral y la ética en la sociedad acéntrica, funcionalmente diferenciada? Aquí vale la pena esbozar la teoría de la evolución social que propone Luhmann (1993, 2007), en tanto aclara el papel de la moral al distinguir los diferentes tipos históricos de diferenciación de la sociedad. Desde los orígenes de las formaciones sociales, la evolución de la sociedad ha implicado un aumento creciente de la complejidad social, lo que la ha obligado a inventar criterios de diferenciación internos, como mecanismo de reducción de dicha complejidad.

Luhmann distingue entre las sociedades tradicionales, tres grandes formas evolutivas en cuanto a su diferenciación: las sociedades segmentarias, centradas en el parentesco y basadas en el principio de diferenciación igualitaria hacia su interior; las sociedades que se diferencian en forma de centro-periferia, esto es, agregan a la segmentación igualitaria una desigualdad territorial, y las sociedades estratificadas, las que se diferencian internamente por estratos sociales con base en estatus adscritos. Cuando se pasa desde las formas de diferenciación tradicionales a la moderna, el principio a partir del cual se diferencia la sociedad en subsistemas resulta de la búsqueda de soluciones a problemas determinados, especializándose cada sistema parcial en alguno de ellos. Cuando la sociedad evoluciona hacia esta diferenciación funcional, las soluciones multifuncionales a los problemas, que recurren fundamentalmente a criterios morales (o religiosos) y que caracterizan a las sociedades tradicionales, son sustituidas por diversos criterios funcionales, traducidos en códigos y medios simbólicos que seleccionan las comunicaciones sociales que les son pertinentes a cada sistema parcial (Luhmann, 1991, 2007).

Así, en la sociedad moderna los criterios de selección de las comunicaciones están basados en la optimización de la función que cumple cada sistema funcional, y de esta manera se desligan de criterios morales o normativos centrales, los que tradicionalmente abarcaban a toda la sociedad. Cada sistema parcial utiliza su propio código binario para acoger                                                      —únicamente— las comunicaciones en las que está especializado, dejando sin consideración las lógicas y criterios que orientan a los demás sistemas funcionales. Aquí podemos preguntarnos si los criterios morales han dado origen a un sistema funcionalmente diferenciado como lo son la política, la economía, la religión o la ciencia. Resulta empíricamente constatable que la moral no constituye un sistema funcional. Y es fácil advertir que, aunque se diferenciara en un sistema funcional, no podría con su propio código alcanzar el control de toda la sociedad. Al igual que la religión o cualquier otro sistema funcional, estaría imposibilitado de aplicar sus distinciones a toda la sociedad.

En consecuencia, ante la pregunta si la sociedad contemporánea resulta o no moldeable normativamente, esto es, si la ética por amplia e integrativa que sea su formulación puede constituirse en un criterio central para la orientación de la sociedad, la teoría de sistemas sociales responde que no; la compleja sociedad contemporánea ya no puede ser moldeada normativamente, éticamente.

Ante esta conclusión resulta comprensible una reacción de gran perplejidad y resistencia por parte de quienes han mantenido la expectativa de la orientación normativa de la sociedad. Se entiende la sorpresa ante la tesis de que ya no sea posible soñar con una sociedad civil ético-política; se entiende la expresión: “lo que nos deja perplejos es que esta tradición ética terminó en el siglo XVII, a más tardar en el XVIII ¡y nadie —hasta Luhmann— había tenido la delicadeza de avisarnos!” (Miranda, 2007:33). Esta irónica expresión parece mostrar la intensidad de la perplejidad, pero cualquier reflexión científica no puede sorprenderse a menos que —como la sociología crítica— haya sostenido una relación indisoluble entre descripción y normatividad respecto de lo social. La perplejidad entonces es ética, no científica, lo que no la invalida en absoluto pero sí la obliga a situarse en su propio terreno.

Pero desde la propia perspectiva ética, estas no son lo malas noticias que parecen. Se trata de encontrar el lugar particular para la ética, y por ende para la intervención social; más bien depende de cómo entendamos la moldeabilidad normativa. En la versión tradicional, la moldeabilidad normativa supone una entidad que tenga a su cargo dicha tarea, —históricamente la religión o la política. Es sólo esta versión de la moldeabilidad normativa de la sociedad la que se ve cuestionada por la sociología sistémica. No obstante, el potencial de moldeabilidad normativa no queda excluido por esta descripción de la sociedad actual, sino sólo reubicado, por el simple hecho de que la normatividad está embebida en la comunicación (que incluye la acción) social.

En efecto, la imposibilidad de orientar normativamente a la sociedad en forma unitaria o centralizada, abre sin embargo otro espacio de posibilidades para la ética. Luhmann (2007) observa que en la sociedad contemporánea la moral actúa como una crítica al hecho de que la diferenciación moderna implique el uso de diferentes códigos funcionales para cada sistema parcial y que éstos logren así prescindir de criterios morales. Indica el autor que la sociedad usa los códigos de los sistemas funcionales para fines de su reproducción, mientras que para criticar precisamente este hecho usa la moral. De este modo, la moral se muestra en una función distinta del papel central que le ha otorgado la tradición; si bien dejó de ser el principio que ordena la diferenciación interna de la sociedad, no por ello ha sido vaciada de importancia en cuanto a posibilidades de incidencia social. No se trata, entonces, de que la moral haya desaparecido de la sociedad; por el contrario, ésta se mantiene como fundamento de la crítica social, y del anhelo y el impulso movilizador de cambios, podemos agregar.

Ciertamente, la función crítica que desempeña la moral ante los efectos de la ciega diferenciación funcional no es la única funcionalidad que la ética puede adoptar ante la sociedad acéntrica: bien puede la crítica transformarse en propuestas positivas y concretas de intervención social. Si adoptamos esta lectura de la sociedad funcionalmente diferenciada y acéntrica, los esfuerzos por intervenir en ella bajo imperativos ético-morales ni siquiera resultan desalentados, sino que simplemente deben estar alerta ante los obstáculos que deben enfrentar. Es más, la descripción sistémica de la sociedad no sólo deja espacio para la intervención, sino que ofrece valiosas pistas para la construcción de estrategias viables para intervenir —precisamente— en condiciones de diferenciación funcional de la sociedad. Así entonces, reconocer esta característica de nuestra sociedad moderna resulta central a la hora de definir estrategias de intervención, como veremos a continuación.

