VIII. ANTONELLA SE LEVANTABA MUY TEMPRANO

VIII.

 

Antonella se levantaba muy temprano. Se iba caminando a la Universidad desde que perdió la bicicleta en la última tempestad, cuando fue salvada por Ambrosio y Matilde. Demoraba casi dos horas en llegar. Le maravillaba cada día el paso desde la oscuridad de la noche a la luminosidad del alba y de ésta a la intensidad de la luz cuando el sol aparecía sobre la cordillera. Ese progresivo despliegue de la luz la ponía optimista, llevándola a pensar que la humanidad saldría del tiempo oscuro en que estaba, y que no tardaría en abrirse una nueva era de paz, justicia y fraternidad. Pensaba Antonella que Dios no abandonaría nunca a la humanidad, aunque ésta lo hubiera negado y desconocido.

El ascenso paulatino de la luz y la repentina aparición del sol radiante despertaban cada día en ella emociones similares a las que sentía las tardes de domingo que dedicaba a leer poesía. Antonella llegaba así con entusiasmo a emprender los estudios del día. Contribuía también a ello que durante los primeros treinta o cuarenta minutos del trayecto las calles estaban prácticamente desiertas, pero poco a poco empezaban a aparecer los primeros transeúntes, y en seguida una multitud de bicicletas, y las pocas motos y automóviles que tenían permiso para circular en la ciudad.

Antonella no tenía miedo en avanzar por calles tan solitarias a esas horas poco frecuentadas. Los sistemas de alarma y monitoreo de los delincuentes y el nuevo Código Penal que se había decretado, habían demostrado ser muy eficaces en proteger a los ciudadanos y disminuir la delincuencia. Era uno de los logros de la democracia que más valoraba la gente, y que más ira producía a Kessler y a sus secuaces de la ex CIICI, pues las deficiencias de la vieja organización represiva quedaban abiertamente a la vista de todos.

Lo primero que hizo Antonella al ingresar a la Universidad el miércoles siguiente al de la visita a la Aldea Ecológica de Batuco, fue ir al locker donde cada mañana dejaba la colación que llevaba de la casa, y recogía los cuadernos y útiles que le servirían durante las clases y en la biblioteca.

Le extrañó ver una hoja de papel doblada que alguien había introducido por la fisura que quedaba en la base de la puerta metálica. Se sonrió imaginando que fuera un mensaje de Alejo, a quien había mostrado ese casillero una tarde que había ido a buscarla a la salida de clases.

La sonrisa se apagó en su rostro y sus ojos se enturbiaron cuando leyó el texto escrito con lápiz rojo en letras mayúsculas de molde:

¡TRAIDORA! ¿POR QUÉ ABANDONASTE A LOS QUE TE AYUDARON A DESCUBRIR EL ASESINATO DE TU PAPITO?

¿Quién podría haberle dejado ese mensaje odioso? Le vino a la mente un solo nombre: Arturo Suazo. Sólo él podría haber sido. Sólo él podía tenerle tanto odio, despechado por haber terminado la relación amorosa que mantuvieron hacía dos años atrás. Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué? ¿Qué pretendía?

Antonella rompió el mensaje en pedacitos y los tiró en el basurero más cercano. Si se llegaba a encontrar con Arturo lo enfrentaría y aclararía las cosas, para que nunca más se atreviera a insultarla.

Le costó ese día concentrarse en las clases.


 

* * *

 

Arturo Suazo, egresado de sociología, había vuelto a la Universidad ya no como alumno regular sino inscribiéndose en la Cátedra Abierta de Economía Política, que ofrecía un sociólogo que en tiempos de la Dictadura mantuvo un Curso de Metodología Cuantitativa y que ahora en Democracia se había atrevido a declararse marxista crítico.

Las Cátedras Libres, abiertas a todo el público que se interesara en asistir, se realizaban desde las 19.00 hasta las 21.00 horas. La de Economía Política se dictaba los martes y los jueves, y Arturo asistía a todas. Le interesaba la materia, pero además, aprovechaba el permiso para ingresar al Campus con el propósito de realizar proselitismo por el Partido por la Igualdad entre los estudiantes universitarios. Se había propuesto abrir el Frente Universitario del partido, reclutando a todos los estudiantes que pudiera, empezando por los de la Cátedra a la que asistía.

Contaba con la ayuda de la Camila, como la llamaban todos, una compañera del Partido que se inscribió también en la Cátedra Libre. Camila y Arturo habían perfeccionado la táctica para el reclutamiento de los jóvenes. Se habían hecho notar en las clases por las preguntas que planteaban frecuentemente al profesor, y en los tiempos de espera del inicio de clases y a la salida de ésta, se las arreglaban para formar a su alrededor un círculo de muchachos frente a los cuáles iniciaban una conversación sobre temas políticos de actualidad. Siempre en un momento de la conversación sacaban a relucir los planteamientos y propuestas del Partido por la Igualdad. Entonces explicaban que era un partido en formación y daban a conocer su ideario. A quienes se mostraban más interesados los invitaban a asistir a una reunión de información y reclutamiento, donde casi siempre lograban que la mayoría de los asistentes llenara con sus datos la ficha de inscripción.

