XXI. TOMÁS IGNACIO Y SU ESPOSA SE REUNIERON

XXI.

 

Tomás Ignacio y su esposa se reunieron nuevamente con Ambrosio y su hermana. Cosmisky se excusó de asistir explicando que estaba detrás de una informante que tal vez lo condujera a descubrir a los secuestradores de Antonella. Preguntado por Matilde a la que había llamado por ser la que se había responsabilizado de contratar al investigador privado, le pidió que la disculpara pero que no era conveniente decirle nada más hasta no tener más avanzada la investigación.

Eran las ocho de la noche cuando Cosmisky llamó a Matilde. A la misma hora Gajardo esperaba ansioso la llegada de Danila, dispuesto a darle un castigo similar al que tanto placer le produjo la vez anterior. Pasaron cinco minutos y ya estaba impaciente. Llamó a Kessler para decirle que su prostituta no había llegado y que la estaba esperando hacía rato. El IAI de Kessler estaba ocupado y lo dejó en espera. ¿Qué puede ser más importante para Kessler que un llamado mío y que se permita dejarme en espera?

No podía Gajardo saber que en ese momento Kessler estaba recibiendo una comunicación urgente del operador D-7 que le informaba que había interceptado un llamado de Cosmisky, uno de los enemigos del grupo a quienes le tenían pinchado su IAI. Así se enteró Kessler que Cosmisky dijo a la escritora Matilde Moreno que no asistiría a una reunión porque estaba detrás de una informante que pudiera llevarlos a descubrir a los secuestradores de la joven Antonella.

— ¿Puedes rastrear el IAI de Cosmisky?

— Por supuesto, a cualquier lugar donde vaya, mientras lo mantenga activo.

— Rastréalo entonces. Deja cualquier otra cosa. Es prioridad uno. Y avísame cada movimiento que haga. Te mantendré conectado.

Kessler lo dejó en espera y dió paso a la llamada de Gajardo.

— Son las ocho con diez minutos y la puta no ha llegado. Avísale que por cada minuto de retraso tendrá un castigo especial.

— Gajardo, tengo un problema mayor en este momento. Me acaban de avisar que un técnico informático que trabaja con un investigador privado, contratado para investigar la retención de la joven, informó a la escritora Moreno que tiene una pista que puede llevarlo a descubrir a los autores del secuestro. En este momento no puedo atender nada más que eso.

— Obvio. Mantenme informado de cualquier cosa que surja.

Le cortó y marcó a D-7 que esperaba en línea. Este informó:

— El objetivo se encuentra entre las calles Olivares y Peumos. Camina en dirección al centro.

Kessler volvió a dejarlo en espera. Una idea surgió en su mente. Conectó a D-7 que se mantenía en línea.

— Necesito que me digas qué fue exactamente lo que Cosmisky dijo en su llamada a la escritora. ¿Habló de “una informante”?

— Correcto. Lo que dijo exactamente fue que no asistiría a la reunión porque estaba detrás de una informante que pudiera llevarlo a descubrir a los secuestradores.

¿Quién podrá ser la informante? No la mujer que hace guardia, que es de toda confianza. Kessler la conocía bien y desde hacía muchos años. Se llamaba Ester González. Había sido una de las más fieles funcionarias de la CIICI, que trabajaba allí no por el dinero sino porque había perdido a sus padres y a un hijo cuando el negocio que atendían fue asaltado por una turba de rebeldes en uno de los últimos episodios del Levantamiento de los Bárbaros. La mujer había celebrado como nadie la instauración de la Dictadura Constitucional Ecologista que restableció el orden en el país, y se había entregado a trabajar con convicción y rabia en la CIICI, desde donde podía contribuir a acabar con los vestigios de aquellos bárbaros que asesinaron a su familia.

Ella no. ¿Quién? Una duda asaltó a Kessler. Sabía que el castigo que Gajardo había dado a Danila fue muy grande, y que es difícil saber cómo reacciona una mujer herida. Gajardo acababa de decirle que ella no había llegado a atenderlo. ¿Será ella la informante?

