ESTACIÓN CUARENTA - LA ‘MONARQUÍA’ DE DANTE Y LOS FINES DEL ORDENAMIENTO SOCIAL

ESTACIÓN CUARENTA

LA ‘MONARQUÍA’ DE DANTE Y LOS FINES DEL ORDENAMIENTO SOCIAL

 

Después de que los espíritus utopistas se retiraron, Dante permaneció un largo rato en silencio, reflexionando sobre lo que había escuchado.

Ello no dejaba de ser sorprendente, pues hasta ahora el Maestro había siempre apurado la marcha y cuidado que el tiempo no transcurriera en vano.

No me atreví a interrumpirlo y me quedé esperando que dijera algo o que tomara alguna decisión. Pero no supe cuánto tiempo duraron sus cavilaciones porque me quedé dormido.

Tengo un vago recuerdo de haber soñado con algo como un paraíso terrenal en una tierra nueva maravillosa. Un paraíso no habitado por una sola pareja como el que cuenta la Biblia, sino por multitudes de hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos.

Me despertó la voz suave y amable de Dante. Creyendo que me llamaba para continuar el viaje me puse inmediatamente de pie, pero al ver que mi guía no se movía me senté a su lado.

 

Dante

 

Tengo una inquietud” – me dijo. “No dudo de que estos tres espíritus que nos refirieron sus proyectos, tenían claro que la finalidad de esos modelos económicos y políticos no es otra que el bien de las personas.

Pero me preocupa que los hombres y mujeres convocados a realizarlos los asuman como fines, y no como medios para el desarrollo humano, comenzando por ponerse ellos mismos como instrumentos que se sacrifican por la causa.

La economía y la política son medios, y es peligroso que sean asumidos como fines, porque ello conduce inevitablemente a sacrificar a las personas en función de algo que es inferior a ellas mismas”.

Pero tú también, en La Monarquía, elaboraste y propusiste un modelo de sociedad y de gobierno, un reino universal de justicia, de libertad y de paz – repliqué. – Y lo hiciste varios siglos antes de los tres autores con los que acabamos de estar.

Y varios siglos después de que Platón escribiera La República y Aristóteles La Política, replicó Dante. Pues, como dije en las primeras líneas de ese libro, considero que todos los hombres en quienes la naturaleza superior imprimió el amor a la verdad, así como se han visto beneficiados por el trabajo de sus antepasados, así también ellos se preocupen por los que han de sucederles, para que la posteridad se vea enriquecida con sus aportaciones.

Quien instruido en la doctrina política no se preocupe de contribuir al bien de la República, se halla lejos del cumplimiento de su deber.

Mi inquietud se refiere al modelo de civilización, que debe ser pensado para que la economía, la política y la ciencia estén al servicio de los fines del ser humano; y también al proceso de su realización práctica, que no debe desviar a las personas de sus fines últimos.

Y yo sospecho que el fracaso de los icarianos y de otros proyectos socialistas y utópicos que se hayan emprendido, tiene mucho que ver con esta confusión de los medios con los fines.”

Entonces, Maestro, ¿puedes ilustrarme sobre los verdaderos fines que deben primar en nuestras iniciativas y proyectos de creación de una mejor economía y de una nueva civilización?

Si yo tuviera todas las respuestas – replicó –, hubiera bastado nuestro encuentro y una larga conversación entre tú y yo, en vez ser quien te guía en este largo viaje, cuya segunda etapa hemos recién comenzado”.

Diciendo esto se alzó y comenzó a buscar sin apuro y en silencio el sendero por donde pudiéramos subir más fácilmente la alta montaña, hacia la siguiente explanada.

Yo me apresuré a seguir los pasos de mi Maestro, cuando una sombra que venía detrás mío comenzó a gritar:

Muévete, tú, que con tu cuerpo no dejas pasar la luz e impides que mi vista alcance a ver al espíritu que va delante tuyo”.