Camila sentía admiración por Arturo, que también le atraía sexualmente. Arturo la consideraba una excelente compañera partidaria y no le prestaba mayor atención a sus insinuaciones, porque estaba interesado en otra compañera de su misma Célula partidaria. Pero Camila estaba decidida a llevarlo a la cama. Por eso lamentó el error que cometió cuando unos días antes le preguntó si ya había terminado enteramente, no en lo formal sino “en su corazoncito”, la relación sentimental que había tenido con Antonella. Él se molestó más de lo que hubiera imaginado. Se limitó a preguntarle en un tono airado:

— ¿Cómo sabes de ella? ¿Acaso la conoces?

— Pero hombre, no te molestes. Si en el partido todo se sabe ... Y sí, la he visto un par de veces aquí mismo en la Universidad. Está estudiando Pedagogía Inicial. Eso es todo lo que sé.

Arturo cortó la conversación cambiando de tema. Pero esa noche se durmió pensando en la muchacha fascinante y estúpida que había sido su pareja hacía ya dos años, y que no terminaba de olvidar.

 

***


 

Matilde pasó una semana entera tratando de concentrarse en el encargo que le había hecho su amigo el senador Larrañiche. Pensaba en lo importante de su pedido y en la inmensa responsabilidad que había recaído sobre ella. Pero no encontraba el modo de empezar a cumplir la tarea. En realidad, no se le ocurría una buena idea sobre cómo pudiera estructurarse la vida política en las nuevas condiciones democráticas que ella misma había contribuido tan decisivamente a dar comienzo dos años antes.

Buscando alguna inspiración y posible ayuda asistió a una conferencia en el IFICC, organización académica que tanto y tan bien le había colaborado en la ideación del nuevo Código Penal que propuso, y que tan buen resultado estaba dando en la disminución y control de la delincuencia. La conferencia la ofreció, en inglés, un profesor hindú que disertó sobre las más recientes avances de la biología en el conocimiento de los orígenes de la vida. Al concluir la conferencia el director del Instituto explicó el cronograma del programa de investigaciones que estaban realizando los distintos académicos.

Matilde comprendió de inmediato que esta vez no podría contar con la colaboración de sus amigos científicos, ocupados en muy complejos e importantes temas de la complejidad de la vida y de la mente. El plazo que Larrañiche había indicado a ella y a su hermano Ambrosio para que elaboraran los fundamentos teóricos y la propuesta práctica de un nuevo sistema político, hacía impensable trabajar con el grupo de científicos de alguna manera similar a como lo habían hecho en aquella ocasión en que se había comprometido con Juan Solojuán para dar su famosa conferencia.

El día siguiente al mediodía, después de haber recorrido tres veces las calles de la manzana en que estaba su casa sin que le hubiera surgido ninguna buena idea, decidió llamar a Ambrosio.

— Hola Ambrosio, ¿como estás?

— Hola hermanita. Yo muy bien, trabajando mucho en el asunto que nos solicitó Tomás Ignacio. Y tú ¿cómo estás? ¿A qué se debe tu llamada?

— Pues, a eso mismo. Me pasa que llevo una semana tratando de pensar en algo que pueda servir, y no se me ocurre nada que me convenza. Me he releído todas las utopías sociales que se han escrito, desde la de Tomás Moro hasta las que han formulado mis colegas que escriben libros de ciencia ficción. Y aunque encuentro allí muy ingeniosas ideas, la verdad es que no me parecen aterrizadas ni factibles de implementar en nuestro mundo actual. Porque algunas suponen que los seres humanos somos más sabios y santos de lo que somos, y otras se basan en avances tecnológicos que actualmente no están a disposición.

— Ahá! Interesante observación.

— Y tú ¿en qué estás? ¿Tienes ya algunas ideas claras?

— Pues, estoy estudiando. Como ya conozco muy bien las teorías políticas, desde Platón hasta la época moderna, me he dedicado a discernir en el modelo teórico del estado democrático moderno, elaborado entre los siglos diecisiete y diecinueve, aquellos elementos que tienen un valor permanente y que pueden ser rescatados, y aquellos otros que han estado en el origen de las contradicciones y conflictos que llevaron a la crisis de esas democracias. Pero aunque en el plano teórico llego a importantes conclusiones, la verdad es que no logro todavía aterrizarlas en alguna propuesta práctica. Lo que sí se me ha ocurrido es que nuestro amigo Tomás Ignacio hizo bien en invitarnos a los dos a trabajar en el tema. A mí que soy filósofo e historiador, bastante bueno en lo teórico, y a tí que eres la más ingeniosa e imaginativa escritora capaz de inventar los más insospechados futuros posibles.