 

 

5.- La intervención social en la sociedad “sin cabeza”

 

¿Cómo lograr que la sociedad incorpore nuestras intervenciones, ya sean críticas o propositivas? Como mencionara en la introducción, “nuestras intervenciones” se refiere aquí principalmente a las de individuos y colectivos motivados éticamente por incidir en el acontecer de nuestra sociedad, pero que no participamos necesariamente en los ámbitos socialmente vinculantes como son el derecho o la política.  Hasta aquí he tratado de argumentar que conocer el tipo de sociedad en que vivimos resulta fundamental a la hora de planificar nuestras intervenciones. Veremos ahora las exigencias específicas que dicha sociedad nos impone. Por cierto, en una sociedad acéntrica o policéntrica cuyos sistemas diferenciados operan bajo lógicas propias, no bastan la lucidez o la calidad de nuestras ideas ni el arrojo que nos movilice. Requerimos de una buena dosis de sensatez, incluso de pragmatismo para definir nuestras estrategias de intervención social asumiendo la evidencia del ciego despliegue del operar autónomo de los sistemas sociales. Paradojalmente, una teoría sociológica que se abstiene de proveer orientaciones normativas es la que nos ofrece las mayores claves para orientar nuestra intervención social con miras a que logre su objetivo y no se mantenga meramente en la formulación de buenas intenciones.

Nuevamente la teoría sistémica de la evolución social nos proveerá las primeras claves de orientación. De partida destaco que al describir el proceso de reproducción de la sociedad y su entorno de forma contingente, dicha teoría no presupone ninguna direccionalidad de la historia; ninguna interpretación del futuro ni la perspectiva de un fin determinado; no se trata de una teoría del progreso. En términos operativos, la evolución de la comunicación se produce por medio de tres mecanismos: variación, selección y restabilización de las comunicaciones. El mecanismo de la variación es el que introduce una diferencia respecto de lo que se procesa hasta ese momento en el sistema, esto es, el sistema reacciona ante las irritaciones provenientes del entorno. En los sistemas sociales se trata de una comunicación inesperada, que no significa que a partir de ella se produzca instantáneamente una transformación, sino sólo la posibilidad de que la variante pueda ser seleccionada. El sistema puede reaccionar tanto acogiendo la variación como rechazándola. El mecanismo de la selección da cuenta de lo que ocurre con la variación, ya sea que se la acoja u olvide. Finalmente, se entiende por restabilización la integración de las nuevas selecciones en un complejo de estructuras ya existentes (Luhmann, 1993, 2007).

Ahora, la evolución de los sistemas sólo es posible ante un desnivel de complejidad entre sistema y entorno, por lo que ningún sistema puede evolucionar a partir de sí mismo. En tanto haya posibilidades de sufrir irritaciones desde su entorno, los sistemas podrán evolucionar. Al respecto, la teoría deja en claro que son sólo los sistemas psíquicos los que pueden introducir variaciones en la comunicación, aunque, por cierto, es finalmente la comunicación (la sociedad) la que puede aceptar o rechazar las variaciones introducidas por éstos. Ninguno de los dos tipos de sistemas opera sin el acoplamiento con el otro.

Son precisamente entonces, los sistemas psíquicos (los individuos) los que desde el entorno irritan a los sistemas sociales por medio de una variación, pero, a la vez, deben enfrentar el operar autónomo de los sistemas sociales bajo la lógica particular de cada cual. Las funciones de la selección y la restabilización le corresponden a cada sistema social, y hemos visto que los sistemas funcionales ya no se guían por criterios de selección basados en criterios morales o religiosos que permitían soluciones multifuncionales, sino que recurren cada cual a su propio criterio funcional. Cada sistema parcial observa su función como la más importante; su propio código binario garantiza que pueda acoger únicamente las comunicaciones en las que está especializado, dejando sin consideración las lógicas y criterios que orientan a los demás sistemas funcionales.2

En consecuencia, desde la perspectiva de la intervención social, se trata de reconocer y potenciar las posibilidades concretas de que las irritaciones realizadas por los individuos logren abrirse camino en la contingencia comunicativa de la sociedad. Como ya lo mencionamos, no se requiere para ello postular teóricamente alguna racionalidad supra-individual, sino sólo reconocer la capacidad de estructuración comunicativa de que disponen los individuos, asociados o no, en el propio proceso

 

 

 

2.- Ello no impide, sin embargo, que se establezcan acoplamientos estructurales entre sistemas funcionales, como por ejemplo la constitución política (sistemas político y legal), el matrimonio civil (familia y derecho); u organizaciones acopladas a más de un sistema funcional, como las universidades privadas (económico y educativo).

de comunicarse. Pero hay que contar con una multiplicidad de otras racionalidades (otras orientaciones normativas, otras éticas) que también intentan que sus propuestas sean restabilizadas en la comunicación social. Por ello es que podemos decir, siguiendo a Bajtin (2002), que se trata de una “lucha” por la restabilización comunicactiva.

En síntesis, si la teoría de la evolución social luhmanniana es acertada, la variación de comunicaciones le corresponde al entorno humano de la sociedad, a sabiendas que la selección y restabilización de nuevas ideas depende de la sociedad, no de los individuos. Que la sociedad (los sistemas funcionales autopoiéticos) tenga la palabra final lo podemos comprobar simplemente observando el acontecer histórico, pero ello no invalida que los individuos contemos con una ubicación estratégica para dirigir nuestra intervención en diversas direcciones.