Me sobresalté pues era la primera vez durante el viaje que alguien me increpaba de ese modo hostil. Me volví y pedí disculpas explicando que el hecho de que mi cuerpo no fuese transparente como el espíritu, no dependía de mi voluntad.

El Maestro notó mi turbación y me dijo: “¿Por qué tu ánimo se distrae? ¿Acaso debiera importante lo que otros murmuren a tu espalda?

No permitas que te afecte lo que griten los demás, pues tu deber es mantenerte firme como una torre que no se inclina por más que arrecie una tempestad.

El hombre en cuya mente se agitan muchas ideas, no realiza ninguna, pues la vehemencia de unas debilita a las otras, y así se anulan todas”.

No atiné a responder más que “¡Ya voy!”, y caminé con mayor empeño, ruborizándome por haber merecido tal reprimenda.

Mientras continuábamos subiendo recordé un párrafo de Monarquía que hizo aflorar en mi mente una pregunta que no pude retener:

Maestro, me parece que en tu libro sostienes que un poder participado por muchos sujetos distintos, de diferentes clases y tipos, es necesariamente defectuoso, por lo que conviene un orden mundial dirigido por un único monarca o emperador.

¿Será entonces que es mala la democracia? ¿Acaso afirmas que la concentración del poder en un solo individuo no es una tiranía? ¿O es que yo he entendido mal tus palabras?

Dante reflexionó un momento antes de responder:

 

Utopía monarquía

 

Lo que escribí es muy claro. Sostuve que el fin de la organización social es el pleno desarrollo de los seres humanos, y que ningún régimen político, por sí mismo, conduce a la perfección de las potencias de las personas como individuos, ni de la humanidad como un todo.

El fin del hombre y de la mujer es alcanzar el mayor y mejor despliegue de lo que tienen de específicamente humano, esto es, su espíritu, su inteligencia, su libertad.

Al no ser los hombres animales gregarios, sino seres libres dotados de la capacidad de pensar y de querer, que tienen la necesidad de vivir en compañía o sociabilidad con los demás, son llevados a asumir una serie de reglas y normas para convivir en armonía.

El desarrollo pleno de las personas, de las comunidades y de la humanidad, requiere paz y concordia.

Por eso sostuve que la perfección a la que hay que avanzar, y que puede lograrse en un futuro lejano, es un reino universal de paz, donde no existan Estados que se enfrenten unos contra otros, ni clases sociales en pugna, ni partidos políticos que luchen entre sí por el gobierno, ni individuos que se disputen el poder.

En ese sentido afirmé que el gobierno no debiera ser participado por muchos sujetos, porque inevitablemente entrarán en conflictos, debiendo en consecuencia ser detentado por una sola autoridad, que llamé Monarca.

Puede haber una solución mejor; pero el principio básico, el fin de todo el orden social, es el desarrollo del espíritu de las personas, de su inteligencia y de su voluntad, lo que requiere la más plena libertad de los individuos, en una humanidad unificada.

La libertad, que es el mayor don que nos ha hecho Dios, consiste en ‘ser por sí mismo y no en virtud de otro’, lo que supone que no existe sumisión de ninguno.

Si cada uno se gobierna a sí mismo, movido por su conciencia y su libertad, en una sociedad organizada conforme a leyes justas establecidas de común acuerdo, el monarca tendrá apenas un poder residual, y será poco más que un símbolo y un garante de la unidad de la especie humana.

Allí donde todas las personas sean libres, no hay dictadura, nadie tiene el poder de imponer su voluntad a los demás”.

Si fuera como dices – comenté –, la cuestión clave a resolver es a quién corresponde esa autoridad única, o en otras palabras, quién ha de ser el monarca.

La respuesta que di a tu pregunta fue consecuente con mi creencia sobre el fin último del hombre y de la humanidad, que es la perfección de sus potencias, siendo la superior de ellas la facultad intelectiva.