Conectó nuevamente con Gajardo.

— Dígame, jefe, si ya llegó la putita.

— No ha llegado. Y ya han pasado casi veinte minutos.

— Entonces salga de inmediato de ahí y diríjase a un lugar seguro. Porque existe la posibilidad de que la puta, que ha estado muy rebelde desde que la castigamos el otro día, pudiera ser la pista a la que se refiere Cosmisky. Y la puta sabe donde está usted en este momento. No es probable, pero por precaución, salga de ahí lo más rápido que pueda. Yo ya estoy detrás del asunto y espero controlarlo.

Sin decir nada más cortó el contacto con el jefe y llamó a C-3 quien estaba apostado vigilando el edificio donde estaba Gajardo. Él era un profesional y no dejaba nada al azar.

— C-3, no despegue los ojos del edificio y avíseme inmediatamente si llega la puta P-2. Infórmeme también sobre cualquier movimiento que le parezca algo extraño o fuera de lo normal, que suceda en los alrededores del edificio. Lo mantengo en línea, en espera.

Marcó P1.

— ¿Sabes dónde se encuentra Danila?

Respondió Vanessa:

— Danila salió a las 7 de la casa, camino al trabajo que usted le encargó.

— No te muevas de ahí y quédate atenta por si te necesito.

— ¡Siempre lista! jefe.

Vanessa se quedó pensativa. Extraña cosa.

 

* * *


 

La cuestión que interesaba ahora a Tomás Ignacio dilucidar con la ayuda de sus sabios amigos era qué hacer frente a la segunda exigencia de los secuestradores. Faltaban tres días para que se cumpliera el plazo que le habían dado para que se comprometiera públicamente y anunciara que en la nueva Constitución Democrática los partidos políticos estarían en la base y el centro de la organización del Estado.

— Eso que exigen los delincuentes— explicó a sus amigos —como ustedes lo saben muy bien y lo han compartido conmigo, es exactamente lo contrario a lo que deseamos y a lo que consideramos el bien para nuestra sociedad. Es, más exactamente dicho, el mal que debemos evitar.

Todos asintieron con la cabeza sin decir palabra.

— Lo que yo diría, sin haberlo pensado mucho— dijo después de un momento Matilde —es que sería lícito, para salvar a Antonella de la mutilación, hacer un anuncio y tomar un compromiso público que, después, pueda explicarse al mundo que se hizo en condiciones de chantaje y que no se va a cumplir.

— O bien— complementó Mirella —se podría hacer un anuncio ambiguo que deje el tema en suspenso, explicando que la decisión depende del Senado Constituyente.

— He pensado en ambas posibilidades— retrucó Tomás Ignacio —y no creo que impidan que tengamos que ver un segundo video en que muestren a Antonella sin una mano. ¿Qué piensas Ambrosio?

Ambrosio llevó sus manos a la cabeza apoyando los codos en la mesa. Después de más de un minuto de silencio respondió:

— He estado pensando todos estos días en la pregunta ésa. Cuando se trataba de liberar a los sospechosos no tenía dudas, pues estábamos frente a hechos que no afectaban las convicciones morales básicas, debiéndose optar claramente entre los que eran dos males de distinto valor. El dilema es ahora distinto: entre preferir un mal de carácter fáctico que afecta a una persona, o un mal moral que afecta a toda la sociedad.

— Explícate mejor— le pidió Tomás Ignacio.

— Un mal moral de carácter social es algo que daña la conciencia de todas las personas y el espíritu de la sociedad como conjunto. Es atentar contra los valores trascendentales de la verdad, la justicia y el bien. Un mal fáctico personal es algo que daña a la persona afectada en su integridad.

— ¿Podrías poner algún ejemplo histórico? — preguntó Mariella.

