EL HOMBRE, SER EN TRÁNSITO QUE DEBE SUPERARSE A SÍ MISMO

 


 

EL HOMBRE, SER EN TRÁNSITO

QUE BUSCA SUPERARSE A SÍ MISMO


 

Una selección de textos de Friedrich Nietzsche


 


 


 


 


 

Univérsitas Nueva Civilización


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

Autor: Friedrich Nietzsche

Título: El hombre, ser en tránsito que busca superarse a sí mismo.

Selección de textos y edición: Univérsitas Nueva Civilización.

Fotografía de portada: Modena 2016, de Pasquale Misuraca.

Ediciones Univérsitas Nueva Civilización, 2019.

Colección: Precursores


 

PRESENTACIÓN


 

Friedrich Nietzsche es el filósofo y escritor más controvertido de la época moderna. Lo es en razón de que sus escritos constituyen la crítica más radical que jamás se haya hecho a la civilización estatal moderna y en general a la civilización occidental, incluyendo la filosofía, la religión, la moral, la política, las costumbres y el sentido común. Su crítica es general y absoluta, no dejando en pié nada que merezca ser reconocido como de valor permanente para la humanidad. Ello explica que, no obstante haber influido poderosamente en la filosofía y en la psicología contemporáneas, su pensamiento haya sido objeto de los más ardientes y extendidos rechazos por parte de los detentores del poder religioso, intelectual, político y económico. Sufrió nietzsche, además, el inmerecido desprestigio de habérselo considerado como un autor que contribuyó a los desquicios intelectuales del nazismo, no obstante haber sido él un acérrimo critico del nacionalismo, del Estado y de todas las tendencias políticas totalitarias, y de no haber escatimado elogios al pueblo judío.

Nietzsche no se limitó a criticar el pensamiento, la moral y la cultura de su tiempo, sino que propuso un camino de salida frente a la que consideraba la inevitable decadencia y destrucción de la civilización occidental. La suya es una propuesta tan radicalmente original, fuerte y controvertida como lo fue su crítica, especialmente en razón de haberla él mismo sintetizado en la idea del Übermensch, esto es, del ‘humano superior’ o el ‘suprahumano’, traducido errónea y equívocamente como ‘el Superhombre’. Es la propuesta de un tipo humano libre de prejuicios morales, amante del conocimiento y portador de un nuevo modo de pensar, de valorar y de crear. Un tipo humano en cierto modo asemejable al hombre del Renacimiento, y que Nietzsche plantea como el portador y creador de una civilización superior a todas las que hasta ahora han existido, en una futura humanidad unificada.

Estas concepciones de Nietzsche, tanto en lo que critica como en lo que propone, son ciertamente discutibles y contienen elementos que agreden lo más sagrado y lo más humano de lo que somos como individuos y como sociedad. Pero contienen ambién elementos destacables, dignos de ser considerados y que merecen atenta consideración, especialmente por quienes nos planteamos – aunque por distintos motivos y con muy diferentes propuestas – la necesaria superación de la civilización moderna y la perspectiva del tránsito hacia una nueva civilización.

Yo amo a quien vive para conocer, y quiere conocer para que alguna vez viva el supra-humano. Yo amo a quien trabaja e inventa para construirle la casa al supra-humano y prepara para él la tierra, el animal y la planta. Yo amo a quien ama su virtud; pues la virtud es voluntad de ocaso y una flecha del anhelo”, escribió Nietzsche pensando en que habría de surgir de la decadencia de la civilización moderna, ese hombre libre y creativo que intentaría superarse a sí mismo y que no tendría otra meta que proporcionarle un sentido a la vida.

 

En este pequeño libro hemos recogido un conjunto de textos breves, seleccionados de las principales obras de Nietzche, que nos servirán para conocer o revisitar lo fundamental de su pensamiento, con particular referencia a aquellos temas que más requieren actualmente ser repensados, en la perspectiva de una Nueva Civilización que necesitamos crear.


 

Univérsitas Nueva Civilización

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DE “SOBRE EL PORVENIR DE NUESTRAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS”

 

 


 


 

 

EN EL PERIÓDICO CULMINA LA CORRIENTE CULTURAL DE NUESTRA ÉPOCA.

 

Por lo demás, eso forma parte de las características despreciables de nuestra época, que pretende poseer la cultura. Se democratizan los derechos del genio, para eludir el trabajo cultural propio y la miseria cultural propia. (...)

En el momento actual, nuestras escuelas están dominadas por dos corrientes aparentemente contrarias, pero de acción igualmente destructiva, y cuyos resultados confluyen, en definitiva: por un lado, la tendencia a ampliar y a difundir lo más posible la cultura, y, por otro lado, la tendencia a restringir y a debilitar la misma cultura. Por diversas razones, la cultura debe extenderse al círculo más amplio posible: eso es lo que exige la primera tendencia. En cambio, la segunda exige a la propia cultura que abandone sus pretensiones más altas, más nobles y más sublimes, y se ponga al servicio de otra forma de vida cualquiera, por ejemplo, del Estado.

 

Creo haber notado de dónde procede con mayor claridad la exhortación a extender y a difundir lo más posible la cultura. Esa extensión va contenida en los dogmas preferidos de la economía política de esta época nuestra. Conocimiento y cultura en la mayor cantidad posible -producción y necesidades en la mayor cantidad posible-, felicidad en la mayor cantidad posible: ésa es la fórmula poco más o menos. En este caso vemos que el objetivo último de la cultura es la utilidad, o, más concretamente, la ganancia, un beneficio en dinero que sea el mayor posible. Tomando como base esta tendencia, habría que definir la cultura como la habilidad con que se mantiene uno “a la altura de nuestro tiempo”, con que se conocen todos los caminos que permitan enriquecerse del modo más fácil, con que se dominan todos los medios útiles al comercio entre hombres y entre pueblos. Por eso, el auténtico problema de la cultura consistiría en educar a cuantos más hombres “corrientes” posibles, en el sentido en que se llama “corriente” a una moneda. Cuantos más numerosos sean dichos hombres corrientes, tanto más feliz será un pueblo. Y el fin de las escuelas modernas deberá ser precisamente ése: hacer progresar a cada individuo en la medida en que su naturaleza le permite llegar a ser “corriente”, desarrollar a todos los individuos de tal modo, que a partir de su cantidad de conocimiento y de saber obtengan la mayor cantidad posible de felicidad y de ganancia.

 

(...) Según esta perspectiva, está mal vista una cultura que produzca solitarios, que coloque sus fines más allá del dinero y de la ganancia, que consuma mucho tiempo. A las tendencias culturales de esa naturaleza se las suele descartar y clasificar como “egoísmo selecto”, “epicureismo inmoral de la cultura”. A partir de la moral aquí triunfante, se necesita indudablemente algo opuesto, es decir, una cultura rápida, que capacite a los individuos deprisa para ganar dinero, y, aun así, suficientemente fundamentada para que puedan llegar a ser individuos que ganen muchísimo dinero. Se concede cultura al hombre sólo en la medida en que interesa la ganancia; sin embargo, por otro lado se le exige que llegue a esa medida. En resumen, la humanidad tiene necesariamente un derecho a la felicidad terrenal: para eso es necesaria la cultura, ¡pero sólo para eso!» «En este punto quiero añadir algo», dijo el filósofo. «A partir de esa perspectiva -caracterizada de una forma que no carece de claridad- surge el grande, incluso enorme, peligro de que en un momento determinado la gran masa salte el escalón intermedio y se arroje directamente sobre esa felicidad terrenal. Eso es lo que hoy se llama “problema social”. Efectivamente, podría parecer a esa masa, a partir de lo que hemos dicho, que la cultura concedida a la mayor parte de los hombres sólo es un medio para la felicidad terrenal de unos pocos: la “cultura cuanto más universal posible” debilita la cultura hasta tal punto, que se llega a no poder conceder ningún privilegio ni garantizar ningún respeto. La cultura común a todos es precisamente la barbarie. (...)

 

Para esa extensión y esa difusión de la cultura, fomentadas con tanto ímpetu por doquier, existen otros motivos, independientemente de ese dogma, tan popular, de la economía política. En algunos países, el miedo a una opresión religiosa está tan arraigado, que todas las clases sociales se aproximan con deseo vehemente a la cultura, y asimilan precisamente aquellos elementos suyos que habitualmente anulan los instintos religiosos. Por otro lado, a veces ocurre que un Estado, con el fin de asegurar su existencia, procura extender lo más posible la cultura, ya que sabe que todavía es lo bastante fuerte para poder someter bajo su yugo incluso a una cultura desencadenada del modo más violento, y ve confirmado eso en el hecho de que, en definitiva, la cultura más extensa de sus empleados o de sus ejércitos acaba siempre en ventaja para el propio Estado, en su competencia con los otros Estados. (...)

 

En cambio, me ha parecido que por muchos lados se entona otra canción -desde luego no con tanta sonoridad, pero por lo menos con el mismo énfasis, a saber, la de la reducción de la cultura. En todos los ambientes eruditos, habitualmente se susurra al oído, en cierto modo, esa canción. En realidad, se trata de un hecho general: con la utilización -ahora perseguida- por parte del estudioso de su ciencia, la cultura de dicho estudioso se volverá cada vez más casual y más inverosímil. Efectivamente, el estudio de las ciencias está extendido tan ampliamente, que quien quiera todavía producir algo en ese campo, y posea y tenga buenas dotes, aunque no sean excepcionales, deberá dedicarse a una rama completamente especializada y permanecer, en cambio, indiferente a todas las demás. De ese modo, aunque éste sea en su especialidad superior al vulgus, en todo el resto, o sea, en todos los problemas esenciales, no se separará de él. Así, pues, dicho estudioso, exclusivamente especialista, es semejante al obrero de una fábrica, que durante toda su vida no hace otra cosa que determinado tornillo y determinado mango, para determinado utensilio o para determinada máquina, en lo que indudablemente llegará a tener increíble maestría. En Alemania, donde se sabe cubrir incluso estos hechos dolorosos con el glorioso manto del pensamiento, se admira mucho en nuestros estudiosos esa limitada moderación de los especialistas y su desviación cada vez más acentuada de la auténtica cultura, y se considera todo eso como un fenómeno ético. La “fidelidad en los detalles”, la “fidelidad del recadero” se convierten en temas de ostentación, y la falta de cultura, fuera del campo de especialización, se exhibe como señal de sobriedad.

 

(...) Ahora hemos llegado ya hasta el extremo de que en todas las cuestiones generales de naturaleza seria -y, sobre todo, en los máximos problemas filosóficos- el hombre de ciencia, como tal, ya no puede tomar la palabra. En cambio, ese viscoso tejido conjuntivo que se ha introducido hoy entre las ciencias, es decir, el periodismo, cree que ese objetivo es de su competencia, y lo cumple con arreglo a su naturaleza, o sea -como su nombre indica- tratándolo como un trabajo a jornal.

 

Efectivamente, en el periodismo confluyen las dos tendencias: en él se dan la mano la extensión de la cultura y la reducción de la cultura. El periódico se presenta incluso en lugar de la cultura, y quien abrigue todavía pretensiones culturales, aunque sea como estudioso, se apoya habitualmente en ese viscoso tejido conjuntivo, que establece las articulaciones entre todas las formas de la vida, todas las clases, todas las artes, todas las ciencias, y que es sólido y resistente como suele serlo precisamente el papel de periódico.

 

En el periódico culmina la auténtica corriente cultural de nuestra época, del mismo modo que el periodista -esclavo del momento presente- ha llegado a substituir al gran genio, el guía para todas las épocas, el que libera del presente.

 


 


 

LOS DOS CAMINOS.


 

Y, una vez más, el filósofo alzó su voz: «Estad bien atentos, amigos míos; no debéis confundir dos cosas distintas. Para vivir, para librar su lucha por la existencia, el hombre debe aprender muchísimo, pero todo lo que a ese fin aprende y hace como individuo no tiene nada que ver con la cultura. Al contrario, ésta comienza sólo en un nivel, que está situado mucho más arriba de ese mundo de las necesidades, de la lucha por la existencia, de la miseria.

El problema estriba ahora en ver en qué medida valora el hombre su existencia subjetiva frente a la de los demás, en qué medida consume sus fuerzas para esa lucha individual de la vida. Algunos, limitando estoicamente sus necesidades, se elevarán bastante pronto y fácilmente en una esfera en la que podrán olvidar su subjetividad, sacudiéndosela, por decirlo así, de encima, para gozar de una juventud eterna en un sistema solar de intereses extraños al tiempo y a su persona. En cambio, otros extienden tanto la acción y las necesidades de su subjetividad, y edifican en proporciones tan asombrosas el mausoleo de dicha subjetividad, que parecen en condiciones de superar en la batalla a su terrible adversario, el tiempo. También en ese impulso se revela un deseo de inmortalidad: riqueza y energía, sagacidad, presencia de ánimo, elocuencia, una reputación floreciente, un nombre importante, todo eso constituye únicamente el medio con que la insaciable voluntad personal de vivir tiende a una nueva vida, con que anhela una eternidad, ilusoria en definitiva.

 

Pero ni siquiera en esa forma más alta de subjetividad, ni siquiera en la necesidad incrementada al máximo de semejante individuo más amplio, colectivo, por decirlo así, encontramos un contacto con la cultura auténtica: y, si partiendo de esa perspectiva, tendemos hacia el arte, entonces tenemos en cuenta sus efectos dispersivos o estimulantes, es decir, aquellos que el arte puro y sublime no sabe provocar, y que, corresponden, en cambio, a un arte degradado y corrompido. Efectivamente, quien se comporte así, por sublime que pueda parecer al espectador, no se liberará nunca, en toda su actividad, de su codiciosa e inquieta subjetividad. Ese etéreo espacio luminoso de la contemplación no subjetiva escapa delante de él, y, por eso, deberá vivir eternamente alejado de la cultura auténtica, desterrado de ella, por mucho que aprenda, viaje y acumule. En efecto, la cultura auténtica desdeña contaminarse con un individuo necesitado y lleno de deseos: sabe escurrirse astutamente de las manos de quienquiera apoderarse de la cultura como de un medio para sus fines egoístas. Y, cuando alguien cree haberla apresado, para sacar provecho de ella, de algún modo, y, al utilizarla, satisfacer las necesidades de su vida, entonces aquélla se escapa súbitamente, con pasos imperceptibles y con actitud desdeñosa.