¿Qué nos dice la propia teoría de sistemas sociales respecto de estrategias de intervención social por parte de los individuos situados en el entorno de la sociedad? Luhmann no dice nada, como sociólogo no estaba interesado en intervenir en la sociedad, para él la evolución social por sí misma se haría cargo de la continuidad de la sociedad. Pero Luhmann no es la teoría, como he sostenido anteriormente (Dockendorff, 2012). Han sido continuadores de su teoría los primeros en preguntarse cómo intervenir ante el ciego despliegue de los sistemas funcionales, entre ellos Willke, Teubner y Mascareño (Mascareño, 2006), mientras en el ámbito de las organizaciones se pueden destacar los aportes de Arnold (2008). Por cierto, el tema de la intervención desde la perspectiva sistémica no es privativo de la teoría de sistemas sociales. Premisas de intervención sistémica han sido establecidas con anterioridad en el ámbito de la psicología, como se puede apreciar en Fish, Weakland y Segal (1984).

Para efectos de desarrollar propuestas de intervenciones sociales adecuadas a la complejidad social contemporánea, podemos seguir a Mascareño (1996, 2011) en su formulación de las premisas básicas que se desprenden de la teoría de sistemas sociales. El autor se pregunta bajo qué condiciones es posible la regulación sistémica, concluyendo que sólo es posible como una invitación e incentivo a la autorregulación de sistemas (sociales y psíquicos), en tanto son autónomos, operativamente clausurados pero cognitivamente abiertos a su entorno sobre la base de sus propias distinciones (Mascareño, 2011). Esto quiere decir que si bien tales sistemas autónomos respecto de sus operaciones son reflexivos frente a la información que proviene del entorno, dicha reflexividad está sometida al tipo particular de comunicaciones que admite cada sistema. Así, la intervención externa no puede interferir las operaciones del sistema, por lo que el sistema que intenta intervenir debe ingeniárselas para que dicha intervención externa sea procesada “voluntariamente” por el sistema que es objeto de ella.

Para lograrlo, la única estrategia posible consiste en irritar al sistema a intervenir con ofertas comunicativas que le hagan sentido, esto es, expresadas en la propia lógica del sistema. Se trata así de provocar una auto-transformación del sistema a intervenir, la que sólo es posible si al sistema le parece que la información ofrecida es válida. Es, entonces, el propio sistema objeto de la intervención el que debe reconocer la conveniencia de adoptar la distinción ofrecida y comenzar a operar en el sentido propuesto por el sistema interventor (Mascareño, 2011).

En consecuencia, para que la intervención tenga éxito es necesario que el interventor conozca las especificidades del sistema que desea intervenir; requiere conocer su lógica operativa, esto es, las distinciones clave del sistema a intervenir, y en lo posible adelantar las “reacciones” que el intervenido tendrá en relación a las propuestas que le ofrece. En otras palabras, el sistema interventor debe lograr “traducir” las distinciones que propone, al lenguaje del sistema intervenido. De este modo, el interventor opera como facilitador de una auto-transformación llevada a cabo por el propio sistema a intervenir; sólo puede proveer información útil para orientar el cambio que debe ser percibido como válido por el sistema intervenido (Mascareño, 2011).

Podemos destacar aquí que esta lógica de intervención social sistémica, no sólo es aplicable en la intervención a nivel de los sistemas funcionales, sino en todos los niveles de nuestra vida social: en las organizaciones en que trabajamos y en nuestras más cercanas interacciones, con las amistades, con la pareja, con los hijos, y muy en particular en las relaciones educativas, ya se trate de niños o adultos. Recordemos que los sistemas psíquicos también operan autopoiéticamente, por lo que la intervención externa no puede interferir las operaciones del sistema sino sólo producir irritaciones desde el entorno. En consecuencia, en estos tipos de relaciones también se trata de “provocar una auto-transformación del sistema a intervenir, la que sólo es posible si al sistema le parece que la información ofrecida le hace sentido”. Se trata así de que sea el propio sistema objeto de la intervención el que debe reconocer la conveniencia de adoptar la distinción ofrecida y decidir operar en el sentido propuesto por el sistema interventor. Ello implica —como ya hemos dicho— que el sistema que intenta intervenir (sea padre, profesor, pareja, colega, amigo) debe ingeniárselas para que dicha intervención externa sea procesada voluntariamente por el sistema que es objeto de ella, y para que ello resulte, el interventor debe conocer las especificidades del sistema que desea intervenir, incluyendo las reacciones que el intervenido tendrá en relación a las propuestas que le ofrece. Ello implica también que el sistema interventor debe lograr traducir las distinciones que propone, al lenguaje del sistema intervenido.

En síntesis, podemos decir que la intervención social en la sociedad “sin cabeza” debe partir asumiendo la imposibilidad de modelar normativamente la sociedad, lo que implica tener que aceptar que las demandas ético/morales ante los sistemas funcionales no son las que lograrán hacerle sentido a su operar diferenciado y autónomo. Ello obliga a pagar el precio de tener que adaptar nuestras estrategias de intervención social a la forma en que opera nuestra moderna sociedad funcionalmente diferenciada y optar por una estrategia pragmática, en lugar de fundarse en principios de verdad o validez.

Este tipo de intervención pragmática puede parecer como carente de valores ante una sensibilidad que busca una orientación ética de la sociedad, pero ello nos estancaría en una conclusión equivocada. Al respecto hemos indicado que la teoría de sistemas sociales no provee fundamentos normativos para la intervención, por lo que ésta debe buscar fundarse fuera del ámbito de la teoría. ¿Dónde? Precisamente en la ética, aunque ello implica que en este tipo de intervención social sistémica, la ética se mantiene en el ámbito de la orientación y la motivación del interventor, y no puede aducirse como fundamento legitimador de la propuesta de intervención.

 

 

6.- La(s) ética(s) en la lucha por la restabilización social.