— Hay muchos. Les pongo dos ejemplos, que muestran conflictos morales de este tipo, que se resolvieron de modos contrarios. Uno es el caso de Sir Tomas Moro. Como ustedes saben, fue un gran pensador humanista inglés, abogado, escritor y político que llegó a ser Canciller de Enrique VIII. El año 1535 fue enjuiciado y condenado a muerte, acusado de alta traición por resistirse a prestar juramento contra el Papa y a favor de la Iglesia Anglicana, y por oponerse al divorcio del Rey y no aceptar la supremacía real por sobre la autoridad del Papa. Él estaba ante la disyuntiva de salvar su vida y ser infiel a sus creencias, o afirmar sus creencias y entregar por ellas su vida. Fue decapitado por optar por lo que creía que era el bien moral de la sociedad, haciéndolo primar sobre el bien fáctico personal.

Ambrosio tomó un sorbo de agua y continuó:

— Fíjense que en este dilema no es importante si las creencias de Tomás Moro eran verdaderas o no lo eran. Lo que importaba era la fidelidad con su conciencia, ser consecuente con lo que él creía que era el bien moral de la sociedad.

— ¿Y el otro caso? — inquirió Tomás Ignacio que estaba profundamente interesado en lo que decía Ambrosio.

— Un caso distinto es el de Galileo Galilei, eminente matemático, físico y astrónomo italiano del siglo XVII. Sus investigaciones científicas lo llevaron a la convicción más absoluta de que la tierra es redonda y gira alrededor del sol, y no al revés como preconizaba la Iglesia Católica de su tiempo. La Inquisición le exije confesar que está en un error con amenazas de tortura y muerte si no lo hace. Le prometían que le sería respetada la vida y sus bienes si reconocía que lo que ha creído y enseñado eran errores. Ante el tribunal, Galileo acepta confesar y abjura de sus creencias, con lo que salva la vida. Si bien se dice que Galileo agregó ante el tribunal la famosa sentencia Eppur si muove, “y sin embargo se mueve”, eso es en realidad una leyenda que se ha difundido para exculparlo por haber preferido su bien personal, su propia vida, antes que la fidelidad a sus convicciones científicas.

— Y en tu opinión, Ambrosio ¿quién tenía razón? ¿Quién actuó bien, Tomás Moro o Galileo?

— Esa pregunta no tiene una respuesta general. En verdad pienso que es uno de esos dilemas morales más profundos, tal vez el que más, entre las cuestiones políticas, religiosas o científicas en que se está enfrentado a decidir entre un grave daño que lo afecte a uno mismo, o un grave daño que afecte a la sociedad. En casos así, cada uno debe decidir conforme a su conciencia. Lo siento, Tomás Ignacio; pero no te sé decir nada más. Creo que solamente tú tienes que tomar la decisión conforme a lo que te indique tu propia y personal conciencia moral.

— Pero en este caso— rebatió Matilde que rara vez contradecía a su hermano —quien debe decidir no es la persona afectada, o sea Antonella, sino alguien por ella.

— El asunto de fondo es el mismo. Se trata siempre de la opción entre el mal fáctico individual y el mal moral social. Pero tienes razón en cuanto a que no es lo mismo decidir sobre el mal fáctico para uno mismo que para otra persona. En realidad, para decidirlo con justicia habría que saber qué es lo que haría la persona afectada. Tendríamos que ser capaces de ponernos en los zapatos de Antonella.

— Mmm! No me atrevería a decidir nada en su nombre— dijo enfáticamente Mariella.

— No hay manera de hacerlo, no es posible ponerse en la conciencia de Antonella— confirmó Ambrosio, agregando:

— Y fíjense que he hablado del ‘mal fáctico’ de la persona y no de su ‘mal moral’. Porque es imposible saber lo que suceda en la conciencia moral de ninguna persona que no sea uno mismo. Me explico: que me corten injustamente un brazo puede llevarme a renegar de Dios, o al contrario, a unirme a Él y a su voluntad en la aceptación del sufrimiento. No tengo idea de lo que haría yo en ese caso.

Por muchas vueltas que le dieron al asunto no supieron llegar a ninguna conclusión compartida. Tomás Ignacio comprendió que estaba solo ante su conciencia.