 

Por consiguiente, amigos míos, no cambiéis esta cultura, esta diosa etérea, de pie ligero, por esa útil doméstica que a veces recibe incluso la denominación de “la cultura”, pero que no es sino la sierva y la consejera intelectual de las necesidades de la vida, de la ganancia y de la miseria. Por lo demás, una educación que haga vislumbrar al fin de su recorrido un empleo, o una ganancia material, no es en absoluto una educación con vistas a esa cultura a que nosotros nos referimos, sino simplemente una indicación de los caminos que se pueden recorrer para salvarse y defenderse en la lucha por la existencia. Indudablemente, semejante indicación tiene una importancia máxima e inmediata para la gran mayoría de los hombres: cuanto más difícil es la lucha, tanto más debe aprender el joven y tanto más debe poner en tensión sus fuerzas.

 

Pero nadie debe creer que las instituciones que lo incitan a esa lucha y lo capacitan para combatir pueden considerarse como instituciones de cultura. Se trata de instituciones que se proponen superar las necesidades de la vida: así, pues, pueden hacer la promesa de formar a empleados, o a comerciantes, o a oficiales, o a mayoristas, o a agricultores, o a médicos, o a técnicos. Sin embargo, en esas instituciones se aplican, en cualquier caso, leyes y criterios diferentes de los necesarios para fundar una institución de cultura: lo que en el primer caso está permitido, podría ser en el segundo caso un error delictivo.

Os pondré un ejemplo, amigos míos. Si queréis guiar a un joven por el camino recto de la cultura, guardaos de turbar su actitud ingenua, llena de fe en la naturaleza: se trata casi de una relación personal inmediata. Deberán hablarle, en sus diferentes lenguas, el bosque y la roca, la tempestad, el buitre, la flor aislada, la mariposa, el prado, los precipicios de los montes; en cierto modo deberá reconocerse en todo eso, en esas imágenes y en esos reflejos, dispersos e innumerables, en ese tumulto variopinto de apariencias mutables: sentirá entonces inconscientemente, a través del gran símbolo de la naturaleza, la unidad metafísica de todas las cosas, y al mismo tiempo se calmará, inspirado por la eterna permanencia y necesidad de la naturaleza. Pero, ¿cuántos son los jóvenes a los que está permitido crecer tan cerca de la naturaleza, en una relación casi personal con ella?

 

Los otros deben aprender pronto una verdad diferente, a saber, la de cómo se puede someter a la naturaleza. En este caso se deja de lado esa ingenua metafísica: la fisiología de las plantas y de los animales, la geología, la química inorgánica obligan a los escolares a considerar la naturaleza de modo totalmente diferente. Lo que se ha perdido, a través de esa consideración nueva e impuesta, no es, desde luego, una fantasmagoría poética, sino la comprensión instintiva, auténtica e incomparable de la naturaleza: en su lugar ha intervenido ahora una actitud astuta, calculadora, que intenta engañar a la naturaleza. Así, a quien es verdaderamente culto se le concede el bien inestimable de poder permanecer fiel, sin trasgresión alguna, a los instintos contemplativos de la niñez, con lo que alcanza una tranquilidad, una unidad, una coherencia y una armonía, que un hombre educado en la lucha por la vida no podrá ni siquiera presentir. (...)

 

Por mi parte, conozco una sola antítesis auténtica, la existente entre instituciones para la cultura e instituciones para las necesidades de la vida.

A la segunda especie pertenecen todas las instituciones presentes; en cambio, la primera especie es aquella de la que estoy hablando yo. (...)

 

No debo maravillarme de que os comportéis de modo juvenil, imprevisor y apresurado. En efecto, es difícil que hayáis reflexionado nunca seriamente sobre lo que ahora me habéis escuchado. Tomaos tiempo, llevaos con vosotros el problema, pero pensad en él día y noche. En efecto, hoy estáis ante la encrucijada, y hoy sabéis adónde conducen los dos caminos. Si tomáis uno de ellos, agradaréis a vuestra época y ésta no os escatimará las coronas y los signos de la victoria: partidos inmensos os apoyarán, y tanto a vuestrasespaldas como frente a vosotros habrá hombres con vuestros mismos sentimientos. Y, cuando el que va delante, pronuncie una consigna, resonará a través de todas las filas. En este caso el primer deber es: combatir en fila y cada cual en su puesto, y el segundo es el siguiente: aniquilar a todos aquellos que no quieran entrar en la formación.

 

Por el otro camino tendréis pocos compañeros, es más difícil, más tortuoso y más escarpado. Los que recorren el primer camino se burlan de vosotros, pues vosotros camináis con mayor fatiga; también intentan induciros a que os paséis a su bando. Si en alguna ocasión se cruzan los dos caminos, os maltratarán, os apartarán a un lado, o incluso os evitarán recelosamente y os aislarán.

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DE “HUMANO, DEMASIADO HUMANO”


 


 


 


 


 


 

PECADO ORIGINAL DE LOS FILÓSOFOS.

 

Todos los filósofos tienen en su activo esta falta común: partir del hombre actual y pensar que en virtud del análisis de éste pueden llegar hasta el fin propuesto. Involuntariamente, se representan al hombre como una aeterna veritas, como elemento fijo en todas las variantes, como medida cierta de las cosas. Pero todo lo que el filósofo enuncia respecto del hombre, es un testimonio acerca del hombre mismo en relación a un espacio de tiempo muy limitado.

 

La falta de sentido histórico es el pecado original de los filósofos; muchos llegan hasta tomar en su ignorancia, como forma fija de que es necesario partir, la forma más reciente del hombre, tal como se ha producido bajo la influencia de religiones determinadas y aun de tales o cuales sucesos políticos. No quieren comprender que el hombre, que la propia facultad de conocer, es resultado de una evolución, sin que falten algunos que hacen derivar el mundo entero de esta facultad de conocer.

 

Lo esencial del desenvolvimiento humano ha pasado en tiempos remotos, muy anteriores a estos cuatro mil años que conocemos; en éstos puede ser que el hombre no haya cambiado mucho. Pero el filósofo ve «instintos» en el hombre actual, y admite que estos instintos corresponden a cifras y cálculos inmutables en relación a la humanidad y que pueden darle una clave para la inteligencia del mundo general; la teología está construida sobre este hecho; hablan del hombre de los cuatro mil años últimos como de un hombre eterno, con el cual tienen desde su principio relación directa natural todas las cosas del mundo. Pero todo ha evolucionado; no existen hechos eternos ni verdades absolutas. Por eso la filosofía histórica es en adelante una necesidad, si la acompaña la virtud de la modestia.

 

 


 

 

ESPÍRITU LIBRE, CONCEPCIÓN RELATIVA

 

Se llama espíritu libre aquel que piensa de manera distinta a la que se cree de él por causa de su origen, de sus relaciones, de su situación y de su empleo, o por causa de las miras reinantes en los tiempos actuales.

 

Es la excepción; los espíritus siervos son la regla; estos le reprochan que sus principios libres deben comunicar un mal en su origen, o bien tender a acciones libres, es decir, a acciones que no se concilian con la moral dependiente.

 

Dícese que tales o cuales principios libres deben derivarse de una sutileza o de una excitación mental. Los que hablan así no creen en lo que dicen, se sirven de ese procedimiento para hacer daño, pues el espíritu libre tiene generalmente el testimonio de la bondad y de la penetración superior de su inteligencia, grabado en el rostro tan legíblemente que hasta los espíritus dependientes lo comprenden.

 

Las otras dos derivaciones del libre pensamiento son entendidas lealmente: el hecho es que se producen muchos espíritus libres de una y otra manera. Acaso será ésta una razón para que los principios a los cuales se ha llegado por estos caminos, sean más verdaderos y más dignos de confianza que los que siguen los espíritus dependientes.

 

En el conocimiento de la verdad, se trata de lo que se tiene, no de saber por qué motivo o por qué camino se ha buscado. Si los espíritus libres tienen razón, los espíritus dependientes no, sin que para esto importe que los primeros hayan llegado a la verdad por medio de la inmoralidad, y que los otros, a causa de su moralidad, se hayan sostenido en lo erróneo. Por lo demás, no estriba la esencia del espíritu libre en tener miras más justas, sino solamente en libertarse de lo tradicional, sea con buen o mal éxito. Por lo general, están en la verdad, el espíritu libre busca razones, los demás buscan una creencia.

 

 


 

 

ORIGEN DE LA FE

 

 

El espíritu dependiente obra, no por razones, sino por costumbre; si es, por ejemplo, cristiano, no es porque ha ya examinado las religiones y elegido entre ellas; si es inglés, no es porque sea partidario de Inglaterra; adoptó al cristianismo y a Inglaterra, a la manera de un hombre que por haber nacido en un país vitícola, se hace bebedor.

 

Oblíguese, por ejemplo, a un espíritu dependiente, a exponer sus razones contra la bigamia, y se verá cómo un sagrado celo por la monogamia descansa en la costumbre. El habituarse a principios intelectuales no apoyados en razones, es lo que se llama creencia.


 


 

 

 

EL RENACIMIENTO

 

 

El Renacimiento italiano contenía todas las fuerzas positivas que debemos a la civilización moderna: libertad de pensamiento, desprecio de la autoridad, triunfo de la cultura, entusiasmo por la ciencia nueva y antigua, independencia individual, entusiasmo por la verdad y por la perfección (aun en las obras literarias la buscaban): tales fuerzas eran mayores que las de hoy. Fue la edad de oro de este milenio, a pesar de sus defectos.

 


 


 

ADELANTE


 

Así, pues, ¡sigue con paso firme por el camino de la sabiduría! ¡Cualquiera que sea la condición en que te encuentres, sírvete a ti mismo de fuente de experiencia! Arroja, echa fuera la amargura de tu ser; perdónate tu propio yo, puesto que tienes en ti una escala de cien grados, por encima de los cuales puedes llegar al conocimiento. El siglo en que te lamentas de existir, te considera dichoso por tal fortuna. No te arrepientas de haber sido religioso, penétrate bien de cómo has tenido todavía acceso legítimo en el arte.

¿No puedes con la ayuda de estas experiencias seguir las inmensas etapas de la humanidad anterior? ¿No es justamente a este terreno que tanto te disgusta, al terreno del pensamiento turbado, adonde han ido encaminados los más bellos frutos de la antigua civilización?

Es preciso haber amado la religión y el arte, como se ama a la madre y a la nodriza: de otra manera no puede llegarse a ser sabio. Pero es menester dirigir la mirad a más allá, saber crecer más todavía, por encima de todo eso; si nos quedamos dentro de esos límites no comprenderemos todo aquello.

Del mismo modo, es menester estar familiarizado con los estudios históricos y con el juego de la balanza: «ya hacia un lado, ya hacia el otro». Haz un viaje retrospectivo caminando sobre los vestigios en que la humanidad ha dejado marcada su larga marcha dolorosa, a través del desierto del pasado, y así aprenderás seguramente a conocer qué dirección no puede seguir la humanidad futura.

Y en tanto que investigas el nudo gordiano del porvenir, tu propia vida toma el valor de un instrumento y de un medio de conocimiento. De ti depende que tus ensayos, tus errores, tus ilusiones, tus faltas, tus sufrimientos, tu amor y tu esperanza coadyuven sin excepción a tu designio, y este designio es el de llegar a ser tú mismo una cadena necesaria de anillos de la civilización, y el deducir, por esta necesidad, la necesidad de la marcha de la civilización universal. Cuando tu vista haya adquirido bastante fuerza para poder mirar hasta el fondo el lago turbio de tu ser y de tus conocimientos, quizá también en ese espejo las estrellas lejanas de las civilizaciones del porvenir se te harán visibles.

¿Crees que tal vida, con tan alto grado de designio, puede hacérsete demasiado penosa, demasiado desnuda de todo consuelo? Si tal crees, es que no has aprendido a conocer que no hay miel más dulce que la del conocimiento.


 


 


 


 


 


 


 


 


 

DE “ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA”


 


 


 


 


 


 

DISCURSO PRELIMINAR DE ZARATUSTRA.

 

3. Cuando Zaratustra llegó a la primera ciudad, situada al borde de los bosques, encontró reunida en el mercado una gran muchedumbre: pues estaba prometida la exhibición de un volatinero. Y Zaratustra habló así al pueblo:

Yo os enseño el supra-humano. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo? Hasta ahora todos los seres han creado algo por encima de sí mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de esa inmensa marea y retroceder al animal en vez de superar al hombre?

 

¿Qué es el mono para el hombre? Un motivo de risa o una vergüenza dolorosa. Y justo eso es lo que el hombre debe ser para el supra-humano: una irrisión o una vergüenza dolorosa.

 

Habéis recorrido el camino que lleva desde el gusano hasta el hombre, y muchas cosas en vosotros continúan siendo gusano. En otro tiempo fuisteis monos, y también ahora es el hombre más mono que cualquier mono. Y el más sabio de vosotros es tan sólo un ser dividido, híbrido de planta y fantasma. Pero ¿os exhorto yo a que os convirtáis en fantasmas o en plantas?

 

¡Mirad, yo os enseño el supra-humano! El supra-humano es el sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el supra-humano el sentido de la tierra! (...)

 

Zaratustra contempló al pueblo y quedó sorprendido. Luego habló así: El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el supra-humano, una cuerda sobre un abismo. Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse. La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso. Yo amo a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso, pues ellos son los que pasan al otro lado.

Yo amo a los que desprecian mucho, pues ellos son los grandes veneradores; ellos son flechas del anhelo lanzados hacia la otra orilla.