— Sí, inteligente nuestro amigo. Pero me siento igual que cuando he terminado de escribir una novela: sin ideas, vacía, con la mente en blanco. ¿Te parece que podemos encontrarnos a conversar? Se me ocurre que inspirado por tus ideas pudiera yo imaginar algo que pueda ser interesante.

— ¡Por supuesto! Me parece fantástico. ¿Cuándo?

— Por mí, lo antes posible. Si te parece puedo pasar a buscarte hoy como a las cuatro. Será un placer agasajarte con algo rico para comer y beber.

— Bien! Te espero. Tendré listas unas hojas con los borradores que he escrito hasta hoy.


 

* * *


 

Antonella había decidido no darle mayor importancia al odioso mensaje anónimo que le habían dejado en su casillero de la universidad. Ella no había traicionado a nadie. Había sido especialmente leal con Arturo cuando decidió terminar la relación amorosa que habían tenido. Le explicó claramente sus motivos. Le dijo que no compartía sus maneras de pensar, y que teniendo ambos sueños sobre el futuro no sólo distintos sino incompatibles, mantenerse unidos no tenía destino. Además, el amor que había sentido por él ya no era suficiente para continuar manteniendo relaciones. Y le dijo que había conocido a alguien que la comprendía mejor y que le gustaba.

Arturo puede estar irritado, sentir celos y rabia; pero no tiene razón alguna para considerarme traidora. Menos aún por lo que había sucedido con el descubrimiento de las tumbas de su padre y de su abuelo. Lograron cumplir el objetivo, y ella le expresó su agradecimiento por la colaboración que había hecho Arturo a que todo se resolviera de la mejor forma.

Había pasado ya una semana y nada nuevo había sucedido. Pensó que fue sólo un mal momento por el que hubiera pasado Arturo, quizás influenciado por alguna farra de alcohol o drogas. Pero se equivocaba. Exactamente igual que el miércoles anterior, al abrir el casillero para dejar su colación y recoger sus útiles de estudio, encontró que habían deslizado un papel doblado muy parecido al anterior.

SERÁS JUZGADA POR TRAICIÓN. SE TE CONCEDERÁ LA OPORTUNIDAD DE DEFENDERTE.

Antonella sintió que se le helaba la sangre. ¿Quién podría querer hacerle daño? Y ¿por qué? Ella, que pensaba siempre bien de todo el mundo y a quien jamás pasaba por la mente hacerle mal a nadie, no podía entender que alguien quisiera hacerla sufrir. Instintivamente partió el papel por la mitad pensando en tirarlo a la basura. Pero ya al alejarse se arrepintió y volvió sobre sus pasos. Era una prueba de que estaba siendo acosada. Metió los dos pedazos del papel en su cartera.

En la clase no pudo prestar atención. Ni siquiera pudo después recordar de qué había hablado la profesora. Pasó toda la mañana pensando qué podría hacer para enfrentar la situación. Finalmente tomó una decisión. Matilde podría darme algún buen consejo. La consideraba ya su amiga y le tenía absoluta confianza.

Abrió su IAI y marcó su número. Una voz en automático le respondió que en ese momento la persona llamada se encontraba con su intercomunicador apagado. Lo intentó unos minutos después, con el mismo resultado.

Recién cuando faltaba un cuarto para las cuatro de la tarde Matilde respondió. Se estaba subiendo al auto y sintió el llamado en su IAI, que se le había quedado ahí la noche anterior.

— ¿Antonella?

— Disculpe, señora Matilde; pero necesito hablar con usted.

Matilde advirtió cierta ansiedad en la voz de Antonella.

— ¿Sucede algo? ¿En qué te puedo ayudar?

Antonella dudó un momento y luego dijo aceleradamente:

— Estoy siendo amenazada por unos mensajes anónimos. Me siento acosada y quisiera pedirle un consejo.

— Entonces es urgente. ¿Puede ser que nos veamos esta noche? Puedo invitarte a cenar a mi casa. Estaré con mi hermano Ambrosio.

— Uy, señora Matilde. No sabe cuánto le agradezco. ¿Cómo llego hasta su casa?

— No te preocupes. Yo paso por tí, en la puerta del Restaurante don Rubén. A las ocho.


 

* * *


 

La conversación que mantuvieron Ambrosio y Matilde resultó muy productiva. Ambrosio le pasó unas hojas en las que había impreso sus apuntes.