 

* * *


 

Eduardo Cosmisky y Enrique Bernier llegaron al edificio del Correo quince minutos antes de las nueve. Enrique se instaló en el ingreso con los brazos cruzados, mientras que Eduardo se sentó en la plaza a unos veinte metros de distancia.

El agente D-7 informó a Kessler la posición de Cosmisky. Kessler revisó informaciones que guardaba en su IAI. Pensó que la suerte lo acompañaba. El joven abogado Benito Rosasco, que en el ‘grupo’ era AG, vivía a dos cuadras de la plaza, y aunque no era un hombre operativo que pudiera hacerse cargo físicamente de la situación, podría obtener la información que por el momento era lo más importante. Lo llamó:

— ¿Conoces a Eduardo Cosmisky?

— Sí señor. El técnico de Confiar. Lo conocí cuando trabajé encubierto ahí.

— Bien. Él se encuentra en este momento en un banco de la Plaza de Armas frente al Correo. Corre inmediatamente allá y vigílalo de cerca, pero sin que te descubra. Debes ver quién se le acerca, qué hace, hacia donde se dirige, y registrarlo todo con tu IAI. Me irás relatando y transmitiendo todo lo que veas.

Cinco minutos después AG informaba a Kessler:

— Lo tengo y lo vigilo. Me mantengo a distancia y le saqué fotos solamente por detrás, para que no me vea porque podría reconocerme. Sigue sentado en el banco a veinte pasos del Correo. Da la impresión de esperar a alguien porque mira hacia un lado y otro. Se mueve en el asiento, inquieto. Se nota que está nervioso. En la plaza hay poca gente, lo habitual. No he visto nada raro. Me mantengo atento. ¿Qué hago?

— Sólo vigílalo y avísame. Está esperando a alguien. Lo más importante es saber con quien se encuentre. Puede ser una mujer, sola o acompañada. Quienquiera que sea, tómales fotos y síguelos a cualquier lado que vayan. No los vayas a perder de vista. No me cortes la comunicación.

Diez minutos después:

— ¡Jefe! Se paró y empieza a caminar lentamente. Parece que sigue a una pareja, un hombre alto, de unos cuarenta años, algo calvo, y un mujer más joven, pelo castaño, pantalones ajustados y botas. El hombre es uno que me pareció algo extraño porque se mantuvo todo el tiempo apoyado en el muro a la entrada del Correo con los brazos cruzados. Los dos se dicen algo acercando la boca al oído del otro, como para que nadie pueda oírlos. Caminan despacio. Ya no tengo dudas de que Cosmisky los sigue a ellos. Ahora la mujer mira hacia atrás como si temiera que alguien la estuviera observando. ¡La reconozco!, jefe. Creo que ella no me ha visto.

— ¿Quién es? ¡Dímelo ya!

— Es esa chica que usted me mandó dos veces como premio. Estuvo en mi departamento. Danae, creo que se llama. No, Danila. Es Danila. Cosmisky va detrás, algo más cerca que antes.

— ¡Maldición! Síguela a ella y al que la acompaña. Cosmisky no importa. No les despegues la vista. No los pierdas.

— Jefe, bajaron los tres juntos en el ascensor al estacionamiento subterráneo de la calle Puente a una cuadra de la plaza. ¿Qué hago? Si espero el ascensor puede que los pierda porque saldrán por el otro lado.

— Corre a la salida y asegúrate de fotografiar el auto en que salgan. Lo que más importa es el número de la patente.

Un minuto después:

— Escaparon a toda velocidad. El desconocido conducía. La mujer va en el asiento del lado. Cosmisky atrás. Le mando las fotos. Se ve la patente.

Kessler cortó la comunicación. Se había puesto pálido. Era lo peor que podía pasar. La organización del grupo era perfectamente compartimentalizada. Los miembros no se conocían más que por sus números. Nadie conocía la verdadera identidad ni el lugar donde vivían los otros. Solamente Danila y Vanessa, que no formaban propiamente parte del grupo, habían estado con muchos de ellos, y en sus propias casas o en recintos clandestinos del mismo grupo. Ella sabía como nadie donde podía estar Gajardo. Y él mismo. ¡Cómo pude ser tan descuidado! Un error infantil. Malditas venezolanas seductoras.