 

Como sabemos, el estudio de la ética se remonta a los orígenes mismos de la filosofía en la antigua Grecia, y su desarrollo histórico ha sido amplio e ininterrumpido. Hoy se habla de una crisis de la ética, como lo afirma nuestra convocatoria. ¿De qué crisis se trata? Sin pretender profundizar en el tema —lo que nos alejaría de nuestra reflexión central que atañe a la relación entre la ética y la intervención social—, a partir de nuestra observación sistémica de la sociedad contemporánea podemos decir que la crisis de la ética se presenta en tanto ésta se formula con pretensiones de universalidad. Si la ética consiste en el estudio de qué es lo moral, no podemos hablar de crisis; hoy más que nunca se ha amplificado y diversificado dicho estudio. Pero sí la ética incluye —además— elaborar y verificar afirmaciones o juicios morales determinados, esto es, justificar racionalmente un sistema moral y cómo éste se ha de aplicar posteriormente a nivel individual y a nivel social, no le pronosticamos el llegar a ser aceptada a nivel de la sociedad.

La sociología nos da algunos ejemplos que justifican esta conclusión. No sólo Marx dio muestras de compromiso ético sino que desde los inicios de la diferenciación del sistema de la ciencia y el surgimiento de las ciencias sociales, el tema de proponer orientaciones para mejorar la convivencia social a partir de observar sus deficiencias, ha estado presente al interior de dicha disciplina. Como muestra, una cita tomada de las páginas finales de una obra clásica de la sociología: “Nuestro malestar no es pues, como a veces parece creerse, de orden intelectual; tiene causas más profundas… Nuestro primer deber actualmente es hacernos una moral” (Durkheim, 1985, p.428-9). Podrá decirse que por entonces no hubo el esfuerzo por llegar a una ética integrativa, validada por personas y culturas diferentes. Pero hoy sí los hay, y el panorama no parece mejorar, como lo muestran estudios sociológicos recientes.

Brunner (1998) estudia precisamente los intentos contemporáneos por delinear las bases de una ética global que pueda ordenar moralmente al mundo globalizado. Analizando las propuestas de UNESCO (1995), Brunner descubre una inevitable contradicción. Sostiene: “El Informe de la UNESCO proclama con convicción que “el relativismo cognitivo es absurdo; la moral relativista es trágica.” Pero, a reglón seguido llama a celebrar la diversidad y a tolerar la pluralidad de las culturas y sus principios, estilos y valores propios… Se camina así al borde del abismo, con la presión de la tolerancia radical por un lado y, por el otro, con la necesidad de ordenar moralmente al mundo globalizado mediante la aserción de estándares universales” (Brunner, 1998:217). Lo absurdo y trágico del relativismo cognitivo y la moral relativista, se contradice claramente con la aceptación de la diversidad y la tolerancia a la pluralidad de culturas, cada una con sus propios principios y valores. No obstante, persisten los intentos por definir estándares universales que permitan orientar moralmente al mundo globalizado.

Partiendo del reconocimiento del malestar social por el relativismo moral, Brunner hace un ejercicio que llama de hermenéutica moral para los tiempos de globalización, en que se propone abordar las principales estrategias discursivas que buscan configurar un lenguaje moral para la posmodernidad. Entre las preguntas que orientan dicha búsqueda están: si acaso es posible fundar discursivamente una ética global; si es necesario encontrar una fundamentación trascendente para la moral; finalmente, si se requiere postular una imagen prescriptiva de vida superior.

Las respuestas que encuentra en su análisis no difieren demasiado entre sí, y más que ser concluyentes, mantienen abierta la reflexión sobre la problemática del fundamento moral en una época en que el saber narrativo perdió su protagonismo. Las diversas estrategias de fundamentación moral intentan situarse en una perspectiva no-esencialista, postmetafísica y secular. Desde la ética comunicativa propuesta por Habermas hasta los postulados liberales mínimos de una moral del control de daños o liberalismo del miedo, las nuevas estrategias discursivas se sitúan fuera de una visión universalista de la moral. Definitivamente no se concibe una vuelta atrás, hoy sólo puede proponerse la aceptación de ciertos valores básicos comunes como la libertad del individuo —sin desconocer su existencia en comunidad—; el diálogo y la democracia como maneras de resolver los conflictos morales; la aceptación de la convivencia en la diversidad. Ante el panorama de la muerte de los metarrelatos o ideologías tradicionales y el fracaso de la ciencia por tomar su lugar, la autorreflexión de la sociedad se traduce, más que nada, en dudas, preguntas e incertidumbres, concluye Brunner (1998).

En efecto, Giddens por ejemplo, a partir de su distinción entre política emancipatoria —aquella que se funda en una ética de la justicia y la igualdad—  y política de la vida —aquella que desarrolla propuestas morales sobre cómo se ha de vivir—, constata que cuanto más se tratan las cuestiones existenciales tanto más numerosos son los desacuerdos y la multiplicidad de dilemas morales. Ante ello se pregunta: “¿Cómo podemos moralizar de nuevo la vida social sin incurrir en la intolerancia? …Si no existen principios éticos transhistóricos, ¿cómo podría la humanidad solucionar los conflictos sin recurrir a la violencia? La respuesta a tales problemas requerirá, sin duda, reconstruir muy a fondo la política emancipatoria y llevar a cabo, además, serios esfuerzos en la política de la vida” (Giddens,1995:291). Pareciera ser que en general las respuestas actuales no son más que ejercicios discursivos que tendrán que pasar por el inevitable proceso de la evolución social.

Pero hay quienes están dispuestos a dar el salto desde el firme territorio de los valores y la verdad propuestos normativamente, al movedizo terreno del acuerdo simplemente humano. Para Watzlawick, por ejemplo, se trata de un paso hacia la madurez humana. Refiriéndose a las implicaciones éticas de aceptar una epistemología constructivista dice: “La historia de la humanidad enseña que apenas hay otra idea más asesina y despótica que el delirio de una realidad real (entendiendo por tal, naturalmente, la de la propia opinión) con todas las terribles consecuencias que se derivan con implacable rigor lógico de este delirante punto de partida. La capacidad de vivir con verdades relativas, con preguntas para las que no hay respuesta, con la sabiduría del no saber y con las paradójicas incertidumbres de la existencia, todo esto puede ser la esencia de la madurez humana y de la consiguiente tolerancia frente a los demás” (Watzlawick, 1992:122).