— Tú insistes en ocupar papel...

— Lo imprimí porque pensé que así te resultaría más fácil leer...

— Pues, ya no. Estoy tan acostumbrada a escribir en mi transcriptor de textos y a leer en la pantalla, donde manejo el tamaño de las letras y puedo intervenir el texto o hacer anotaciones al margen, que ya he desterrado enteramente el papel. Además, con los costos de éste...

— ¡Ya hiciste que me sienta culpable!

— No fue mi intención. Además, no estoy segura de que estos aparatos sean más ecológicos. Este extraordinario transcriptor de textos, con todos sus equipos y su pantalla panorámica, consume al menos 750 W/hora.

— Uf! Si es así, ya me estoy sintiendo mejor trabajando en la biblioteca y escribiendo en mi pequeño notebook solamente cuando ya tengo algo claro y preciso que decir. Pero, bueno, si te parece trabajemos en tu equipo. Aquí tengo una copia del texto. Si lo proyectas en la pantalla en tu famoso transcriptor, podemos tenerlo a la vista.

— Bien. Verás lo fácil y útil que es. Y además, si queremos, podemos registrar como texto toda nuestra conversación.

— Eso no, pues. De tantas palabras, de tantas frases que siempre decimos, hay que decantar las ideas relevantes, y después precisar bien los conceptos, y finalmente expresarlas en un lenguaje que sea máximamente comprensible. Porque ¿cuántas páginas se llenan con una conversación de una hora?

— Transcritas como texto normal en tamaño 12, pueden ser entre 20 y 30 de esas que tú llamas todavía ‘páginas’. Depende de la velocidad con que se converse.

— ¿Entre 20 y 30 páginas en una hora? ¡Qué barbaridad! En una hora bien trabajada y estando bien concentrado, yo puedo generar unas 15 líneas, o si el texto sale fácil, digamos media página. Y eso todavía escrito como borrador, de modo que cortando todo lo superfluo, las repeticiones, y lo que desvía o es impreciso, pueden quedar unas ocho a diez líneas bien escritas. Y te aseguro que la cantidad de ideas comunicadas en esas diez líneas no es menor que la cantidad de ideas que generemos conversando una hora. De ideas, digo, no de frases que se repiten y se dan vueltas y que muy lentamente van decantando lo que se quiere decir. Que el lector tenga que tragarse veinte páginas para aprender lo mismo que puede encontrar en diez líneas me parece que es una especie de tortura intelectual.

— Tienes toda la razón del mundo, hermanito. Para escribir una novela de doscientas páginas yo necesito entre uno y dos años trabajando todos los días unas seis horas. Pero, bueno, veamos en la pantalla estas cuatro páginas que has escrito en seis días ...

— Trabajando al menos doce horas diarias, Matilde querida, porque nuestro amigo Tomás Ignacio nos ha dado solamente un mes ...

Mientras Matilde instalaba el equipo Ambrosio sacaba cuentas con un lápiz en el margen de una de las hojas impresas.

750 x 6 = 4.5 KW/día 12.8 : 4.5 = 2.84

— Saqué unas cuentas que dicen que tú empleas, sólo en escribir tus libros, casi un tercio de la energía eléctrica permitida.

— Por eso en vez de calefacción me arropo bien. Además, ahorro bastante en el auto, para el cual tengo autorizados 8 KW/diarios, que me permiten moverme unos 40 kilómetros. Este consumo adicional es el doble más caro, pero me lo puedo permitir porque soy bastante rica y porque vivo sola y nadie depende de mí.

Ambrosio suspiró y dijo como hablando a sí mismo:

— ¡Qué irresponsables fuimos todos! Consumíamos sin restricciones, las fábricas trabajaban sin parar y a toda máquina, gastábamos gasolina sin pensar que el petróleo se iba a terminar, queríamos locomoción gratuita, dejábamos los computadores encendidos todo el día e incluso de noche, ni siquiera apagábamos la luz cuando no la necesitábamos. Recién le tomamos el peso al costo ecológico de la energía cuando llegó la gran devastación ambiental. Fue necesaria la dictadura ecologista para que cambiáramos el modo de vivir.

— Sí, hermanito. Por eso Tomás Ignacio está tan preocupado de encontrar un modo de organizar la política y las decisiones colectivas, que no sea el de los partidos que para conquistar el poder fomentaban el consumo, el crecimiento y todo tipo de demandas sociales, sin pensar en los efectos de largo plazo.

— Así es. Por eso, pongámonos ya a trabajar en lo que tenemos entre manos. Lo que se espera de nosotros está claro: proponer un nuevo sistema político que junto con asegurar que continuemos cuidando el medio ambiente y la ecología, nos facilite vivir mejor sin limitar las libertades necesarias.

 

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