 

* * *


 

— ¡Necesito protección! Cuando el jefe y su jefe se den cuenta de que me escapé, me va a matar. Yo les puedo decir dónde buscarlos. Y dónde encontrar a muchos de ellos. Pero deben protegerme y darme documentos para ser libre.

Cosmisky, que estaba en el asiento trasero se acercó a la muchacha y le dijo con voz calma:

— No te preocupes. Seguro que te conseguimos documentos y también donde quedarte. Y trabajo si quieres. Pero dinos, ¿sabes dónde tienen a Antonella?

— No. No lo sé. Pero estoy segura de que son ellos los que la tienen secuestrada, o retenida, que es la palabra que usó el jefe. Una vez me secuestraron a mí, pero no puedo saber en qué lugar. Parecía una bodega subterránea. ¡Tengo mucho miedo!

— Tranquila. Está todo bien. Ya no pueden hacerte daño. Nosotros te protegeremos, pase lo que pase.

— No les diré nada. No diré nada más. Hasta que me den los papeles y me sienta segura.

Danila no dijo nada más. Se cruzó de brazos como afirmando que permanecería callada hasta obtener lo que ansiaba. Era demasiado lo que estaba arriesgando por una niña que no conocía.

Cosmisky insistió en hacerla hablar, pero sin resultado. Finalmente asumió que la joven no diría nada hasta que se le otorgara lo que pedía, que era por cierto una petición razonable.

Llamó a Tomás Ignacio, que había sido su jefe en CONFIAR y con el que mantenía contacto permanente desde el secuestro de Antonella.

— Don Tomás. Necesitamos verlo de inmediato. ¿Dónde se encuentra?

— Estoy en la Sede del Triunvirato, reunidos con los Comandantes Generales de las tres ramas de las Fuerzas Armadas. ¿De qué se trata?

— Estoy con el detective Bernier y con una joven que asegura que conoce a los secuestradores de Antonella. Creemos que sabe cosas muy importantes. Es una residente venezolana indocumentada, que está aterrorizada. El problema es que se niega rotundamente a hablar hasta que le demos seguridad y se le otorgue un pasaporte y documentación legal.

— ¿Crees que sea verdad que sabe algo?

— Estoy seguro de que sí, por el modo en que se comunicó y en que la conocimos.

— Mmm! Traéla para acá. Avisaré para que los dejen ingresar y los conduzcan de inmediato al tercer piso.

Pero el Senador lo pensó nuevamente. ¿Qué haría Solojuán en esta situación? Informarse antes de actuar. Y no confiaría demasiado en jefes militares que no conociera personalmente. Tomás no los conocía suficientemente, y si bien fueron nombrados por el nuevo Triunvirato, estaban formados en la vieja escuela militar. Se retiró de la sala en que estaba con los generales y llamó a Cosmisky:

— Espera. Lo pensé mejor. Vayan directamente al Museo del CCC. Avisaré a Chabelita para que les abra. Y espérenme ahí. Iré enseguida. Creo que no tendré dificultad para convencerla de que tendrá lo que pide.

— Bien. Nos vemos allá.

Tomás Ignacio pensó que era necesario mantener todo en secreto hasta que no tuviera alguna información más segura, y que decidiera qué hacer. Por eso, después de avisar a Chabelita llamó a Matilde, pidiéndole que por favor lo fuera inmediatamente a buscar a la salida del Senado, porque tenía algo muy importante que hacer.

 

D-7 llamó a Kessler y le contó casi palabra por palabra la conversación que habían tenido Cosmisky y el senador Larrañiche.

Kessler palideció. Las cosas no podían estar peor. Debía actuar para mitigar los daños. Y rápidamente. Cinco minutos después comenzó a dar instrucciones.