Dejemos el tema a quienes aún intentan fundamentar una ética capaz de proveer una orientación normativa universal para esta compleja sociedad contemporánea. Si, por otra parte, asumimos la descripción policéntrica de esta sociedad, junto con aceptar la imposibilidad de que ésta sea moldeada normativamente bajo una ética universalmente consensuada, podemos destacar que esta imposibilidad no anula el potencial de influir éticamente por medio de la intervención social, en tanto la moral se encuentra embebida en la comunicación, a la cual todos estamos acoplados. Hemos dicho que el asumir la evidencia de la diferenciación funcional y el ciego despliegue del operar autónomo de los sistemas funcionales no tiene porqué llevarnos a abandonar los intentos por incidir en el rumbo de la evolución de la sociedad.

 

 

7. Elementos éticos en una intervención social sistémica.

 

Si bien, como ya he reiterado, la teoría de sistemas sociales se abstiene de ofrecer fundamentos éticos para una intervención social, la premisas que provee para delinear estrategias de intervención conllevan algunos elementos éticos. Dos son las constataciones en el ámbito de la ética que se desprenden de intervenciones basadas en la teoría de sistemas sociales. La primera dice relación con las características del tipo de intervención social que se puede sustentar en dicha teoría y que hemos esbozado al exponer las estrategias para una intervención plausible y eficaz en la sociedad policéntrica. La segunda apunta a que, al no encontrar una normatividad incorporada al interior de la teoría, cualquier iniciativa de intervención social sólo tiene como fundamento la propia referencia ética del interventor.

Veamos en primer lugar —desde la perspectiva ética—, las características del tipo de intervención social viable en el operar de sistemas autónomos, operativamente clausurados pero abiertos a las irritaciones desde su entorno. Ante ello dijimos que sólo podemos intervenir invitando o incentivando al sistema a incorporar nuestras propuestas. Dijimos que el sistema que intenta intervenir debe ingeniárselas para que su intervención sea procesada voluntariamente por el sistema que es objeto de ella. De partida entonces, este tipo de intervención deja fuera cualquier intento impositivo, ya sea basado en la fuerza, el poder, o las exhortaciones morales amparadas en verdades inamovibles que no le hagan sentido al sistema a intervenir. Y aunque esta estrategia no obedezca a motivos éticos sino pragmáticos, las consecuencias éticas son claras: apuntan a un tipo de intervención no jerárquico, no normativo ni basado en el control.

Por otra parte, si sólo es posible irritar al sistema a intervenir con ofertas comunicativas que le hagan sentido sobre la base de sus propias distinciones, para que la intervención tenga éxito es necesario que el interventor conozca las especificidades del sistema que desea intervenir. Dijimos que en lo posible habría que adelantar las “reacciones” del intervenido ante las propuestas que le ofrecemos. Desde el punto de vista ético, respecto de esta característica de la estrategia sistémica, no está clara su virtud. Se puede intentar conocer y adelantar las reacciones del sistema a intervenir con fines benéficos pero también dañinos. Lo mismo se puede decir de la característica de que el sistema interventor logre “traducir” su oferta al lenguaje del sistema intervenido.

Igual ambivalencia ética muestra la característica aparentemente positiva o más bien inofensiva respecto que el interventor opera sólo como facilitador de una auto-transformación llevada a cabo por el propio sistema a intervenir; de que sólo provee información útil para orientar el cambio que debe ser percibido como válido por el sistema intervenido. Esta característica puede destacarse como respeto a la autonomía del sistema intervenido, pero también puede observarse como una manipulación (más o menos perversa) por parte del interventor, como nos dejan en claro el lobby, la publicidad y las diversas estrategias de marketing.

Si bien la lógica sistémica de intervención social tiene su gran fortaleza en su viabilidad de cara a la moderna sociedad policéntrica, podría observarse como su debilidad el que se trate de una estrategia de intervención éticamente débil, vulnerable o ambivalente. Si bien se trata de una estrategia que invalida la vía impositiva basada en el poder y la coacción, el autoritarismo en todas sus formas, incluidos los intentos de imposiciones éticas, no da ninguna garantía de que no pueda ser utilizada para intervenir intentando producir un mal.

En efecto, al indicar que la teoría de sistemas sociales no provee fundamentos normativos para la intervención y que por ello la motivación ética se mantiene en el ámbito del interventor, se admite que ésta pueda obedecer (tanto como la razón) a motivaciones de todo tipo. En esto consiste la segunda constatación ética que anunciamos respecto de la teoría: toda iniciativa de intervención social tiene como fundamento la propia referencia ética del interventor.

La lógica conclusión es que si —a diferencia de las teorías de la sociedad que incluyen su propia normatividad— en la teoría de sistemas sociales el impulso ético queda librado a quien utilice la teoría, está claro que esta teoría no puede dar garantías éticas. Más bien se la podría describir como un arma de doble filo: por un lado no alinea éticamente a quienes la utilizan y ello permite mantener la libertad de elección de cada cual, pero por otro lado, la teoría no garantiza que no pueda ser utilizada para sostener intervenciones éticamente cuestionables.

Si aceptamos dicha conclusión, debemos partir por tomarnos en serio el que desde la perspectiva de la operación de la sociedad contemporánea —una sociedad sin cabeza—, ninguna ética cuenta con una supremacía para abrirse camino en la evolución social. Si ante ello queremos persistir en nuestro afán por incidir en el devenir de la sociedad, debemos aceptar dicha observación como parte de las nuevas condiciones de posibilidad de intervención social y adecuar (¡y reforzar!) nuestras motivaciones éticas, estrategias y herramientas para que nuestros esfuerzos fructifiquen. Debemos entrar de lleno en la “lucha por la restabilización comunicactiva” (expresión mía de ningún modo atribuible a la teoría), a sabiendas que habrá muchas otras motivaciones éticas que también intentarán que sus propuestas sean restabilizadas en la comunicación social.