Como ésta no puede ser actualizada totalmente por ningún individuo, se requiere la colaboración de todos, y especialmente de las personas dedicadas al conocimiento y los saberes.

La potencia intelectual de la que hablo no sólo se orienta a las formas universales o generales, sino también a las particulares; por eso se dice que el entendimiento teórico, por extensión, se hace entendimiento práctico, cuyo fin es actuar y hacer.

Con esto queda claro aquello de que, en la política, los que poseen una inteligencia vigorosa deben, por exigencia de la misma, ejercer su autoridad sobre los demás. El monarca debiera ser, pues, un sabio, conocedor de los asuntos teóricos generales, y prudente en los asuntos prácticos particulares”.

Después de un momento de silencio, en que yo esperé que el Maestro continuara explicando cómo entendía la monarquía, se limitó a dar por terminada su disertación con estas palabras:

Pero ya te dije que no tengo más respuestas que éstas que dejé en mis obras, por lo que conviene que apuremos el paso y nos dirijamos hacia las nuevas experiencias y aprendizajes que te esperan en este viaje.

Avanzaremos lo que queda del día todo lo que podamos; pero presta mucha atención porque el sendero es empinado y escarpado”.

Esa noche la pasé desvelado, pensando en la conversación de la tarde. Las cuestiones del cambio social, del papel de la política, y del mejor ordenamiento instiucional del poder, han ocupado mi mente durante años, y tuve la impresión de que ahora, en tan breve lapso, lo esencial se había dilucidado.

Pero no quería dejar el tema y de madrugada, antes de reemprender la marcha, comenté al Maestro una de las tantas cosas que pasaron por mi mente durante el insomnio.

Hay en mi tiempo un escritor y poeta que admiro, de nombre Jorge Luis Borges, que escribió un cuento hermoso, inteligente y sugestivo como todo lo que brotó de su pluma. Lo recordé mientras pensaba en las cuestiones que ayer nos ocuparon.

 

Borges

 

Será un placer si me lo cuentas mientras continuamos ascendiendo la montaña” – dijo Dante, de modo que con gusto relaté para él lo que del episodio El Congreso retengo en la memoria.

Un tal Alejandro Glencoe, un señor de aire digno, ya entrado en años, con la frente despejada, los ojos grises y una canosa barba rojiza, que solía apoyar en el bastón las manos cruzadas, aspiró alguna vez a ser diputado, pero los jefes políticos le cerraron las puertas del Congreso del Uruguay.

El hombre se enconó y resolvió fundar otro Congreso de más vastos alcances. Recordó haber leído que un tal Anacharsis Cloots, devoto de la diosa Razón, a la cabeza de treinta y seis extranjeros habló como "orador del género humano" ante una asamblea de París. Movido por su ejemplo, don Alejandro concibió el propósito de organizar un Congreso del Mundo, que representaría a todos los hombres de todas las naciones.

El centro de las reuniones preliminares era una Confitería; pero pronto se hizo necesario instalar la sede en un lugar más vasto, por lo que hizo construir un edificio en una estancia de su propiedad.

Don Alejandro pretendía que el Congreso del Mundo fuera realmente representativo, por lo que al comienzo integró a un hombre mucho más joven de pelo rojo; a un muchacho de cara larga y de frente singularmente baja trajeado como un dandy, a una mujer mayor, a un niño de diez años vestido de marinero, a un pastor protestante, a dos inequívocos judíos, a un negro con pañuelo de seda y ropa muy ajustada, y así a varios más, seleccionados con el más amplio criterio y aceptación de la diversidad.

Al principio los congresales cobraban sus dietas, que no eran deleznables, pero el fervor que los encendía hizo que uno de ellos renunciara a la suya y lo mismo hicieron los otros. Esa medida fue benéfica, ya que sirvió para separar la mies del rastrojo; el número de congresales disminuyó y sólo quedaros los fieles.