 

Yo amo a quienes, para hundirse en su ocaso y sacrificarse, no buscan una razón detrás de las estrellas: sino que se sacrifican a la tierra para que ésta llegue alguna vez a ser del supra-humano.

 

Yo amo a quien vive para conocer, y quiere conocer para que alguna vez viva el supra-humano. Y quiere así su propio ocaso. Yo amo a quien trabaja e inventa para construirle la casa al supra-humano y prepara para él la tierra, el animal y la planta: pues quiere así su propio ocaso. Yo amo a quien ama su virtud: pues la virtud es voluntad de ocaso y una flecha del anhelo.

 

Yo amo a quien no reserva para sí ni una gota de espíritu, sino que quiere ser íntegramente el espíritu de su virtud: avanza así en forma de espíritu sobre el puente.

 

Yo amo a quien de su virtud hace su inclinación y su fatalidad: quiere así, por amor a su virtud, seguir viviendo y no seguir viviendo.

 

Yo amo a quien no quiere tener demasiadas virtudes. Una virtud es más virtud que dos, porque es un nudo más fuerte del que se cuelga la fatalidad.

 

Yo amo a aquel cuya alma se prodiga, y no quiere recibir agradecimiento ni que le devuelvan nada: pues él regala siempre y no quiere conservarse a sí mismo.

 

Yo amo a quien se avergüenza cuando el dado, al caer, le da suerte, y entonces se pregunta: ¿acaso soy yo un jugador que hace trampas? Pues quiere perecer.

 

Yo amo a quien delante de sus acciones arroja palabras de oro y cumple siempre más de lo que promete: pues quiere su ocaso.

 

Yo amo a quien justifica a los hombres del futuro y redime a los del pasado: pues quiere perecer a causa de los hombres del presente.

 

Yo amo a quien castiga a su dios porque ama a su dios: pues tiene que perecer por la cólera de su dios.

 

 

Yo amo a aquel cuya alma es profunda incluso cuando se la hiere, y que puede perecer a causa de una pequeña vivencia: pasa así de buen grado por el puente.

 

Yo amo a aquel cuya alma está tan llena que se olvida de sí mismo, y todas las cosas están dentro de él: todas las cosas se transforman así en su ocaso.

 

Yo amo a quien es de espíritu libre y de corazón libre: su cabeza no es así más que las entrañas de su corazón, pero su corazón lo empuja al ocaso.

 

Yo amo a todos aquellos que son como gotas pesadas que caen una a una de la oscura nube suspendida sobre el hombre: ellos anuncian que el rayo viene, y perecen como anunciadores.

 

Mirad, yo soy un anunciador del rayo y una pesada gota que cae de la nube: mas ese rayo se llama supra-humano.

 

9. Largo tiempo durmió Zaratustra, y no sólo la aurora pasó sobre su rostro, sino también la mañana entera. Mas por fin sus ojos se abrieron: asombrado miró Zaratustra el bosque y el silencio, asombrado miró dentro de sí. Entonces se levantó con rapidez, como un marinero que de pronto ve tierra, y lanzó gritos de júbilo: pues había visto una verdad nueva, y habló así a su corazón:

Una luz ha aparecido en mi horizonte: compañeros de viaje necesito, compañeros vivos, no compañeros muertos ni cadáveres, a los cuales llevo conmigo adonde quiero. Compañeros de viaje vivos es lo que yo necesito, que me sigan porque quieren seguirse a sí mismos e ir adonde yo quiero ir.

Una luz ha aparecido en mi horizonte: ¡no hable Zaratustra a la gente en general, sino a compañeros de viaje! ¡Zaratustra no debe convertirse en pastor y perro de un rebaño! Mi misión consiste en apartar a muchos del rebaño. La gente del rebaño se irritará contra mí, y seré llamamo ladrón por los pastores.

Digo pastores, pero ellos se llaman a sí mismos los buenos y justos. Digo pastores: pero ellos se llaman a sí mismos los creyentes de la fe ortodoxa.

¡Ved los buenos y justos! ¿A quién es al que más odian? Al que rompe sus tablas de valores, al quebrantador, al infractor: ¡pero ése es el creador!

Compañeros para su camino busca el creador, y no cadáveres, ni tampoco rebaños y creyentes. Compañeros en la creación busca el creador, que escriban nuevos valores en tablas nuevas.

 

Compañeros busca el creador, y colaboradores en la recolección: pues todo está en él maduro para la cosecha. Pero le faltan las cien hoces: por ello arranca las espigas y está enojado. Compañeros busca el creador, que sepan afilar sus hoces. Aniquiladores se los llamará, y despreciadores del bien y del mal. Pero son los cosechadores y los que celebran fiestas. Compañeros en la creación busca Zaratustra, compañeros en la recolección y en las fiestas busca Zaratustra: ¡qué tiene él que ver con rebaños y pastores y cadáveres!

Y tú, primer compañero mío, ¡descansa en paz! Bien te he enterrado en tu árbol hueco, bien te he escondido de los lobos. Pero me separo de ti, el tiempo ha pasado. Entre aurora y aurora ha venido a mí una verdad nueva.

 

No debo ser pastor ni sepulturero. Y ni siquiera voy a volver a hablar con el pueblo nunca; por última vez he hablado a un muerto. A los creadores, a los cosechadores, a los que celebran fiestas quiero unirme: voy a mostrarles el arco iris y todas las escaleras del supra-humano. Cantaré mi canción para los que están solos o en pareja; y a quien todavía tenga oídos para oír cosas inauditas, a ése voy a abrumarle el corazón con mi felicidad.

 

Hacia mi meta quiero ir, yo continúo mi marcha; saltaré por encima de los indecisos y de los rezagados. ¡Sea mi marcha el ocaso de ellos!

 


 


 

LAS TRES TRANSFORMACIONES.

 

Tres transformaciones del espíritu os indico: la del espíritu en camello, la del camello en león, y la del león, por fin, en niño.

 

Hay muchas cosas pesadas para el espíritu fuerte, sufrido, reverente; su naturaleza le hace desear cosas pesadas, e incluso las más pesadas. ¿Qué hay que sea pesado?, así pregunta el espíritu de carga, y se arrodilla igual que el camello, para que lo carguen bien. ¿Qué es lo más pesado, héroes?, así pregunta el espíritu de carga, para que yo cargue con ello y mi fortaleza se regocije. (...) Con todas estas cosas, las más pesadas de todas, carga el espíritu de carga: semejante al camello que se interna en el desierto con su carga, así corre él a su desierto.

 

Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se conquista una presa, y quiere ser señor en su propio desierto. Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios, con el gran dragón quiere pelear para conseguir la victoria. (...) Hermanos míos, ¿para qué se precisa que el espíritu se transforme en león? ¿Por qué no basta la bestia de carga, que renuncia a todo y es reverente?

 

El león no es capaz de crear valores nuevos; pero sí puede conquistar la libertad que se requiere para esa creaciónun nuevo crear, eso sí es capaz de hacerlo el poder del león. Crearse libertad e incluso una santa negación frente al deber: para ello, hermanos míos, es preciso el león. A un espíritu sufrido y reverente arrogarse el derecho a crear nuevos valores pude parecerl terrible, un robo, algo propio de un animal de rapiña. En otro tiempo el espíritu veneró el «Tú debes» como la cosa más santa; pero ahora tiene que descubrir lo que hay de engaño y de arbitrariedad hasta en lo más sagrado, para poder conquistar la libertad de su amor. Para esa conquista es necesario el león.

 

Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer un niño que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño? El niño es inocencia, y olvido, y un nuevo comienzo; un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí. Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora realizar su voluntad, y al retirarse del mundo conquista ahora su propio mundo.

 

Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: cómo el espíritu se convirtió encamello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño.

 


 

 

EL LEER Y EL ESCRIBIR.

 

De todo cuanto se ha escrito, yo sólo valoro aquello que el autor ha escrito con su propia sangre. Escribe con sangre y comprenderás que la sangre es espíritu. No resulta fácil entender la sangre ajena: odio a los que leen por pasar el rato. (...) Quien escribe con sangre y en forma de sentencia, no lo hace para que lo leamos, sino para que aprendamos de memoria sus escritos. En las montañas el camino más corto es el que va de cumbre a cumbre: mas para ello tienes que tener piernas largas. Cumbres deben ser las sentencias: y aquellos a quienes se habla, hombres altos y robustos. El aire ligero y puro, el peligro cercano y el espíritu lleno de una alegre maldad, son cosas se avienen bien entre sí. Quiero tener duendes a mi alrededor, pues soy valeroso. El valor que ahuyenta a los fantasmas se crea sus propios duendes, y es que al valor le encanta reír.

 

Yo ya no tengo sentimientos en común con vosotros: lo que para vosotros es un nubarrón que presagia una tormenta, para mi es esa nube que veo por debajo de mí, esa negrura y pesadez de que me producen risa. Vosotros miráis hacia arriba cuando deseáis elevación; yo miro hacia abajo, porque ya estoy en las alturas. ¿Quién de vosotros puede a la vez reír y estar elevado? Quien asciende a las montañas más altas se ríe de todas las tragedias, las del teatro y las de la vida. Valerosos, despreocupados, irónicos, violentos, así nos quiere la sabiduría: como una mujer que es, ama siempre a un guerrero.

 

Vosotros me decís: «la vida es difícil de llevar». Mas ¿para qué tendríais vuestro orgullo por las mañanas y vuestra resignación por las tardes? La vida es difícil de llevar: ¡no me os pongáis tan delicados! Pues para eso somos todos unos borricos y pollinas de carga, robustos y sufridos. ¿Qué tenemos nosotros en común con el capullo de la rosa, que tiembla porque tiene encima de su cuerpo una gota de rocío? Es verdad: nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar.

 

Siempre hay algo de demencia en el amor. Pero siempre hay también algo de razón en la demencia. Y también a mí, que soy bueno con la vida, paréceme que quienes más saben de felicidad son las mariposas y las burbujas de jabón, y aquellos de entre los hombres que son como ellas. Ver revolotear esas almitas ligeras, locas, encantadoras, volubles, eso hace llorar y cantar a Zaratustra. Yo sólo creería en un dios que supiese bailar. Y cuando vi a mi demonio lo encontré serio, grave, profundo, solemne: era el espíritu de la pesadez; el que hace que las cosas se caigan. No se mata con la cólera, sino con la risa. ¡Adelante, matemos el espíritu de la pesadez! Desde que aprendí a a andar, desde entonces me dedico a correr. Desde que aprendí a volar no espero que me empujen para moverme de un sitio. Ahora soy ligero, ahora vuelo, ahora me veo a mí mismo por debajo de mí, ahora baila un dios por medio de mí.


 


 

 

EL NUEVO ÍDOLO.

 

 

En otros lugares existen todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos: aquí hay Estados. ¿Estado? ¿Qué es eso? ¡Bien! Abridme ahora los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre lo que mata a los pueblos. Estado se llama el más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: «Yo, el Estado, soy el pueblo.» ¡Es mentira! Creadores fueron quienes crearon los pueblos y suspendieron encima de ellos una fe y un amor: así sirvieron a la vida. Aniquiladores son quienes ponen trampas para muchos y las llaman Estado: éstos suspenden encima de ellos una espada y cien concupiscencias.

 

Donde todavía hay pueblo, éste no comprende al Estado y lo odia, considerándolo mal de ojo y pecado contra las costumbres y los derechos. Esta señal os doy: cada pueblo habla su lengua propia del bien y del mal: el vecino no la entiende. Cada pueblo se ha inventado su lenguaje propio en costumbres y derechos. Pero el Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal; y diga lo que diga, miente; y posea lo que posea, lo ha robado. Falso es todo en él; con dientes robados muerde, ese mordedor. Falsas son incluso sus entrañas.

 

Confusión de lenguas sobre el bien y del mal: esta señal os doy como señal del Estado. ¡En verdad, voluntad de muerte es lo que esa señal indica! ¡En verdad, hace señas a los predicadores de la muerte! Nacen demasiados: ¡para los superfluos fue inventado el Estado! ¡Mirad cómo atrae a los demasiados! ¡Cómo los devora y los masca y los rumia! «En la tierra no hay ninguna cosa más grande que yo: yo soy el dedo ordenador de Dios», así ruge el monstruo. ¡Y no sólo quienes tienen orejas largas y vista corta se postran de rodillas! ¡Ay, también en vosotros, los de alma grande, susurra él sus sombrías mentiras! ¡Ay, él adivina cuáles son los corazones ricos, que con gusto se prodigan! ¡Sí, también os adivina a vosotros, los vencedores del viejo Dios! ¡Os habéis fatigado en la lucha, y ahora vuestra fatiga continúa prestando culto al nuevo ídolo! ¡Héroes y hombres de honor quisiera colocar en torno a sí el nuevo ídolo! ¡Ese frío monstruo gusta de calentarse al sol de las buenas conciencias!

Todo quiere dároslo a vosotros el nuevo ídolo, si vosotros lo adoráis: se compra así el brillo de vuestra virtud y la mirada de vuestros ojos orgullosos. ¡Quiere que vosotros le sirváis de cebo para pescar a los demasiados! ¡Sí, un artificio infernal ha sido inventado aquí, un caballo de la muerte, que tintinea con el atavío de honores divinos! Sí, aquí ha sido inventada una muerte para muchos, la cual se precia a sí misma de ser vida: ¡en verdad, un servicio íntimo para todos los predicadores de la muerte!

 

Estado llamo yo al lugar donde todos, buenos y malos, son bebedores de venenos; llamo Estado al lugar en que todos, buenos y malos, se pierden a sí mismos: Estado, al lugar donde al lento suicidio de todos se llama «la vida». ¡Ved, pues, a esos parásitos! Roban para sí las obras de los inventores y los tesoros de los sabios: cultura llaman a su latrocinio, ¡y todo se convierte para ellos en enfermedad y molestia! ¡Ved, pues, a esos superfluos! Enfermos están siempre, vomitan su bilis y lo llaman periódico. Se devoran unos a otros y ni siquiera pueden digerirse. ¡Ved, pues, a esos superfluos! Amontonan riquezas y con ello se vuelven más pobres. Quieren poder y, en primer lugar, la palanqueta del poder, que es mucho dinero, ¡esos insolventes!