Sólo contamos —como nos indica la teoría— con nuestra “capacidad de estructuración comunicativa” en el proceso de evolución de la comunicación social, para lo cual, si bien la propia teoría nos ofrece las bases para una estrategia de intervención eficaz, se queda muda respecto a las motivaciones para intentarlo. Hemos de separar el observar (teórico) no del intervenir (práctico), sino del fundamentar dicho intervenir (ética). La intervención social nos lleva del ámbito científico al dominio de la ética. Ello nos obliga a definir una orientación ética específica desde la cual fundamentar nuestra particular modalidad de intervención social.

 

 

8. Fundamentos éticos para la intervención social sistémica: dos ejemplos.

 

Hemos dicho que si bien se puede mantener la orientación ética al margen de la descripción científica de la sociedad, ello no es posible cuando se pretende intervenir en ella. En efecto, toda propuesta de intervención social adquiere su sentido a partir de valorar negativamente algún aspecto de la sociedad y, a la vez, presentar una propuesta alternativa frente a ello. La proposición de alternativas implica una valoración de ellas por sobre su negación y por sobre otras alternativas. Es, entonces, el impulso ético lo que funda cualquier propuesta de intervención social. No es posible intervenir sin una propuesta basada en el juicio de que lo propuesto es mejor que su inexistencia o su alternativa. Constatamos así la ineludibilidad del tema moral como fundamento de la intervención en la sociedad.

Situados en el terreno de la ética podemos intentar responder el amplio espectro de preguntas que suscita el tema de la intervención social: ¿Por qué intervenir? ¿Quién lo hace, debe, o le corresponde hacerlo? ¿Desde qué ética fundamentar la intervención? ¿Cómo realizar el diagnóstico e identificar los factores asociados a lo que se intentará cambiar? ¿Cómo identificar los contenidos de la intervención social?

De aquí en adelante, las respuestas se tornan contingentes, es decir, pueden adquirir formas diversas para responder a las mismas preguntas. Sólo a modo de ejemplo, en tanto no corresponde aquí profundizar en ello, mencionamos a continuación dos propuestas que se originan igualmente en la teoría de sistemas sociales pero que adquieren variantes particulares al adentrarse en el terreno ético. Se trata de una propuesta de “intervención sistémica contextual como coordinación pragmática de intransparencias” (Mascareño 1996; 2011), y lo que provisoriamente he llamado un “modelo constructivista de intervención social de base paradigmática” (Dockendorff, 2002; 2012).

La teoría de la intervención como coordinación pragmática de intransparencias3  se caracteriza por la ausencia tanto de una concepción ideológica que determine la dirección que debe tener el cambio, como de una estrategia de intervención que utilice el poder de la coacción.

 

 

3.-Alude a que las condiciones de clausura operativa de los sistemas autónomos que se intenta coordinar, hacen que sean intransparentes y opacos uno frente a otro.

Parte por no presuponer ninguna estructura jerárquica en la sociedad y se plantea como alternativa a una teoría del control. Afirma que no se trata de promover el orden ni la integración social, sino de preservar el desarrollo autónomo del operar de cada sistema funcional. La dimensión ética básica está en valorar la autonomía de todas las esferas de la sociedad, y en valorar una coordinación pragmática —en oposición a fundamentarse en bases ideológicas o teleológicas—, por lo que no concibe la intervención como una cuestión normativa. Cuestiona la estrategia regulativa basada en prescripciones morales, afirmando que “no es útil para el incentivo de las libertades operativas tanto en el nivel sistémico como en el individual. El vínculo con el tema moral es una práctica que una teoría de la regulación para la coordinación pragmática de intransparencias sistémicas no puede incorporar, puesto que la única determinación axiológica que reconoce es la que le incentiva a desarrollar intervenciones sin imponer sus distinciones a los regulados” (Mascareño, 1996:19).

En tanto valora la sociedad acéntrica en la que ningún sistema tiene el derecho a imponer regulaciones sobre otros, se trata entonces de una propuesta de intervención social carente de pretensiones normativas que atenten contra la autonomía de los sistemas involucrados. ¿En qué circunstancias y para qué pretende intervenir entonces?

Dos son las situaciones en las que este tipo de intervención se justifica: ante los efectos indeseados o perturbadores del operar de un sistema, o ante el afán de des-diferenciación de algún sistema funcional. La primera situación se deriva del operar de los sistemas sociales que —como hemos visto— son clausurados operacionalmente por lo que su operar sigue sólo el despliegue de su propia lógica y son ciegos a los efectos provocados en su entorno. Un primer tipo de intervención se justifica entonces, cuando la reproducción autopoiética de las operaciones sistémicas se traduce en consecuencias inestabilizantes para el entorno (como los daños ecológicos producidos por el sistema económico).

La segunda situación que justifica la intervención desde la perspectiva de la teoría de la intervención como coordinación pragmática de intransparencias, se da cuando coexisten procesos de diferenciación funcional con sistemas que, contrariamente, presionan por una des-diferenciación. Es lo que ocurre cuando un sistema “coloniza” a otro, esto es, interfiere o dificulta la reproducción de su autopoiesis (como los casos de corrupción, en que a través de operaciones informales –por ejemplo por parte del sistema económico— se intervienen los procedimientos de otros sistemas (como el político o el educacional). En estos casos “la preocupación regulativa no sólo tiene que lidiar con la coordinación de las intransparencias, sino además con el ímpetu hegemónico de los sistemas por controlar su entorno y con la pretensión normativa de aquellos que se resisten a la diferenciación de la sociedad” (Mascareño, 1996:4). En las dos situaciones expuestas, se interviene para corregir problemas de coordinación entre sistemas que son ciegos los unos a los otros, intentando preservar la autonomía de cada cual. Así, para la teoría de la intervención como coordinación pragmática de intransparencias constituye un valor central el respeto por la autonomía, la diferenciación y la complejidad de cada sistema.