El único cargo rentado fue la Secretaria Nora Erfjord, que carecía de otros medios de vida y cuya labor era abrumadora. Organizar una entidad que abarcara el planeta no es una empresa baladí. Las cartas iban y venían y asimismo los telegramas. Llegaban adhesiones del Perú, de Dinamarca y del Indostán. Un boliviano señaló que su patria carecía de todo acceso al mar y que esa lamentable carencia debería ser el tema de uno de los primeros debates.

Un día alguien planteó un problema de índole filosófica. Hizo ver que planear una asamblea que representara a todos los hombres era como fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atareado durante siglos la perplejidad de los pensadores. Sugirió que, sin ir más lejos, don Alejandro Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a los orientales y también a los grandes precursores y también a los hombres de barba roja y a los que están sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega. ¿Representaría a las secretarias, a las noruegas o simplemente a todas las mujeres hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para representar a todos los ingenieros, incluso los de Nueva Zelandia?

Otro congresista comentó que el Congreso del Mundo no podía prescindir de una biblioteca de libros de consulta. Nierenstein, que trabajaba en una librería, fue consiguiendo Atlas y Enciclopedias, y diversas obras de autores clásicos.

Mientras el grupo de los Congresales continuaba creciendo, también lo hacía la biblioteca, que no podía reducirse a libros de consulta y a las obras clásicas, sino que debía incluir escritos de todas las naciones y lenguas, que eran un verdadero testimonio que no podía ser ignorado sin peligro.

Sucedieron diversas peripecias, discusiones y aventuras que sería muy largo contar. Lo importante, como sucede con casi todos los cuentos, es lo que ocurre al final.

Un día llegó don Alejandro, casi como si corriera. Su voz no era la del pausado señor que presidía las reuniones. Sin mirar a nadie, mandó sacar todos los libros y ordenó prenderles fuego. “El Congreso del Mundo - protestó Nierenstein - no puede prescindir de esos auxiliares preciosos que he seleccionado con tanto amor”.

– “¿El Congreso del Mundo?” - dijo don Alejandro riendo con sorna, revelando enseguida el sentido de su decisión: - “Cuatro años he tardado en comprender lo que les digo ahora. La empresa que hemos acometido es tan vasta que abarca, ahora lo sé, el mundo entero. No es unos cuantos charlatanes que aturden en los galpones de una estancia perdida. El Congreso del Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo. No hay un lugar en que no esté. El Congreso es los libros que hemos quemado. El Congreso es los caledonios que derrotaron a las legiones de los Césares. El Congreso es Job en el muladar y Cristo en la cruz. El Congreso es aquel muchacho inútil que malgasta mi hacienda con las rameras”.

– “El Congreso del Mundo es también esta estancia que he vendido. Ya no me queda un palmo de tierra, pero mi ruina no me duele, porque ahora entiendo. Tal vez no nos veremos más, porque el Congreso no nos precisa, pero esta última noche saldremos todos a mirar el Congreso”.

Don Alejandro estaba ebrio de victoria, firme y lleno de fe. Nadie ni por un segundo pensó que estuviera loco. Partieron todos a recorrer la ciudad. Dijo, no recuerdo si don Alejandro u otro de los supuestos congresales: “Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. De esas metáforas ninguna sirve para esa larga noche de júbilo, que nos dejó, cansados y felices, en los linderos de la aurora. Es verdad que todos los hombres son miembros del Congreso del Mundo, que no hay un ser en el planeta que no lo sea. Sé que lo soy; eso me hace diverso de mis innumerables colegas, actuales y futuros”.

Pregunté al Maestro Dante, no sin antes explicarle que mi escueto y torpe resumen no le hacía justo honor al escrito original, qué le parecía el cuento y qué ideas le sugería.

Él, que había escuchado atentamente mi relato, se limitó a afirmar: “Cuando regrese al Parnaso lo primero que haré será buscar a Jorge Luis Borges, que seguramente habrá ya recibido el más grande galardón que otorgan los poetas a aquellos que alcanzan alturas sublimes”.


Luis Razeto

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