 

¡Vedlos trepar como ágiles monos! Trepan unos por encima de otros, y así se arrastran al fango y a la profundidad. Todos quieren llegar al trono: su demencia consiste en creer ¡que la felicidad se asienta en el trono! Con frecuencia es el fango el que se sienta en el trono, y también a menudo el trono se sienta en el fango.

 

Dementes son para mí todos ellos, y monos trepadores y fanáticos. Su ídolo, su frío monstruo, me huele mal: mal me huelen todos ellos juntos, esos idólatras. Hermanos míos, ¿es que queréis asfixiaros con el aliento de sus hocicos y de sus concupiscencias? ¡Es mejor que rompáis las ventanas y saltéis al aire libre! ¡Apartaos del mal olor! ¡Alejaos de la idolatría de los parásitos! ¡Apartaos del mal olor! ¡Alejaos del humo de esos sacrificios humanos!

 

Aún está la tierra a disposición de las almas grandes. Vacíos se encuentran aún muchos lugares para los que están solos, aislados o en pareja, en torno a los cuales sopla el perfume de mares silenciosos.

 

Aún hay una vida libre a disposición de las almas grandes. En verdad, quien poco posee no corre el peligro de que lo posean a él: ¡alabada sea esa pobreza sencilla!

Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo: allí comienza la canción de quien es necesario, la melodía única e insustituible.

¡Mirad, hermanos míos, allí donde acaba el Estado! ¿Es que no veis el arco iris y los puentes tendidos hacia el supra-humano?

 

Así habló Zaratustra.

 

 


 

 

LAS MIL METAS Y LA ÚNICA META.

 

 

Muchos países ha visto Zaratustra, y muchos pueblos: así ha descubierto el bien y el mal de muchos pueblos. Ningún poder mayor ha encontrado Zaratustra en la tierra que las palabras bueno y malvado. Ningún pueblo podría vivir sin realizar valoraciones; mas si quiere conservarse, no debe valorar del mismo modo como valora el pueblo vecino. He observado que muchas cosas que un pueblo llamó buenas son para otro pueblo afrenta y vergüenza. Muchas cosas que eran llamadas aquí malvadas las encontré allí adornadas con honores. Jamás un vecino ha entendido al otro: siempre su alma se asombraba de la demencia y de la maldad del vecino. Una tabla de valores está suspendida sobre cada pueblo. Mirad, es la tabla de sus superaciones; mirad, es la voz de su voluntad de poder.

 

Laudable es aquello que le parece difícil; a lo que es indispensable y a la vez difícil llámalo bueno; y a lo que libera incluso de la suprema necesidad, a lo más raro, a lo dificilísimo, a eso lo ensalza como santo. Lo que hace que él domine y venza y brille, para horror y envidia de su vecino: eso es para él lo elevado, lo primero, la medida, el sentido de todas las cosas.

 

En verdad, hermano mío, si has conocido primero la necesidad y la tierra y el cielo y el vecino de un pueblo: adivinarás sin duda la ley de sus superaciones y la razón de que suba por esa escalera hacia su esperanza.

 

«Siempre debes ser tú el primero y aventajar a los otros: a nadie, excepto al amigo, debe amar tu alma celosa». esto provocaba estremecimientos en el alma de un griego: y con ello siguió la senda de su grandeza. «Decir la verdad y saber manejar bien el arco y la flecha», esto le parecía precioso y a la vez difícil a aquel pueblo del que proviene mi nombre (Persia), el nombre que es para mí a la vez precioso y difícil. «Honrar padre y madre y ser dóciles para con ellos hasta la raíz del alma», ésta fue la tabla de la superación que otro pueblo suspendió por encima de sí, y con ello se hizo poderoso y eterno. «Guardar fidelidad y dar por ella el honor y la sangre aun por causas malvadas y peligrosas», con esta enseñanza se domeñó a sí mismo otro pueblo y domeñándose de ese modo quedó pesadamente grávido de grandes esperanzas.

 

En verdad, han sido los hombres los que se han dado a sí mismos todo su bien y todo su mal. En verdad, no los tomaron de otra parte, no los encontraron, éstos no cayeron sobre ellos como una voz del cielo. Para conservarse, el hombre empezó implantando valores en las cosas. ¡Él fue el primero en crear un sentido a las cosas, un sentido humano! Por ello se llama «hombre», es decir: el que realiza valoraciones.

 

Valorar es crear: ¡oídlo, creadores! El valorar mismo es el tesoro y la joya de todas las cosas valoradas. Sólo por el valorar existe el valor: y sin el valorar estaría vacía la nuez de la existencia. ¡Oídlo, creadores! Cambio de los valores es cambio de los creadores. Siempre aniquila el que tiene que ser un creador.

Creadores lo fueron primero los pueblos, y sólo después los individuos; en verdad, el individuo mismo es la creación más reciente. Los pueblos suspendieron en otro tiempo por encima de sí una tabla del bien. El amor que quiere dominar y el amor que quiere obedecer crearon juntos para sí tales tablas. El placer de ser rebaño es más antiguo que el placer de ser un yo: y mientras la buena conciencia se llame rebaño, sólo la mala conciencia dice: yo.

En verdad, el yo astuto, carente de amor, el que quiere su propia utilidad en la utilidad de muchos, ése no es el origen del rebaño, sino su ocaso. Amantes fueron siempre, y creadores, los que crearon el bien y el mal. Fuego de amor arde en los nombres de todas las virtudes, y fuego de cólera.

 

Muchos países ha visto Zaratustra, y muchos pueblos: ningún poder mayor ha encontrado Zaratustra en la tierra que las obras de los que han amado: «bueno» y «malvado» es el nombre de tales obras. En verdad, un monstruo es el poder de ese alabar y censurar. Decidme, hermanos míos, ¿quién puede domeñar ese monstruo? Decidme, ¿quién pone en cadenas las mil cabezas de ese animal?

 

Mil metas ha habido hasta ahora, pues mil pueblos ha habido. Sólo falta la cadena que ate las mil cabezas, falta la única meta. Todavía no tiene la humanidad meta alguna. Mas decidme, hermanos: si a la humanidad le falta todavía la meta, ¿no falta todavía también ella misma?


 

 

LA VIRTUD GENEROSA.

 

 

Zaratustra guardó silencio y contempló con amor a sus discípulos. Después continuó hablando con otro tono de voz:

 

¡Permaneced fieles a la tierra, hermanos míos, con toda la fuerza de vuestra virtud! ¡Vuestro amor generoso y vuestro conocimiento sirvan al sentido de la tierra! Esto os ruego encarecidamente. ¡No dejéis que vuestra virtud huya de las cosas terrenas y bata las alas hacia paredes eternas! ¡Ay, ha habido siempre tanta virtud que se ha perdido volando! Conducid de nuevo a la tierra, como hago yo, a la virtud que se ha perdido volando. Sí, conducidla de nuevo al cuerpo y a la vida: ¡para que dé a la tierra su sentido, un sentido humano!

 

De cien maneras se han perdido volando y se han extraviado hasta ahora tanto el espíritu como la virtud. Ay, en nuestro cuerpo habita ahora todo ese delirio y error: en cuerpo y voluntad se han convertido. De cien maneras han hecho ensayos y se han extraviado hasta ahora tanto el espíritu como la virtud. Sí, un ensayo ha sido el hombre. ¡Ay, mucha ignorancia y mucho error se han vuelto cuerpo en nosotros! No sólo la razón de milenios, sino que también su demencia hace erupción en nosotros. Peligroso es ser heredero. Todavía combatimos paso a paso con el gigante Azar, y sobre la humanidad entera ha dominado hasta ahora el absurdo, el sinsentido. Vuestro espíritu y vuestra virtud sirvan al sentido de la tierra, hermanos míos: ¡y el valor de todas las cosas sea establecido de nuevo por vosotros!

 

¡Por eso debéis ser luchadores! ¡Por eso debéis ser creadores! Por el saber se purifica el cuerpo; haciendo ensayos con el saber se eleva; al hombre del conocimiento todos los instintos se le santifican; al hombre elevado su alma se le vuelve alegre. Médico, ayúdate a ti mismo: así ayudas también a tu enfermo. Sea tu mejor ayuda que él vea con sus ojos a quien se sana a sí mismo.

 

Mil senderos existen que aún no han sido nunca recorridos; mil formas de salud y mil ocultas islas de la vida. Inagotados y no descubiertos continúan siendo siempre para mí el hombre y la tierra del hombre. ¡Vigilad y escuchad, solitarios! Del futuro llegan vientos con secretos aleteos; y a oídos delicados se dirige la buena nueva.

 

Vosotros los solitarios de hoy, vosotros los apartados, un día debéis ser un pueblo: de vosotros, que os habéis elegido a vosotros mismos, debe surgir un día un pueblo elegido. Y de éste surgirá el supra-humano. ¡En verdad os digo que en un lugar de curación ha de transformarse todavía la tierra! ¡Y ya la envuelve un nuevo aroma, que trae salud, y una nueva esperanza!


 


 


 

EN LAS ISLAS AFORTUNADAS.

 

Los higos caen de los árboles, son buenos y dulces; y, conforme caen, su roja piel se abre. Yo soy como un viento del norte para esos higos maduros. Así, cual higos, caen estas enseñanzas hasta vosotros, amigos míos: ¡bebed su jugo y su dulce carne! Nos rodea el otoño, y el cielo puro, y la tarde. ¡Ved qué plenitud hay en torno a nosotros! Y es bello mirar, desde la sobreabundancia, hacia mares lejanos.

 

En otro tiempo, cuando se miraba hacia mares lejanos, se pensaba en dios; pero ahora yo os he enseñado a decir ‘supra-humano’. Dios es una conjetura; pero yo quiero que vuestro suponer no vaya más lejos que vuestra voluntad creadora. ¿Podríais vosotros crear un Dios? ¡Pues entonces no me habléis de dioses! Mas el supra-humano sí podríais crearlo. ¡Quizá no podrías crearlo vosotros mismos, hermanos míos! Pero podríais transformaros en padres y antepasados del supra-humano: ¡y sea éste vuestro mejor crear!

 

Dios es una suposición: mas yo quiero que vuestro suponer se mantenga dentro de los límites de lo pensable. ¿Podríais vosotros pensar un Dios? Mas la voluntad de verdad signifique para vosotros esto: ¡que todo sea transformado en algo pensable para el hombre, visible para el hombre, sensible para el hombre! ¡Vuestros propios sentidos debéis pensarlos hasta el final! Y eso a lo que habéis dado el nombre de mundo, eso debe ser creado primero por vosotros: ¡vuestra razón, vuestra imagen, vuestra voluntad, vuestro amor deben devenir en ese mundo! ¡Y, en verdad, para vuestra bienaventuranza, hombres del conocimiento!

 

¿Y cómo ibais a soportar la vida sin esta esperanza, vosotros los que conocéis? No os ha sido lícito estableceros por nacimiento en lo incomprensible, ni tampoco en lo irracional. Mas para revelaros totalmente mi corazón a vosotros, amigos: si hubiera dioses, ¡cómo soportaría yo el no ser Dios! Por lo tanto, no hay dioses.

 

Es cierto que yo he sacado esa conclusión; pero ahora ella me saca a mí. Dios es una suposición: mas ¿quién bebería todo el tormento de esa suposición sin morir? ¿Su fe le debe ser quitada al creador, y al águila su cernerse en lejanías aquilinas?

 

Dios es un pensamiento que vuelve torcido todo lo derecho y que hace voltearse a todo lo que está de pie. ¿Cómo? ¿Estaría abolido el tiempo, y todo lo perecedero sería únicamente mentira? Pensar esto es remolino y vértigo para osamentas humanas, y hasta un vómito para el estómago: en verdad, la enfermedad que nos marea llamo yo al suponer tal cosa. ¡Malvadas llamo, y enemigas del hombre, a todas esas doctrinas de lo Uno y lo Lleno y lo Inmóvil y lo Saciado y lo Imperecedero! ¡Todo lo imperecedero no es más que un símbolo! Y los poetas mienten demasiado. De tiempo y de devenir es de lo que deben hablar los mejores símbolos; ¡una alabanza deben ser y una justificación de todo lo perecedero!

 

Crear, ésa es la gran redención del sufrimiento, así es como se vuelve ligera la vida. Mas para que el creador exista son necesarias muchas crisis y muchas transformaciones. ¡Sí, muchos amargos morires tiene que haber en nuestra vida, creadores! De ese modo sois defensores y justificadores de todo lo perecedero. (...)

 

También en el conocer yo siento únicamente el placer de mi voluntad de engendrar y devenir; y si hay inocencia en mi conocimiento, esto ocurre porque en él hay voluntad de engendrar. Lejos de Dios y de los dioses me ha atraído esa voluntad; ¡qué habría que crear si los dioses existiesen! Pero hacia el hombre vuelve siempre a empujarme mi ardiente voluntad de crear; igual como se siente impulsado el martillo hacia la piedra. ¡Ay, hombres, en la piedra dormita para mí una imagen, la imagen de mis imágenes! ¡Ay, que ella tenga que dormir en la piedra más dura, más fea! Ahora mi martillo se enfurece cruelmente contra su prisión. De la piedra saltan pedazos: ¿qué me importa? Quiero acabarlo: pues una sombra ha llegado hasta mí, ¡la más silenciosa y más ligera de todas las cosas vino una vez a mí! La belleza del supra-humano llegó hasta mí como una sombra. ¡Ay, hermanos míos! ¡Qué me importan ya los dioses!

 

Así habló Zaratustra.

 

 

 

 

DE LA SUPERACIÓN DE SÍ MISMO.

 

 

(...) Mas para que vosotros entendáis mi palabra acerca del bien y del mal, voy a deciros todavía lo que pienso acerca de la vida y acerca de la índole de todo lo viviente.