Este reconocimiento de la plena autonomía y diversidad de los sistemas involucrados (psíquicos o sociales), implica la imposibilidad de promover una visión común impuesta normativamente. Cuando la sociedad se comprende como un orden emergente que ya no se constituye en base a un criterio de verdad o validez, una teoría de intervención social “no se estructura sobre un presupuesto normativo emancipatorio (justicia, solidaridad, racionalidad, naturaleza humana) que quiera ser desplegado por medio de la teoría o por medio de la praxis de intervención, sino que se estructura sobre un análisis teórico que arranca de la contingencia del mundo” (Mascareño, 2011:26). El autor es enfático al sostener que “si existe algún horizonte normativo para una intervención sistémica contextual, éste es evitar la eliminación de la contingencia del mundo... La intervención sistémica contextual es una defensa de las múltiples posibilidades que el mundo propone a los individuos, por ello busca coherencia sin eliminar autonomía” (2011:26). Consecuentemente, el autor concluye sosteniendo que “si en alguna ética se basa la orientación contextual, ella puede ser denominada como ética de la contingencia” (Mascareño, 2011:27-8).

Esta conclusión no es compartida por el modelo constructivista de intervención social de base paradigmática (Dockendorff, 2002, 2012), pese a reconocer igualmente la contingencia del mundo y concordar plenamente con los planteamientos teóricos del modelo antes descrito. Comparte el acercamiento no jerárquico, no normativo ni basado en el control como estrategia de intervención, y para ello también prescinde de ideologías o teleologías como fundamentos para intervenir. Asimismo, comparte el respeto por la autonomía de los intervenidos, ya sean sistemas, organizaciones, instituciones o personas, como también la orientación pragmática de la intervención, dado que se trata de la única manera viable de producir cambios.

Difiere, en cambio, respecto a la posición que adopta precisamente ante la contingencia del mundo. Para el modelo constructivista de intervención social de base paradigmática no se trata de una ética de la contingencia sino de una ética a partir de la contingencia. A mi juicio la contingencia del mundo requiere menos de ser preservada que de ser orientada, influida, matizada, fecundada si se quiere, éticamente. La preservación de la contingencia, que es también la preservación de la libertad y de la capacidad de vivir con verdades relativas, con la sabiduría del no saber y la consiguiente tolerancia frente a los demás como diría Watzlawick, está evolutivamente garantizada, y ya hay mecanismos instalados mundialmente para revertir afanes colonizantes, des-diferenciadores y moralizadores universales. Sin embargo, ante los efectos del ciego operar de los sistemas que afectan principalmente al entorno sico-orgánico de la sociedad (los seres humanos y la Naturaleza), no parecen ser nunca suficientes las intervenciones mitigadoras, correctoras o radicalmente innovadoras.

Estas intervenciones no requieren, sin embargo, de fundamentos éticos aceptados como doctrinas o principios universales para justificarse. En cambio sí necesitan de motivaciones morales, no necesariamente observantes de alguna ética formalizada, para transformase en propuestas. El juicio moral del que inevitablemente se requiere partir, no tiene porqué tratar de convencer sobre qué es lo bueno y qué lo verdadero. Por cierto tiene que aceptar que tendrá que pasar por el proceso que mueve la evolución de la sociedad e ingeniárselas para que su propuesta sea la que se restabilice, en desmedro de sus competidoras. Para ello no cuenta con garantía moral, sólo con la capacidad de que su propuesta logre ser incorporada a la comunicación, es decir, a la sociedad.

En consecuencia, en el caso del modelo constructivista de intervención social de base paradigmática, el primer fundamento ético consiste en que si deseamos un bien que no está presente en nuestra sociedad, si no lo ofrecemos como intervención social, dejamos el camino abierto para la mantención del status quo (el mal no deseado) o para que intervengan otros y la evolución de la sociedad pueda adoptar un curso que no deseamos. Ante el hecho ineludible de la permanente variación de comunicaciones, y en la implicación de que si no se restabilizan nuestras alternativas valoradas, indefectiblemente se restabilizarán aquellas propuestas por otros, la decisión de intervenir se constituye en una decisión moral: dado como opera y evoluciona la sociedad, si me importa lo que le ocurre a su entorno —humano o natural—, debo intervenir.

Nuestra perspectiva de intervención social arranca así del reconocimiento del operar de la evolución social en la que el devenir de las variaciones, selecciones y restabilizaciones comunicativas es un fluir permanente que implica la inevitabilidad de la intervención, ya sea la nuestra o la de otros. Ante ese factum, decide participar activamente en dicho inevitable proceso. Con esto respondemos a las preguntas antes formuladas ¿Por qué intervenir? ¿Quién lo hace, debe, o le corresponde hacerlo? Ahora, la pregunta sobre desde qué ética fundamentar la intervención tiene dos respuestas: la primera queda remitida al ámbito motivacional particular del interventor, quien —más que fundamentarlas éticamente— buscará que sus propuestas hagan sentido al sistema intervenido (social o psíquico). Pero también se responde a través de las otras preguntas pendientes ¿Cómo realizar el diagnóstico e identificar los factores asociados a lo que se intentará cambiar? ¿Cómo identificar los contenidos de la intervención social? Ambas preguntas conllevan una dimensión ética y de ellas se hace cargo también el modelo propuesto.

Antes de abordar las respuestas pendientes, quisiera hacer un alcance respecto de la ética particular que motiva al interventor. Si bien ésta no requiere ser explícita, a mi modo de ver y como he argumentado en otros textos (2005, 2012), la orientación ética del interventor no debería darse por sentada y haría bien en explicitarse y exponerse abiertamente a la confrontación reflexiva (aunque no contemos con la garantía de un telos inmanente del lenguaje como lo asegura Habermas). He sostenido que si bien ello no es condición de una intervención eficaz, es —como mínimo— una exigencia de transparencia y honradez intelectual. Lo que sí queda claro y no cabe como opción discrecional, es que la propia ética no puede ser tratada como una verdad absoluta o un valor a universalizar.