Empezó por Gajardo, al que dijo que fuera al refugio más seguro que tuviera y que no se hiciera ver por ningún motivo.

En seguida llamó a Ester González. La instruyó para que fuera con el vigilante V-6 a una dirección que le indicó. Allí encontraría a Vanessa, una joven prostituta a quien debían llevarla de inmediato y encerrarla junto con Antonella.

Al Coronel Ascanio Ahumada le dio instrucciones precisas que debía cumplir de inmediato.

Y a otros antiguos camaradas de armas de menor rango pero de igual fidelidad, les ordenó dirigirse inmediatamente al recinto O-0, el más secreto, de cuya existencia sabían solamente Ahumada, los seis guardias que se turnaban en la vigilancia de Antonella, y otros cuatro ex funcionarios de la CIICI. Él mismo iría en la noche a ese lugar.

A Benito Rosasco igual que a todos los demás integrantes civiles del ‘grupo’ les mandó un mensaje de ‘Alarma Roja’, cuyo protocolo establecía que debían pasar a la más profunda clandestinidad y limitar toda comunicación que no fuera recibir algún mensaje del propio Kessler.


 

* * *


 

V-7, el vigilante que con más insistencia molestaba a Ester pidiéndole que lo dejara entrar a la bodega donde estaba recluida Antonella, se sobaba las manos cuando supo que V-1 y V-6 debían abandonar el recinto en busca de otra persona. V-1 le había dicho que tardarían al menos una hora. Era un tiempo suficiente para que él cumpliera su deseo con el que había soñado despierto y dormido muchas veces esos días.

Apenas vio que sus camaradas partían en el jeep a cumplir el encargo del jefe, atravesó corriendo el recinto y el pasillo hasta llegar a la puerta de hierro que tenía la obligación de vigilar. Se puso el capuchón negro en la cabeza, abrió la puerta y entró, cerrando inmediatamente con la llave, que guardó en su bolsillo.

Antonella lo vio entrar. Estaba escribiendo sentada en el colchón. Se asustó al ver al hombre que se le acercaba diciendo:

— Vamos a entretenernos y a pasarlo bien un rato.

Antonella comprendió las intenciones del hombre. Se puso de pie y corrió hacia la puerta gritando.

— Julia. Julia. ¡Ayúdame!

El hombre, socarrón: —¿Quién es esa Julia que te va a ayudar? Aquí no veo a ninguna Julia. ¿Acaso te refieres a mi colega vigilante? Ella no está. Por fin estamos los dos, tú y yo, solos.

— ¡¿Lo entendiste?! — gritó.

Antonella no dijo nada. Corrió hacia el lado contrario alejándose del hombre.

— Ya. ¡Desnúdate! — fue la orden que recibió como un mazazo.

— No lo haré. No tienes ningún derecho sobre mí.

— ¡Si te pones difícil y si no es por las buenas, tendrá que ser por las malas!

El hombre la tomó de un brazo. Ella alcanzó a zafarse, pero cuando se echaba a correr para alejarse el hombre le hizo una zancadilla y cayó al suelo violentamente. Sintió un agudo dolor en el brazo. Arrastrándose llegó hasta un ángulo y se sentó, apretando las rodillas al pecho con los brazos.

— ¿Por qué me haces daño? ¿Por qué me haces daño?

Antonella repetía la pregunta, que era un modo de pedir clemencia pero que también expresaba el hecho de que ella, que solía intuir el alma de las personas, esta vez sentía estar siendo sometida por un muro duro y frío que no mostraba sentimiento alguno.

El hombre la levantó con fuerza tomándola del brazo adolorido. Antonella dio un grito. El dolor agudo impidió a Antonella poner toda su resistencia, lo que de todos modos no le hubiera servido de nada porque el hombre era mucho más fuerte que ella. La mantuvo un momento de pie sobre el colchón y de un tirón le rompió la blusa. La vista de los senos blancos y suaves de la muchacha le hizo subir la sangre a la cabeza. La obligó a tenderse y poniéndole una rodilla en el estómago le sacó la ropa bruscamente dejándola desnuda.