 

Yo he seguido las huellas de lo vivo, he recorrido los caminos más grandes y los más pequeños, para conocer su índole. Con centuplicado espejo he captado su mirada cuando tenía cerrada la boca: para que fuesen sus ojos los que me hablasen. Y sus ojos me han hablado. Pero en todo lugar en que encontré seres vivientes oí hablar también de obediencia. Todo ser viviente es un ser obediente. Y esto es lo segundo: Se le dan órdenes al que no sabe obedecerse a sí mismo. Así es la índole de los vivientes. Pero esto es lo tercero que oí: que mandar es más difícil que obedecer. Y no sólo porque el que manda lleva el peso de todos los que obedecen, y ese peso fácilmente lo aplasta: Un ensayo y un riesgo advertí en todo mandar; y siempre que el ser vivo manda se arriesga a sí mismo al hacerlo. Aún más, también cuando se manda a sí mismo tiene que expiar su mandar. Tiene que ser juez y vengador y víctima de su propia ley.

 

¡Cómo ocurre esto!, me preguntaba. ¿Qué es lo que persuade a lo viviente a obedecer y a mandar y a ejercer obediencia incluso cuando manda? ¡Escuchad, pues, mi palabra, sapientísimos! ¡Examinad seriamente si yo me he deslizado hasta el corazón de la vida y hasta las raíces de su corazón!

 

En todos los lugares donde encontré seres vivos encontré voluntad de poder; e incluso en la voluntad del que sirve encontré voluntad de ser señor. A servir al más fuerte, a eso persuádele al más débil su voluntad, la cual quiere ser dueña de lo que es más débil todavía: a ese solo placer no le gusta renunciar.

Y así como lo más pequeño se entrega a lo más grande, para disfrutar de placer y poder sobre lo mínimo; así también lo máximo se entrega y por amor al poder expone la vida. (...)

 

Y este misterio me ha confiado la vida misma. «Mira, dijo, yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo. En verdad, vosotros llamáis a esto voluntad de engendrar o instinto de finalidad, de algo más alto, más lejano, más vario: pero todo eso es una única cosa y un único misterio. (...)


 


 

 

 

LA VIRTUD QUE EMPEQUEÑECE.

 

Yo atravieso este pueblo con los ojos bien abiertos, porque no me perdonan que envidie sus virtudes. Tratan de morderme porque les digo que las gentes pequeñas precisan virtudes pequeñas, y porque me cuesta creer que sean necesarias gentes pequeñas.

 

Todavía me parezco aquí al gallo caído en corral ajeno, al que picotean incluso las gallinas; sin embargo, no por ello me enfado con estas gallinas. Soy cortés con ellas, como con toda molestia pequeña; ser espinoso con lo pequeño paréceme una sabiduría de erizos. Todos ellos hablan de mí cuando por las noches están sentados en torno al fuego - hablan de mí, mas nadie piensa - ¡en mí!

 

(...) «Todavía no tenemos tiempo para Zaratustra», es lo que objetan; pero ¿qué importa un tiempo que «no tiene tiempo» para Zaratustra? Y hasta cuando me alaban: ¿cómo podría yo adormecerme sobre su alabanza? Un cinturón de espinas es para mí su alabanza: me araña todavía después de haberlo apartado de mí. Y también he aprendido esto entre ellos: el que alaba se imagina que restituye algo, ¡pero en verdad quiere recibir más regalos!

 

(...) Hacia la virtud pequeña quisieran atraerme y elogiármela; hacia el tictac de la felicidad pequeña quisieran persuadir a mi pie. Camino a través de este pueblo y mantengo abiertos los ojos: se han vuelto más pequeños y se vuelven cada vez más pequeños, lo cual se debe a su doctrina acerca de la felicidad y la virtud.

 

En efecto, también en la virtud son modestos, pues quieren comodidad. Pero con la comodidad no se aviene más que la virtud modesta. Sin duda ellos aprenden también, a su manera, a caminar y a marchar hacia adelante: a esto lo llamo yo su renquear. Con ello se convierten en obstáculos para todo el que tiene prisa. Y algunos de ellos marchan hacia adelante y, al hacerlo, miran hacia atrás, con la nuca rígida: a éstos me gusta atropellarlos.

 

Pies y ojos no deben mentirse ni desmentirse mutuamente. Pero hay demasiada mentira entre las gentes pequeñas. Algunos de ellos quieren, pero la mayor parte únicamente son queridos. Algunos de ellos son auténticos, pero

la mayoría son malos comediantes.

 

(...) Y la hipocresía que peor me pareció entre ellos fue ésta: que también los que mandan fingen hipócritamente tener las virtudes de quienes sirven. “Yo sirvo, tú sirves, nosotros servimos”, así reza aquí también la hipocresía de los que dominan, ¡y ay cuando el primer señor es tan sólo el primer servidorl

 

(...) Redondos, justos y bondadosos son unos con otros, así como son redondos, justos y bondadosos los granitos de arena con los granitos de arena.

Abrazar modestamente una pequeña felicidad, ¡a esto lo llaman ellos «resignación»! Y, al hacerlo, ya bizquean con modestia hacia una pequeña felicidad nueva. En el fondo lo que más quieren es simplemente una cosa: que nadie les haga daño. Así son deferentes con todo el mundo y le hacen bien.

 

Pero esto es cobardía: aunque se llame «virtud». (...) Virtud es para ellos lo que vuelve modesto y manso: con ello han convertido al lobo en perro, y al hombre mismo en el mejor animal doméstico del hombre. (...) Pero esto es mediocridad: aunque se llame moderación.

 

(...) ¡Bien! Éste es mi sermón para sus oídos: yo soy Zaratustra el ateo, el que dice «¿quién es más ateo que yo, para disfrutar de su enseñanza?» Yo soy Zaratustra el ateo, ¿dónde encuentro a mis iguales? Y mis iguales son todos aquellos que se dan a sí mismos su propia voluntad y apartan de sí toda resignación.

 

(...) Sin embargo, ¡para qué hablar si nadie tiene mis oídos! Y por eso quiero clamar a todos los vientos: ¡Vosotros os volvéis cada vez más pequeños, gentes pequeñas! ¡Vosotros os hacéis migajas, oh cómodos! ¡Vosotros vais a la ruina a causa de vuestras muchas pequeñas virtudes, a causa de vuestras muchas pequeñas omisiones, a causa de vuestras muchas pequeñas resignaciones! Demasiado indulgente, demasiado condescendiente: ¡así es vuestro terreno! ¡Mas para volverse grande, un árbol ha de echar duras raíces en torno a rocas duras!

 

También lo que vosotros omitís teje en el tejido de todo el futuro humano; también vuestra nada es una telaraña y una araña que vive de sangre del futuro. (...) ¡Ay, ojalá alejaseis de vosotros todo querer a medias y os volvieseis decididos tanto para la pereza como para la acción!

 

¡Mas para qué hablar si nadie tiene mis oídos! Aquí es todavía una hora demasiado temprana para mí. Mi propio precursor soy yo en medio de este pueblo, mi propio canto del gallo a través de oscuras callejuelas. ¡Pero la hora de ellos llega! ¡Y llega también la mía! De hora en hora se vuelven más pequeños, más pobres, más estériles, ¡pobre vegetación!, ¡pobre terreno! Y pronto estarán ante mí como hierba seca y como rastrojo, y, en verdad, cansados de sí mismos. ¡Y aún más que de agua, sedientos de fuego!

 

¡Oh hora bendita del rayo! ¡Oh misterio antes del mediodía! En fuegos que se propagan voy a convertirlos todavía alguna vez, y en mensajeros con lenguas de fuego: ellos deben anunciar alguna vez con lenguas de fuego: ¡Llega, está próximo el gran mediodía!

 

Así habló Zaratustra.

 


 

 

TABLAS VIEJAS Y NUEVAS.

 

3. Allí fue donde yo recogí del camino la palabra «supra-humano», y que el hombre es algo que tiene que ser superado, que el hombre es un puente y no una meta; que se considera a sï mismo feliz a causa de su mediodía y de su atardecer, como camino hacia nuevas auroras - lo que dice Zaratustra sobre el gran mediodía -, y todo lo demás que yo he suspendido sobre los hombres, como si se tratara de otras auroras purpúreas. En verdad, también les he hecho ver nuevas estrellas junto con nuevas noches; y por encima de las nubes y el día y la noche extendí yo además la risa como una tienda multicolor.

 

Les he enseñado todos mis pensamientos y deseos; a pensar y reunir en unidad

Todo lo que en el hombre es fragmentario y enigmático y azaroso. Como poeta, adivinador de enigmas y redentor del azar, les he enseñado a trabajar creadoramente en el porvenir y a redimir creadoramente todo lo que fue. A redimir lo pasado en el hombre y a transformar mediante la creación todo lo que fue, hasta que la voluntad diga: «¡Así lo quise yo! Así lo querré». Esto es lo que yo llamo redención para ellos, únicamente a esto les enseñé a llamar redención.

 

Ahora aguardo mi redención, el momento de ir junto a ellos por última vez. Pues todavía una vez quiero ir a los hombres: ¡entre ellos quiero hundirme en mi ocaso; al morir quiero darles el más rico de mis dones! Así me lo ha enseñado el sol cuando se hunde en el ocaso. Él, entonces, inmensamente rico, es cuando derrama oro sobre el mar, sacándolo de riquezas inagotables, ¡de tal manera que hasta el más pobre de los pescadores rema con remos de oro! Esto fue, en efecto, lo que yo vi en otro tiempo, y no me sacié de llorar contemplándolo. Igual que el sol, Zaratustra quiere también hundirse en su ocaso. Mas ahora está sentado aquí y aguarda, teniendo a su alrededor viejas tablas rotas, y también tablas nuevas, a medio escribir.

 

4. Mira, aquí hay una tabla nueva: pero ¿dónde están mis hermanos, que la lleven conmigo al valle y la graben en corazones de carne? Esto es lo que mi gran amor exige a los lejanos: ¡no seas indulgente con tu prójimo! El hombre es algo que tiene que ser superado. Existen muchos caminos y muchos modos distintos de superación: ¡mira tú ahí! Mas sólo un bufón piensa: «el hombre es algo sobre lo que también se puede saltar». Supérate a ti mismo incluso en tu prójimo. ¡Un derecho que puedas robar no debes permitir que te lo den! Lo que tú haces, eso nadie puede hacértelo de nuevo a ti. Mira, no existe retribución. El que no puede mandarse a sí mismo debe obedecer. ¡Y más de uno puede mandarse a sí mismo, pero falta todavía mucho para que también se obedezca a sí mismo!

 

5. Así lo quiere la especie de las almas nobles: no quieren tener nada de balde, y menos que nada, la vida. Quien es de la plebe quiere vivir de balde; pero nosotros, distintos de ellos, a quienes la vida se nos entregó a sí misma, ¡nosotros reflexionamos siempre sobre qué es lo mejor que daremos a cambio!

 

6. Oh hermanos míos, quien es un precursos es siempre sacrificado. Ahora bien, nosotros somos precursores, primicias. (...) Pero así lo quiere nuestra especie; y yo amo a los que no quieren preservarse a sí mismos. A quienes se hunden en su ocaso los amo con todo mi amor: pues pasan al otro lado. Ser verdaderos, ¡pocos son capaces de esto! Y quien es capaz ¡no quiere todavía! Y los menos capaces de todos son los buenos. ¡Oh esos buenos! Los hombres buenos no dicen nunca la verdad; para el espíritu el ser bueno de ese modo es una enfermedad. Ceden, estos buenos, se resignan, su corazón repite lo dicho por otros, el fondo de ellos obedece: ¡mas quien obedece no se oye a sí mismo!

(...) Por eso, oh hermanos míos, necesítase una nueva nobleza que sea el antagonista de toda plebe y de todo despotismo y escriba de nuevo en tablas nuevas la palabra «noble». ¡Pues se necesitan, en efecto, muchos nobles y muchas clases de nobles para que exista la nobleza!

 

12. Oh hermanos míos, yo os consagro a una nueva nobleza, que os voy a revelar. Vosotros debéis ser para mí engendradores y criadores y sembradores del futuro, en verdad, no una nobleza que vosotros pudierais comprar como la compran los tenderos, y con oro de tenderos: pues poco valor tiene todo lo que tiene un precio. ¡Constituya de ahora en adelante vuestro honor, no el lugar de dónde venís, sino el lugar adonde vais! Vuestra voluntad y vuestro pie, que quieren ir más allá de vosotros mismos, ¡eso constituya vuestro nuevo honor! (...) ¡Oh hermanos míos, no hacia atrás debe dirigir la mirada vuestra nobleza, sino hacia adelante! ¡Expulsados debéis estar vosotros de todos los países de los padres y de los antepasados! El país de vuestros hijos es el que debéis amar: sea ese amor vuestra nueva nobleza, ¡el país no descubierto, situado en el mar más remoto! ¡A vuestras velas ordeno que partan una y otra vez en su busca! (...)

 

25. El que ha llegado a conocer los viejos orígenes acabará por buscar manantiales del futuro y nuevos orígenes. Oh hermanos míos, de aquí a poco, nuevos pueblos surgirán y nuevos manantiales se precipitarán ruidosamente en nuevas profundidades. El terremoto, en efecto, ciega muchos pozos y provoca mucho desfallecimiento; pero también saca a luz energías y secretos ocultos. El terremoto pone de manifiesto nuevos manantiales. En el terremoto de viejos pueblos emergen manantiales nuevos. Y en torno a quien entonces grita: «He ahí un pozo para muchos sedientos, un corazón para muchos anhelosos, una voluntad para muchos instrumentos», en torno a ése se reúne un pueblo, es decir, muchos experimentadores.

 

Quién puede mandar, quién tiene que obedecer ¡eso es lo que aquí se experimenta! ¡Ay, con qué búsquedas y adivinaciones y fallos y aprendizajes y reexperimentos tan prolongados! Yo es digo que la sociedad de los hombres es un experimento, una prolongada búsqueda; un buscar al hombre de mando. Un experimento, ¡oh hermanos míos! ¡No un «contrato». ¡Romped, romped esa palabra de los corazones débiles y de los amigos de componendas!