En cuanto a cómo realizar el diagnóstico e identificar los factores asociados a lo que se intentará cambiar y, a partir de ello, definir los contenidos de la intervención social, el modelo de intervención propuesto tiene como objeto central proponer soluciones a los problemas detectados por los propios potenciales intervenidos. De este modo, diagnostica y define los contenidos de la intervención social a partir de las comunicaciones aportadas por los sistemas que serán abordados en la intervención, ya sea de forma directa o indirectamente a través de intervenir en sistemas sociales cuyo operar los afecta. Dado que sólo el poder de la irritación propositiva resulta efectivo, en el caso de una intervención directa se trata de aclarar a los intervenidos de que la intervención propuesta no tiene más objeto que avanzar en la búsqueda de soluciones a los problemas detectados por ellos mismos. Así, sólo esta forma de definir las intervenciones es la que satisface tanto la ética en la que el modelo se sustenta como la factibilidad de realizar intervenciones viables.

Para el caso de intervenciones indirectas, esto es, a través de intervenir en sistemas sociales cuyo operar afecta a los destinatarios finales, el modelo constructivista de intervención social de base paradigmática, propone intervenciones que parten igualmente de las observaciones de los potenciales beneficiarios de la intervención, pero que luego el interventor relaciona con los supuestos básicos que caracterizan lo que con anterioridad he llamado el paradigma socio-cultural vigente, esto es, aquellos supuestos que conforman lo que Luhmann llama el “acervo de pensamiento específicamente moderno” (2007:709 ss.). Si bien la teoría de sistemas sociales no otorga una función estructural particular a dicho acervo, para efectos de una intervención social de orientación sistémica, los supuestos (comunicaciones condensadas a altos grados de abstracción) que lo conforman, se mantienen latentes a través de los distintos sistemas funcionales y pueden ser confrontados en intervenciones sociales.

No podemos aquí extendernos en describir este modelo de intervención social que atiende al paradigma sociocultural vigente. Lo hemos mencionado como un ejemplo más de las estrategias de intervención social que pueden derivarse de la teoría de sistemas sociales y su descripción del operar de nuestra moderna sociedad acéntrica. A partir de los ejemplos de intervención social de base sistémica hemos intentado aclarar el papel de la ética y las condiciones de factibilidad de intervenir en la compleja sociedad contemporánea.

 

A modo de síntesis

La pregunta que animó las reflexiones precedentes apuntó a las posibilidades que tendría una nueva ética de ser aceptada en la compleja sociedad contemporánea. No se trataba de poner en duda la capacidad de formular una ética integrativa sino cuán viable sería su adopción en forma transversal en la sociedad. Buscamos la respuesta en los aportes de las descripciones sociológicas más recientes de la sociedad actual. Ello nos llevó a ir más allá de la ética a analizar cómo es que llegan las nuevas ideas a formar parte de nuestra compleja sociedad, en particular, qué posibilidades tenemos los individuos de realizar intervenciones sociales con algún grado de viabilidad.

La comprensión de la sociedad contemporánea como sociedad del conocimiento, nos aclaró que en una sociedad en la que han llegado a primar las expectativas cognitivas por sobre las normativas, no es posible aspirar a una ética de pretensiones universales, por integrativa que ésta pueda llegar a ser. Por su parte, la descripción de la sociedad contemporánea como sociedad funcionalmente diferenciada o sociedad policéntrica, refrendó dicha conclusión. La teoría que la describe, expone con claridad la emergencia de una sociedad que opera bajo sus propios dinamismos; un operar descentralizado, diferenciado en sistemas autónomos que sólo prestan atención a sus propias lógicas, ajenos a cualquier pretensión de conducción universalmente vinculante; una sociedad que ya no puede concebirse como un epifenómeno de las motivaciones y acciones discrecionales humanas. La conclusión apuntó a que la compleja sociedad contemporánea ya no puede ser moldeada normativamente, éticamente.

Sin embargo, si no la ética, la moral mantiene una presencia ineludible en la sociedad, es inseparable de las orientaciones humanas; los seres humanos son también sistemas que operan acoplados a la comunicación, que es la que da origen a la emergencia de la sociedad como un gran sistema que evoluciona procesando, precisamente, las comunicaciones en forma de variaciones que surgen desde su entorno humano.

Aquí es donde encontramos —como individuos— la posibilidad de incidir en el devenir de la sociedad. Esta sociedad policéntrica no sólo deja espacio para la intervención, sino que, comprendiendo las exigencias que impone su condición de diferenciación funcional, podemos definir estrategias viables de intervención, esto es, adecuadas al operar de la sociedad. La propia teoría de sistemas sociales nos entregó valiosas pistas para la construcción de dichas estrategias, al describir con claridad el operar de los sistemas tanto psíquicos como sociales.

¿Y la ética? El análisis desarrollado nos permitió sostener que el impulso ético le pertenece al interventor. A la teoría sociológica sólo le compete proveer las descripciones (exigencias, limitaciones) del contexto social en donde se intentará intervenir; no da garantías éticas, es más, puede ser utilizada bajo cualquier tipo de motivación. Ello, sin embargo, en lugar de desmotivarnos o desestimar las descripciones de la teoría, puede servirnos de acicate ético para participar en lo que llamamos la “lucha por la restabilización social” aludiendo a que si la sociedad no incorpora nuestras (valoradas) irritaciones, entonces lo hará con otras.

 

Pero nuestras mejores ideas no son garantía de éxito; sólo podemos hacer un esfuerzo que agregue a nuestras propuestas, una estrategia eficaz de intervención social. Si nuestra ética nos exige ir más allá de las meras proposiciones, o terminar nuestras reflexiones con  un “hay que”, nuestras propuestas de intervención social —cualquiera sea nuestro fundamento ético— deben primero conocer y asumir la forma de operar de la sociedad moderna, para así desarrollar estrategias acordes que aumenten su eficacia al llevarlas a la práctica. La respuesta a la necesidad ética de encontrar formas innovadoras de intervención social la tenemos a la mano: se trata de agregar al impulso ético que nos mueve a la intervención, una estrategia eficaz. Eficacia y factibilidad son entonces las coordenadas que deben sumarse a la ética para lograr intervenciones con algún potencial de éxito en la sociedad contemporánea.

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