La mantuvo inmovilizada con el cuerpo, se sacó la chaqueta, tiró detrás de sí el cinturón con la pistola y se bajó los pantalones. Abrir las piernas de Antonella le resultó más difícil de lo que esperaba, por la resistencia fiera que ella ponía. Pero eso no hacía sino enardecerlo más de lo que estaba.

Excitado como no lo había estado hacía mucho tiempo, no se dio cuenta de que en ese momento entraba a la bodega y se le acercaba corriendo la vigilante, que por primera vez entraba sin cubrirse la cara con la capucha. Ella sacó su pistola y se la puso en el cuello mientras le gritaba:

— ¡Déjala! ¡Levántate!

Al hombre le costó entender lo que pasaba. Pero reaccionó tomando con fuerza el brazo de V-I. Forcejearon. Él trataba de arrebatarle la pistola, que la mujer mantenía fuertemente apretada en la mano.

Antonella se acurrucó en un rincón cubriéndose el cuerpo desnudo con los trozos de la blusa rota. Cerró los ojos. Los abrió con un estremecimiento cuando oyó un disparo. Vio que el cuerpo de Julia caía sobre el colchón.

El hombre se levantó con la pistola en la mano. El colchón se cubrió rápidamente de rojo mientras Julia daba estertores y entregaba el último aliento.

Antonella notó que la puerta de la bodega estaba entreabierta y pensó en escapar. Pero el hombre advirtió sus intenciones y tomándola nuevamente del brazo adolorido la lanzó nuevamente hacia el rincón. La apuntó con su arma y le ordenó que se vistiera.

Cinco minutos después entraba el otro guardia que había esperado a V-1 en el jeep más tiempo del que se suponía. La vigilante lo había hecho volver al recinto diciéndole que tenía algo urgente que hacer por instrucción del jefe y que no demoraría más de un minuto. La verdad es que había vuelto porque le había prometido a Antonella que la protegería de ese hombre. Pensaba que podía contenerlo diciéndole que si llegaba a saber que le había hecho algo a la muchacha en su ausencia, se lo informaría al jefe. En cambio la había salvado a costa de su propia vida.

Los dos hombres salieron de la bodega cerrando tras de sí la puerta y dejando a Antonella que mantenía sobre sus piernas y acariciaba la cabeza inerte de Julia.

— ¿Qué diablos fue lo que pasó ahí adentro?— preguntó V-6 a V-7.

— Lo que pasó— explicó V-7 a V-6 —es que esa loca entró a la bodega con la cara descubierta y decidida a liberar a la retenida. Yo traté de impedírselo pero me apuntó con su pistola. Por suerte se descuidó un momento cuando estaban escapando y yo logré reducirla tomándola del brazo. Forcejeamos y de repente salió un disparo de la pistola que ella mantenía en la mano y que yo trataba de arrebatarle. El disparo le dió en pleno pecho y cayó muerta. No pude hacer nada por salvarla.

— ¿Qué hacemos ahora?

— Habrá que reportar todo lo ocurrido al jefe.

— Pero no ahora, porque yo tengo que ir a retener a otra mujer, que fue lo que el jefe nos encargó hacer con V-1. Creo que no tendré dificultad en hacerlo solo, pero llevaré dos esposas por si se resiste.


 

* * *


 

Vanessa abrió la puerta semi-dormida. Como el hombre dijo que ‘el jefe’ lo había mandado a buscarla entendió que era Kessler quien la solicitaba y no opuso resistencia alguna, siempre obediente a los deseos y encargos de su jefe. Sólo pidió tiempo para lavarse y pintarse y arreglarse, pero V-6 le permitió solamente lavarse la cara y cubrirse con una bata blanca. Antes de salir la muchacha abrió el cajón del velador y tomó algo que echó al bolsillo de la bata.

— ¿Qué llevas ahí?— le preguntó V-6.

Ella le mostró una pequeña botella de perfume.

Nada le costó a V-7 llevarla hasta el jeep y encerrarla después junto a la otra retenida.


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