 

26. ¡Oh hermanos míos! ¿En quiénes reside el mayor peligro para todo futuro de los hombres? ¿No es en los buenos y justos, que dicen y sienten en su corazón: «nosotros sabemos ya lo que es bueno y justo, y hasta lo tenemos”, y se compadecen de aquellos que continúan buscandolo? (...)

 

28. (...) Todo está falseado y deformado hasta el fondo por los buenos. Pero quien ha descubierto el país «Hombre» ha descubierto también el país «Futuro de los Hombres». ¡Ahora vosotros debéis ser mis marineros, marineros bravos, pacientes! ¡Caminad erguidos a tiempo, oh hermanos míos, aprended a caminar erguidos! El mar está tempestuoso: muchos quieren servirse de vosotros para volver a erguirse. El mar está tempestuoso: todo está en el mar. ¡Bien! ¡Adelante! ¡Viejos corazones de marineros! ¡Qué importa el país de los padres! ¡Nuestro timón quiere dirigirse hacia donde está el país de nuestros hijos! ¡Hacia allá lánzase tempestuoso, más tempestuoso que el propio mar, nuestro gran anhelo!

 

«¡Por qué tan duro! - dijo en otro tiempo el carbón de cocina al diamante; ¿no somos parientes cercanos?» ¿Por qué tan blandos? Oh hermanos míos, así os pregunto yo a vosotros: ¿no sois vosotros mis hermanos? ¿Por qué tan blandos, tan poco resistentes y tan dispuestos a ceder? ¿Por qué hay tanta negación, tanta renegación en vuestro corazón? ¿Y tan poco destino en vuestra mirada? Y si no queréis ser destinos ni inexorables: ¿cómo podríais vencer conmigo? Y si vuestra dureza no quiere levantar chispas y cortar y sajar: ¿cómo podríais algún día crear conmigo? Los creadores son duros, en efecto. Y bienaventuranza tiene que pareceros el imprimir vuestra mano sobre milenios como si fuesen cera, bienaventuranza, escribir sobre la voluntad de milenios como sobre bronce, más duros que el bronce, más nobles que el bronce. Sólo lo totalmente duro es lo más noble de todo. Esta nueva tabla, oh hermanos míos, coloco yo sobre vosotros: ¡endureceos!

 

30. ¡Oh tú voluntad mía! ¡Tú viraje de toda necesidad, tú necesidad mía! ¡Presérvame de todas las victorias pequeñas! ¡Tú providencia de mi alma, que yo llamo destino! ¡Tú que estás dentro de mí! ¡Tú que estás encima de mí! ¡Presérvame y resérvame para un gran destino! (...) Que yo esté preparado y maduro para el gran mediodía; preparado y maduro como bronce ardiente, como nube grávida de rayos y como ubre hinchada de leche; preparado para mí mismo y para mi voluntad más oculta; un arco ansioso de su flecha, una flecha ansiosa de su estrella, una estrella preparada y madura en su mediodía, ardiente, perforada, bienaventurada gracias a las aniquiladoras flechas solares. Un sol y una inexorable voluntad solar, ¡dispuesto a aniquilar en la victoria! ¡Oh voluntad, viraje de toda necesidad, tú necesidad mía! ¡Resérvame para una gran victoria!

 

 


 

 

 

LA OFRENDA DE LA MIEL.

 

 

(...) Pues eso soy yo a fondo y desde el comienzo, tirando, atrayendo, levantando, elevando, alguien que tira, que cría y corrige, que no en vano se dijo a sí mismo en otro tiempo: «¡Llega a ser el que eres!»

 

Así, pues, que los hombres suban ahora hasta mí: pues todavía aguardo los signos de que ha llegado el tiempo de mi descenso, todavía no me hundo yo mismo en mi ocaso como tengo que hacerlo, entre los hombres. A esto aguardo aquí, astuto y burlón, en las altas montañas, ni impaciente ni paciente, sino más bien como quien ha olvidado hasta la paciencia, porque ya no «padece».

 

Mi destino me deja tiempo, en efecto: ¿acaso me ha olvidado? ¿O está sentado a la sombra detrás de una gran piedra y se dedica a cazar moscas? Y, en verdad, le estoy reconocido, a mi eterno destino, de que no me urja ni me apremie y me deje tiempo para bromas y maldades: de modo que hoy he subido a esta alta montaña a pescar peces.

 

(...) Mas yo y mi destino no hablamos al Hoy, tampoco hablamos al Nunca: para hablar tenemos paciencia, y tiempo, y más que tiempo. Pues un día tiene él que venir, y no le será lícito pasar de largo. ¿Quién tiene que venir un día, y no le será lícito pasar de largo? Nuestro gran Hazar, es decir, nuestro grande y remoto reino del hombre, el reino de Zaratustra de los mil años.

 

¿A qué distancia se encuentra ese algo «lejano»? ¡Qué me importa eso! Mas no por ello es para mí menos firme, con ambos pies estoy yo seguro sobre ese fundamento, sobre un fundamento eterno, sobre una dura roca primitiva, sobre estas montañas primitivas, las más elevadas y duras de todas, a las que acuden todos los vientos como a una divisoria meteorológica, preguntando por el ¿dónde? y por el ¿de dónde? y por el ¿hacia dónde?


 


 


 

DEL SUPRA-HUMANO.

 

La primera vez que hablé a los hombres cometí la torpeza propia de los solitarios: me instalé en el mercado, me lancé a la plaza pública. Y cuando hablaba a todos no hablaba a nadie. Y por la noche tuve como compañeros a volatineros y cadáveres; y yo mismo era casi un cadáver.

 

Mas a la mañana siguiente llegó a mí una nueva verdad. Entonces aprendí a decir «¡Qué me importan el mercado y la plebe y el ruido de la plebe y las orejas de la plebe!» Vosotros hombres superiores, aprended esto de mí: en el mercado nadie cree en hombres superiores. Y si queréis hablar allí, ¡bien! Pero la plebe dirá parpadeando «todos somos iguales».

 

¡Hombres superiores!” - dice la plebe guiñando un ojo. ¡No existen hombres superiores!. Todos somos iguales, el hombre no es más que hombre, ¡ante Dios todos somos iguales!»

 

¡Ante Dios! Mas ahora ese Dios ha muerto. Y ante la plebe nosotros no queremos ser iguales. ¡Vosotros hombres superiores, marchaos de la plaza pública!

 

2. ¡Ante Dios! - ¡Mas ahora ese Dios ha muerto! Vosotros hombres superiores, ese Dios era vuestro máximo peligro. Sólo desde que él yace en la tumba habéis resucitado. Sólo ahora llega el gran mediodía, sólo ahora se convierte el hombre superior ¡en señor!

 

¿Habéis entendido esta palabra, oh hermanos míos? Estáis asustados: ¿sienten vértigo vuestros corazones? ¿Veis abrirse aquí para vosotros el abismo? ¿Os ladra aquí el perro infernal? ¡Bien! ¡Adelante! ¡Vosotros hombres superiores! Ahora es cuando va a parir la montaña del futuro humano. Dios ha muerto: ahora nosotros queremos que viva el supra-humano.

 

3. Los más preocupados preguntan hoy: «¿Cómo se conserva el hombre?» Pero Zaratustra pregunta, siendo el único y el primero en hacerlo: «¿Cómo se supera al hombre?»

 

El supra-humano es a quien yo amo, él es para mí lo primero y lo único, y no el hombre: no el prójimo, no el más pobre, no el más sufrido, no el mejor. Oh hermanos míos, lo que yo puedo amar en el hombre es que constituye un tránsito y un ocaso. Y también en vosotros hay muchas cosas que me hacen amar y tener esperanzas. (...)

 

6. Vosotros hombres superiores, ¿creéis acaso que yo estoy aquí para arreglar lo que vosotros habéis estropeado? ¿O que quiero prepararos para lo sucesivo un lecho más cómodo a vosotros los que sufrís? ¿O mostraros senderos nuevos y más fáciles a vosotros los errantes, extraviados, perdidos en vuestras escaladas? ¡No! ¡No! ¡Tres veces no!

 

(...) Hacia lo poco, hacia lo prolongado, hacia lo lejano tienden mi mente y mi anhelo: ¡qué podría importarme vuestra mucha, corta, pequeña miseria! ¡Para mí no sufrís aún bastante! Pues sufrís por vosotros, no habéis sufrido aún por

el hombre. ¡Mentiríais si dijeseis otra cosa! Ninguno de vosotros sufre por aquello por lo que yo he sufrido.

 

8. No aspiréis a nada que esté por encima de vuestras fuerzas: hay una falsedad perversa en quienes quieren por encima de su capacidad. ¡Especialmente cuando anhelan cosas grandes! Pues despiertan desconfianza contra las cosas grandes, esos refinados falsarios y comediantes: hasta que finalmente son falsos ante sí mismos, gente de ojos bizcos, madera carcomida y blanqueada, cubiertos con un manto de palabras fuertes, de virtudes aparatosas, de obras falsas y relumbrantes. ¡Tened en esto mucha cautela, vosotros hombres superiores! Pues nada me parece hoy más precioso y raro que la honestidad. (...)

 

9. Tened hoy una sana desconfianza, ¡vosotros hombres superiores, hombres valientes! ¡Hombres de corazón abierto! ¡Y mantened secretas vuestras razones! Pues el presente pertenece a la plebe. Lo que la plebe aprendió en otro tiempo a creer sin razones, ¿quién podría destruírselo mediante razones?

Y en el mercado se convence con gestos. Las razones, en cambio, vuelven desconfiada a la plebe. Y si alguna vez la verdad convenció a la plebe, preguntaos con sana desconfianza: «¿Qué fuerte error habrá luchado por ella?»

 

¡Guardaos también de los doctos! Os odian: ¡pues ellos son estériles! Tienen ojos fríos y secos, ante ellos todo pájaro yace desplumado. Ellos se jactan de no mentir, mas incapacidad para la mentira no es ya, ni de lejos, amor a la verdad. ¡Estad en guardia! ¡Falta de fiebre no es ya, ni de lejos, conocimiento! A los espíritus resfriados yo no les creo. Quien no puede mentir no sabe lo qué es la verdad.

 

10. Si queréis subir a lo alto, ¡emplead vuestras propias piernas! ¡No pretendáis que os suban, no os sentéis sobre espaldas y cabezas de otros! ¿Tú has montado a caballo? ¿Y ahora cabalgas velozmente hacia tu meta? ¡Bien, amigo mío! ¡Pero date cuenta de que también tu pie tullido va montado sobre el caballo! Cuando hayas alcanzado la meta, cuando te bajes de tu caballo, ¡darás un traspié!, hombre superior, precisamente en tu altura.

 

11. ¡Vosotros creadores, vosotros hombres superiores! Sólo engendramos a nuestro propio hijo. ¡No os dejéis persuadir, adoctrinar! ¿Quién es vuestro prójimo? Y aunque obréis «por el prójimo», ¡no creéis, sin embargo, por su causa! Olvidad ese «por», creadores: precisamente vuestra virtud quiere que no hagáis ninguna cosa «por» y «a causa de» y «porque». A estas pequeñas palabras falsas debéis cerrar vuestros oídos. Ese «por el prójimo» es la virtud de las gentes pequeñas: entre ellas se dice «tal para cual» y «una mano lava la otra»: ¡no tienen ni derecho ni fuerza de exigir vuestro egoísmo! ¡En vuestro egoísmo, creadores, hay la cautela y la previsión de la mujer encinta! Lo que nadie ha visto aún con sus ojos, el fruto: eso es lo que vuestro amor entero protege y cuida y alimenta.

 

¡Allí donde está todo vuestro amor, en vuestro hijo, allí está también toda vuestra virtud! Vuestra obra, vuestra voluntad es vuestro auténtico prójimo: ¡no dejéis que os lleven a admitir falsos valores!

 

15. Cuanto más noble y elevada es una cosa, tanto más raramente se logra encontrarla. Vosotros hombres superiores, ¿no sois todos fracasados? Más, ¡tened valor, qué importa! ¡Cuántas cosas son aún posibles! ¡Aprended a reíros de vosotros mismos como hay que reír! ¡Por qué extrañarse, por lo demás, de que hayáis fracasado en algo, o que lo hayáis logrado sólo a medias, si quedáis destrozados! ¿Es que no se agita en vosotros y os impulsa el futuro del hombre? ¿No hierve en vuestra mermita lo más remoto, profundo, estelarmente alto del hombre, su fuerza inmensa? ¡Por qué extrañarse de que más de una marmita se rompa! ¡Aprended a reíros de vosotros mismos como hay que reír! Vosotros hombres superiores, ¡oh, cuántas cosas son aún posibles! Y, en verdad, ¡cuántas cosas se han logrado ya! ¡Qué abundante es esta tierra en pequeñas cosas buenas y perfectas, en cosas bien logradas! ¡Rodeáos de pequeñas cosas buenas y perfectas, hombres superiores! Su áurea madurez sana el corazón. Lo perfecto enseña a tener esperanzas.

 

19. Levantad vuestros corazones, hermanos míos, ¡arriba!, ¡más arriba!, ¡y no os olvidéis tampoco de levantar las piernas! Levantadlas también, vosotros buenos bailarines, y aún mejor: ¡sosteneos incluso sobre la cabeza! También hay en el campo de la felicidad animales pesados, cojos de nacimiento. Es sorprendente ver como se esfuerzan, como un elefante que se esforzase en sostenerse sobre la cabeza. Pero es mejor estar loco de felicidad que estarlo de infelicidad, es mejor bailar torpemente que caminar cojeando. Aprended, pues, de mi sabiduría: incluso la peor de las cosas tiene dos lados buenos, incluso la peor de las cosas tiene buenas piernas para bailar: ¡aprended, pues, de mí, hombres superiores, a manteneros rectos sobre vuestras piernas! ¡Olvidad, pues, el poner cara de atribulados y toda tristeza plebeya! ¡Oh, qué tristes me parecen hoy incluso los payasos de la plebe! Pero el hoy pertenece a la plebe.

 

20. Haced como el viento cuando se precipita desde sus cavernas de la montaña, tratando de bailar al son de su propio silbar y haciendo que los mares tiemblen y den saltos ante sus pasos. El que proporciona alas a los asnos, el que ordeña a las leonas, ¡bendito sea ese buen espíritu indómito, que viene cual viento tempestuoso para todo hoy y toda plebe, que es enemigo de las cabezas espinosas y cavilosas, y de todas las mustias hojas y de los abrojos: alabado sea ese salvaje, bueno, libre espíritu de tempestad, que baila sobre las ciénagas y las tribulaciones como si fueran prados! El que odia a los tísicos perros plebeyos y a toda cría sombría y malograda: ¡bendito sea ese espíritu de todos los espíritus libres, la tormenta que ríe, que sopla polvo a los ojos de todos los pesimistas, purulentos! Vosotros hombres superiores, esto es lo peor de vosotros: no habéis aprendido a bailar como hay que bailar - ¡a bailar por encima de vosotros mismos! ¡Qué importa que hayáis fracasado! ¡Cuántas cosas son posibles aún! ¡Aprended, pues, a reíros de vosotros sin preocuparos de nada! Levantad vuestros corazones, vosotros buenos bailarines, ¡arriba!, ¡más arriba! ¡Y no me olvidéis tampoco el buen reír! Esta corona del que ríe, esta corona de rosas:¡a vosotros, hermanos míos, os arrojo esta corona! Yo he santificado el reír; vosotros hombres superiores, ¡aprended a reír!


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

DE “MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL”


 


 


 


 

 

13.

 

Los fisiólogos deberían pensarlo bien antes de afirmar que el instinto de autoconservación es el instinto cardinal de un ser orgánico. Algo vivo quiere, antes que nada, dar libre curso a su fuerza - la vida misma es voluntad de poder-: la autoconservación es tan sólo una de las consecuencias indirectas y más frecuentes de esto. En suma, aquí, como en todas partes, ¡cuidado con los principios teleológicos superfluos! Como ese del instinto de autoconservación (lo debemos a la inconsecuencia de Spinoza). Así lo ordena, en efecto, el método, el cual tiene que ser esencialmente economía de principios.

 

14.

 

Acaso sean cinco o seis las cabezas en las cuales va abriéndose paso ahora la idea de que también la física no es más que una interpretación y un amaño del mundo (¡según nosotros!, dicho sea con permiso), y no una explicación del mundo; pero en la medida en que la física se apoya sobre la fe en los sentidos se la considera como algo más, y durante largo tiempo todavía será considerada como algo más, a saber, como explicación. Tiene a su favor los ojos y los dedos, tiene a su favor la apariencia visible y la palpable: esto ejerce un influjo fascinante, persuasivo, convincente sobre una época cuyo gusto básico es plebeyo; semejante época se guía instintivamente, en efecto, por el canon de verdad del sensualismo eternamente popular. ¿Qué es claro, qué está «aclarado»? Sólo aquello que se deja ver y tocar, hasta ese punto hay que

llevar cualquier problema. A la inversa: justo en su oposición a la evidencia de los sentidos residía el encanto del modo platónico de pensar, que era un modo

aristocrático de pensar, acaso entre hombres que disfrutaban incluso de sentidos más fuertes y más exigentes que los que poseen nuestros contemporáneos, pero que sabían encontrar un triunfo más alto en permanecer dueños de esos sentidos; y esto, por medio de pálidas, frías, grises redes conceptuales que ellos lanzaban sobre el multicolor torbellino de los sentidos - la plebe de los sentidos, como decía Platón -. En esta victoria sobre el mundo y en esta interpretación del mundo a la manera de Platón había una especie de goce distinto del que nos ofrecen los físicos de hoy, y asimismo los darwinistas y antiteleólogos entre los trabajadores de la fisiología, con su principio de la «fuerza mínima» y de la estupidez máxima. «Allí donde el hombre no tiene ya nada que ver y agarrar, tampoco tiene nada que buscar», éste es, desde luego, un imperativo distinto del platónico, un imperativo que,

sin embargo, acaso sea cabalmente el apropiado para una estirpe ruda y trabajadora de maquinistas y de constructores de puentes del futuro, los cuales no tienen que realizar más que trabajos groseros.


 

19.

 

Los filósofos suelen hablar de la voluntad como si ésta fuera la cosa más conocida del mundo; y Schopenhauer dio a entender que la voluntad era la única cosa que nos era propiamente conocida, conocida del todo y por entero, conocida sin sustracción ni añadidura. Pero a mí continúa pareciéndome que, también en este caso, Schopenhauer no hizo más que lo que suelen hacer justo los filósofos: tomó un prejuicio popular y lo exageró. A mí la volición me parece ante todo algo complicado, algo que sólo como palabra forma una unidad, y justo en la unidad verbal se esconde el prejuicio popular que se ha adueñado de la siempre exigua cautela de los filósofos. Seamos, pues, más cautos, seamos «afilosóficos» , digamos: en toda volición hay, en primer término, una pluralidad de sentimientos, a saber, el sentimiento del estado de que nos alejamos, el sentimiento del estado a que tendemos, el sentimiento de esos mismos «alejarse» y «tender», y, además, un sentimiento muscular concomitante que, por una especie de hábito, entra en juego tan pronto como «realizamos una volición», aunque no pongamos en movimiento «brazos y piernas». Y así como hemos de admitir que el sentir, y desde luego un sentir múltiple, es un ingrediente de la voluntad, así debemos admitir también, en segundo término, el pensar: en todo acto de voluntad hay un pensamiento que manda; ¡y no se crea que es posible separar ese pensamiento de la «volición», como si entonces ya sólo quedase voluntad! En tercer término, la voluntad no es sólo un complejo de sentir y pensar, sino sobre todo, además, un afecto: y, desde luego, el mencionado afecto del mando. Lo que se llama «libertad de la voluntad» es esencialmente el afecto de superioridad con respecto a quien tiene que obedecer: «yo soy libre, ‘él’ tiene que obedecer»; en toda voluntad se esconde esa consciencia, y asimismo aquella tensión de la atención, aquella

mirada derecha que se fija exclusivamente en una sola cosa, aquella valoración incondicional «ahora se necesita esto y no otra cosa», aquella interna certidumbre de que se nos obedecerá, y todo lo demás que forma parte del estado propio del que manda. Un hombre que realiza una volición es alguien que da una orden a algo que hay en él, lo cual obedece, o él cree que obedece. Pero obsérvese ahora lo más asombroso en la voluntad, esa cosa tan compleja para designar la cual no tiene el pueblo más que una sola palabra: en la medida en que, en un caso dado, nosotros somos a la vez los que mandan y los que obedecen, y, además, conocemos, en cuanto somos los que obedecen, los sentimientos de coaccionar, urgir, oprimir, resistir, mover, los cuales suelen comenzar inmediatamente después del acto de la voluntad; en la medida en que, por otro lado, nosotros tenemos el hábito de pasar por alto, de olvidar engañosamente esa dualidad, gracias al concepto sintético «yo», ocurre que de la volición se ha enganchado, además, toda una cadena de conclusiones erróneas y, por lo tanto, de valoraciones falsas de la voluntad misma, de modo que el volente cree de buena fe que la volición basta para la acción. Dado que en la mayoría de los casos hemos realizado una volición únicamente cuando resultaba lícito aguardar también el efecto del mandato, es decir, la obediencia, es decir, la acción, ocurre que la apariencia se ha traducido en el sentimiento de que existe una necesidad del efecto; en suma, el volente cree, con un elevado grado de seguridad, que voluntad y acción son de algún modo

una sola cosa; atribuye el buen resultado, la ejecución de la volición, a la voluntad misma, y con ello disfruta de un aumento de aquel sentimiento de poder que todo buen resultado lleva consigo. «Libertad de la voluntad», ésta es la expresión para designar aquel complejo estado placentero del volente, el

cual manda y al mismo tiempo se identifica con el ejecutor, y disfruta también en cuanto tal el triunfo sobre las resistencias, pero dentro de sí mismo juzga que es su voluntad la que propiamente vence las resistencias. A su sentimiento placentero de ser el que manda añade así el volente los sentimientos placenteros de los instrumentos que ejecutan, que tienen éxito, de las serviciales «subvoluntades» o subalmas; nuestro cuerpo, en efecto, no es más que una estructura social de muchas almas.


 

32

 

Durante el período más largo de la historia humana - se lo llama la época prehistórica - el valor o el no valor de una acción fueron derivados de sus consecuencias: ni la acción en sí ni tampoco su procedencia eran tomadas en consideración, sino que, de manera parecida a como todavía hoy en China un honor o un oprobio rebotan desde el hijo a sus padres, así entonces era la fuerza retroactiva del éxito o del fracaso lo que inducía a los hombres a pensar bien o mal de una acción. Denominemos a este período el período premoral de la humanidad: el imperativo «¡conócete a ti mismo! » era entonces todavía desconocido.

 

En los últimos diez milenios, por el contrario, se ha llegado paso a paso tan lejos en algunas grandes superficies de la tierra que ya no son las consecuencias, sino la procedencia de la acción, lo que dejamos que decida sobre el valor de ésta. Esto representa, en conjunto, un gran acontecimiento, un considerable refinamiento de la visión y del criterio de medida, la repercusión inconsciente del dominio de valores aristocráticos y de la fe en la

«procedencia», el signo distintivo de un período al que es lícito denominar, en sentido estricto, período moral: la primera tentativa de conocerse a sí mismo queda así hecha. En lugar de las consecuencias, la procedencia: ¡qué inversión de la perspectiva! ¡Y, con toda seguridad, una inversión conquistada tras prolongadas luchas y vacilaciones! Desde luego, una funesta superstición nueva, una peculiar estrechez de la interpretación lograron justo por esto conquistar el dominio: se interpretó la procedencia de una acción, en el sentido más preciso del término, como procedencia derivada de una intención;

se acordó creer que el valor de una acción reside en el valor de su intención. La intención, considerada como procedencia y prehistoria enteras de una acción: bajo este prejuicio se ha venido alabando, censurando, juzgando, también filosofando, casi hasta nuestros días.

 

¿No habríamos arribado nosotros hoy a la necesidad de resolvernos a realizar,

una vez más, una inversión y un desplazamiento radical de los valores, gracias a una autognosis y profundización renovadas del hombre? ¿No nos hallaríamos nosotros en el umbral de un período que, negativamente, habría que calificar por lo pronto de extramoral, hoy, cuando al menos entre nosotros los inmoralistas alienta la sospecha de que el valor decisivo de una acción reside justo en aquello que en ella es no-intencionado, y de que toda su intencionalidad, todo lo que puede ser visto, sabido, conocido «conscientemente» por la acción, pertenece todavía a su superficie y a su piel, la cual, como toda piel, delata algunas cosas, pero oculta más cosas todavía? En suma, nosotros creemos que la intención es sólo un signo y un síntoma que precisan de interpretación, y, además, un signo que significa demasiadas cosas y que, en consecuencia, por sí solo no significa casi nada. Creemos que la moral, en el sentido que ha tenido hasta ahora, es decir, la moral de las intenciones, ha sido un prejuicio, una precipitación, una provisionalidad acaso, una cosa de rango parecido al de la astrología y la alquimia, pero en todo caso algo que tiene que ser superado. La superación de la moral, y en cierto sentido incluso la autosuperación de la moral: acaso sea éste el nombre para designar esa labor prolongada y secreta que ha quedado reservada a las más sutiles y honestas, también a las más maliciosas de las conciencias de hoy, por ser éstas vivientes piedras de toque del alma.


 

41

 

Tenemos que darnos a nosotros mismos nuestras pruebas de que estamos destinados a la independencia y al mando; y hacer esto a tiempo. No debernos eludir nuestras pruebas, a pesar de que acaso sean ellas el juego más peligroso que quepa jugar y sean, en última instancia, sólo pruebas que exhibimos ante nosotros mismos como testigos, y ante ningún otro juez. No quedar adheridos a ninguna persona: aunque sea la más amada, toda persona es una cárcel, y también un rincón. No quedar adheridos a ninguna patria: aunque sea la que más sufra y la más necesitada de ayuda; menos difícil resulta desvincular nuestro corazón de una patria victoriosa. No quedar adheridos a ninguna compasión: aunque se dirigiese a hombres superiores, en cuyo raro martirio y desamparo un azar ha hecho que fijemos nosotros la mirada. No quedar adheridos a ninguna ciencia: aunque nos atraiga hacia sí con los descubrimientos más preciosos, al parecer reservados precisamente a nosotros. No quedar adheridos a nuestro propio desasimiento, a aquella voluptuosa lejanía y extranjería del pájaro que huye cada vez más lejos hacia la altura, a fin de ver cada vez más cosas por debajo de sí: peligro del que vuela. No quedar adheridos a nuestras virtudes ni convertirnos, en cuanto totalidad, en víctima de cualquiera de nuestras singularidades, por ejemplo de nuestra «hospitalidad»: ése es el peligro de los peligros para las almas de elevado linaje y ricas, las cuales se tratan a sí mismas con prodigalidad, casi con indiferencia, y llevan tan lejos la virtud de la liberalidad que la convierten en un vicio. Hay

que saber reservarse: ésta es la más fuerte prueba de independencia.


 

191

 

El viejo problema teológico de «creer» y «saber» - o, dicho más claramente, de instinto y razón, es decir, la cuestión de si, en lo que respecta a la apreciación del valor de las cosas, el instinto merece más autoridad que la racionalidad, la cual quiere que se valore y se actúe por unas razones, por un «porqué», o sea por una conveniencia y utilidad - continúa siendo aquel mismo viejo problema moral que apareció por vez primera en la persona de Sócrates y que ya mucho antes del cristianismo escindió los espíritus. Sócrates mismo,

ciertamente, había comenzado poniéndose, con el gusto de su talento, - el gusto de un dialéctico superior - de parte de la razón; y en verdad, ¿qué otra cosa hizo durante toda su vida más que reírse de la torpe incapacidad de sus aristocráticos atenienses, los cuales eran hombres de instinto, como todos los aristócratas, y nunca podían dar suficiente cuenta de las razones de su obrar?. Sin embargo, en definitiva Sócrates se reía también, en silencio y en secreto, de sí mismo: ante su conciencia más sutil y ante su fuero interno encontraba en sí idéntica dificultad e idéntica incapacidad.

 

¡Para qué, decíase, liberarse, por lo tanto, de los instintos! Hay que ayudarles a ellos y también a la razón a ejercer sus derechos, hay que seguir a los instintos, pero hay que persuadir a la razón a que acuda luego en su ayuda con buenos argumentos. Ésta fue la auténtica falsedad de aquel grande y misterioso ironista; logró que su conciencia se diese por satisfecha con una especie de autoengaño: en el fondo se había percatado del elemento irracional existente en el juicio moral. Platón, más inocente en tales asuntos y desprovisto de la picardía del plebeyo, quiso demostrarse a sí mismo, empleando toda su fuerza - ¡la fuerza más grande que hasta ahora hubo de emplear un filósofo! - que razón e instinto tienden de por sí a una única meta, al bien, a «Dios»; y desde Platón todos los teólogos y filósofos siguen la misma senda, a saber, que en cosas de moral ha vencido hasta ahora el instinto, o «la fe», como la llaman los cristianos, o «el rebaño», como lo llamo yo. Habría que excluir a Descartes, padre del racionalismo (y en consecuencia abuelo de la Revolución), que reconoció autoridad únicamente a la razón: pero ésta no es más que un instrumento, y Descartes era superficial.


 

199

 

Dado que, desde que hay hombres ha habido también en todos los tiempos rebaños humanos (agrupaciones familiares, comunidades, estirpes, pueblos, Estados, Iglesias), y que siempre los que han obedecido han sido muchísimos en relación con el pequeño número de los que han mandado, - teniendo en cuenta, por lo tanto, que la obediencia ha sido hasta ahora la cosa mejor y más prolongadamente ensayada y cultivada entre los hombres, es lícito presuponer en justicia que, hablando en general, cada uno lleva ahora innata en sí la necesidad de obedecer, cual una especie de conciencia formal que ordena: «se trate de lo que se trate, debes hacerlo incondicionalmente, o abstenerte de ello incondicionalmente», en pocas palabras, «tú debes».

 

Esta necesidad sentida por el hombre intenta saturarse y llenar su forma con un contenido; en esto, de acuerdo con su fortaleza, su impaciencia y su tensión, esta necesidad actúa de manera poco selectiva, como un apetito grosero, y acepta lo que le grita al oído cualquiera de los que mandan -padres, maestros, leyes, prejuicios estamentales, opiniones públicas-. La extraña limitación del desarrollo humano, el carácter indeciso, lento, a menudo regresivo y tortuoso de ese desarrollo, descansa en el hecho de que el instinto gregario de obediencia es lo que mejor se hereda, a costa del arte de mandar. Si imaginamos ese instinto llevado hasta sus últimas aberraciones, al final faltarán hombres que manden y que sean independientes, o éstos sufrirán interiormente de mala conciencia y tendrán necesidad, para poder mandar, de simularse a sí mismos un engaño, a saber: el de que también ellos se limitan a obedecer. Ésta es la situación que hoy se da de hecho en Europa: yo la llamo la hipocresía moral de los que mandan. No saben protegerse contra su mala conciencia más que adoptando el aire de ser ejecutores de órdenes más antiguas o más elevadas (de los antepasados, de la Constitución, del derecho, de las leyes o hasta de Dios), o incluso tomando en préstamo máximas gregarias al modo de pensar gregario, presentándose, por ejemplo, como los «primeros servidores de su pueblo» o como «instrumentos del bien común». Por otro lado, hoy en Europa el hombre gregario presume de ser la única especie permitida de hombre y ensalza sus cualidades, que lo hacen dócil, conciliador y útil al rebaño, como las virtudes auténticamente humanas, es decir: espíritu comunitario, benevolencia, deferencia, diligencia, moderación, modestia, indulgencia, compasión. Y en aquellos casos en que se cree que no es posible prescindir de jefes y carneros-guías, hácense hoy ensayos tras ensayos de reemplazar a los hombres de mando por la suma acumulativa de listos hombres de rebaño: tal es el origen, por ejemplo, de todas las Constituciones representativas. (...)


 

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¿Qué debe Europa a los judíos? Muchas cosas, buenas y malas, y ante todo una que es a la vez de las mejores y de las peores: el gran estilo en la moral, la terribilidad y la majestad de exigencias infinitas, de significados infinitos, todo el romanticismo y sublimidad de las problemáticas morales; y, en consecuencia, justo la parte más atractiva, más capciosa y más selecta de aquellos juegos de colores y de aquellas seducciones que nos incitan a vivir, en cuyo resplandor final brilla - tal vez está dejando de brillar - hoy el cielo de nuestra cultura europea, su cielo de atardecer. Nosotros los artistas entre los espectadores y filósofos sentimos por ello frente a los judíos: gratitud.

 


 



 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

DE “LA VOLUNTAD DE PODER”


 


 


 


 

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En todo juicio se alberga la creencia total, plena y profunda, en el sujeto y predicado o en la causa y el efecto (es decir, como afirmación de que cada efecto es actividad y que cada actividad presupone un actor); y esta última creencia es solo un caso particular de la primera, de modo que es como la creencia fundamental de la creencia: hay sujeto, todo lo que sucede se conduce predicativamente con respecto a al­gún sujeto.

 

Yo percibo algo y busco en razón de este algo: esto quiere decir, originariamente: yo busco una intención y, ante todo, un sujeto, que es el que tiene esta intención; un sujeto, un ac­tor: todo hecho, una acción; hace tiempo se adivinaba en todo hecho una intención, convirtiéndose la cosa en nuestra más remota costumbre. ¿La tiene también el animal? ¿No se inclina él también, como ser vivo, a la interpretación según el mismo? La pregunta «¿por qué?» es siempre la pregunta se­gún la «causa finalis», un para qué. Nada tenemos de una causa «efficiens»; aquí tiene razón Hume: el hábito (¡pero no el del individuo!) nos hace esperar que un proceso observado frecuentemente sigue a otro: ¡nada más! Lo que nos infunde una extraordinaria firmeza en la creencia de la causa no es la usual costumbre de ver aparecer un fenómeno después de otro, sino nuestra incapacidad de poder inter­pretar un hecho de otra manera que como un hecho intencional. Es la creencia de que lo que vive y piensa es lo único que puede producir efectos, la voluntad, la intención; es la creencia de que todo hecho es una acción, que toda acción supone una acción; es la creencia en el sujeto. ¿No será esta creencia, en el concepto sujeto-predicado, una perfecta tontería? Preguntémonos: ¿es la intención la causa de un hecho? ¿O es, además, la ilusión? ¿No será el hecho mismo?


 

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Urge demostrar que, a un consumo cada vez más limitado de humanidad, a un «maquinismo» de intere­ses y prestaciones cada vez más sólidamente enlazados, debe responder un movimiento contrario. Yo lo defino como una sangría del exceso de lujo de la humanidad. Aquí debe aparecer una especie más fuerte, un tipo más alto, que acre­dite condiciones de nacimiento y de conservación diferentes de las del hombre medio. Mi concepto, mi símbolo de este tipo es, como se sabe, la palabra «sobrehumano».

 

En ese primer camino, que hoy se puede abarcar completamente con la mirada, nace la adaptación, el aplanamiento, la poquedad en grado máximo, la modestia del instinto, la sa­tisfacción en el empequeñecimiento del hombre, una especie de nivel de inmovilidad del hombre. Cuando lleguemos a alcanzar aquella administración colectiva de la tierra que inevitablemente nos aguarda, la sociedad encontrará, como mecanismo al servicio de aquella, su más alto significado; porque será entonces un enorme sistema de ruedas, de ruedas cada vez más pequeñas, cada vez más sutilmente adaptables; serán cada vez más superfluos todos los elementos que dominan y que mandan; será un todo de fuerza prodigiosa, cuyos singulares factores representarán fuerzas mínimas, valores mínimos.

 

En oposición a ese empequeñecimiento y adaptación del hombre a una utilidad especializada, es necesario el movímiento opuesto, la producción del hombre sintético, aglutinador, justificador, para el cual aquella mecanización de la humanidad es una condición preliminar de la existencia, como una base sobre la cual puede encontrar su más alta forma de ser. Necesita tener en contra a la multitud, a los «nivelados»; tiene necesidad del sentimiento de la distancia respecto de estos; está sobre ellos, vive de ellos. Esta forma superior de lo aristocrático es en mi criterio la forma del porvenir.

 

El sentido moral, aquel mecanismo colectivo, la solidaridad de todas las ruedas, representa un máximo en el disfrute del hombre; pero presupone hombres por amor a los cuales este disfrute adquiera un sentido. En el otro caso sería en realidad simplemente el envilecimiento colectivo, la disminución del valor del tipo «hombre», un fenómeno de regresión en gran escala.

 

Como puede observarse, lo que yo combato es el optimismo económico: ese optimismo que considera que con el aumento de los gastos de todos debe necesariamente crecer también la utilidad de todos. Me parece que la verdad es lo contrario: los gastos de todos se adicionan en una pérdida ge­neral: el hombre se hace menor; de tal manera que no se en­tiende para lo que, en definitiva, ha podido servir proceso tan tremendo. Podemos preguntarnos, ¿a qué fin? ¿Es preciso un nuevo a qué fin?... Quizá la humanidad necesite plantearse semejantes preguntas.


 


 


 


 


 


 

DE “LA GAYA CIENCIA”


 


 


 

LA CONCIENCIA INTELECTUAL.

 

Constantemente tengo la misma sensación y constantemente me resisto a su evidencia, no quiero creerla aunque el hecho sea palpable para mí: "la mayor parte de los hombres carece de conciencia intelectual". A menudo me ha parecido que quien exige semejante conciencia se ve obligado a vivir, en la más poblada de las ciudades, tan solitario como en un desierto. Todos te miran con ojos atónitos y siguen manejando su vehículo, llamando bueno a esto y malo a aquello; nadie se pone colorado de vergüenza si le haces ver que esas pesas no tienen el peso requerido ­lo que, por otra parte, tampoco ocasiona indignación alguna contra ti; tal vez se rían de tus dudas­. Quiero decir que la mayoría no considera despreciable creer en esto o en aquello y adecuar a ello su forma de vida, sin haber tomado conciencia antes de las razones últimas y más ciertas a favor y en contra, sin preocuparse siquiera de dar posteriormente semejantes razones; y los hombres más dotados, las mujeres más nobles, pertenecen también a esta categoría de la "mayoría". Pero ¿qué importancia tienen el buen corazón, la sutileza y el carácter, si el hombre que ostenta semejantes virtudes tiene sentimientos débiles respecto a su creencia y a su juicio, si el deseo de certeza no ofrece a sus ojos el valor del anhelo más

íntimo y de la más profunda necesidad, siendo esto lo que separa a los hombres superiores de los inferiores? He descubierto en algunas personas piadosas un odio hacia la razón, que he sabido agradecerles, ¡pues al menos desvelaban una mala conciencia intelectual! Pero estar en medio de esta rerum concordia discors, de toda la admirable incertidumbre y pluralidad de la existencia y no interrogar ni temblar de ansia y de deseo de interrogar, no odiar siquiera al interrogador, burlarse quizás hasta el hartazgo de sus preguntas: eso es lo que me parece despreciable, y este sentimiento es lo que busco antes que nada en todo hombre. No sé qué locura me convence siempre de que todo individuo, en tanto hombre, experimenta este sentimiento. Es mi forma de ser injusto.

 

 


 

 

 

PÉRDIDA DE DIGNIDAD.

 

La meditación ha perdido toda la dignidad de la forma; el rito, la actitud solemne del reflexivo, se ha convertido en motivo de risa, y ya no seríamos capaces de soportar a un sabio al estilo antiguo. Pensamos demasiado rápido y sobre la marcha, en medio de problemas de todo tipo, aunque se trate de las cosas más serias; necesitamos poca preparación, incluso poco silencio; ocurre como si lleváramos en la cabeza una máquina constantemente en movimiento, que hasta en las condiciones menos favorables no deja de actuar. Antiguamente se observaba en el aspecto de cualquiera cuándo necesitaba un momento para reflexionar ­¡pero eso era algo excepcional!­. Si a partir de un determinado momento alguien quería adquirir más sabiduría y esperaba que le llegase una idea, entonces ponía una cara como si estuviera rezando y se detenía; cuando le "llegaba" la idea, permanecía horas inmóvil en la calle, sobre un pie o sobre los dos. ¡Todo "se merecía esa idea"!


 


 

 

 

LA CONCIENCIA.

 

La conciencia es la última y más tardía evolución de la vida orgánica y, por consiguiente, lo más inacabado y frágil que hay en ella. De la vida consciente proceden innumerables errores que hacen que un animal o un ser humano perezcan antes de lo que hubiera sido necesario ­"a pesar del destino", como dijo Homero­. De no existir el vínculo conservador de los instintos, que es infinitamente más fuerte, y la virtud reguladora que ejerce en el conjunto, la humanidad tendría que haber fallecido a causa de sus juicios pervertidos, de sus delirios en estado de vigilia, de su falta de fundamento, de su credulidad; en suma, de su vida consciente. Aunque para ser más claro, diría que sin todos esos fenómenos la humanidad habría perecido hace mucho.

 

Antes de que una función se desarrolle y madure, constituye un peligro para el organismo, por eso ¡tanto mejor si durante ese tiempo es duramente tiranizada! Así se ve esclavizada la conciencia, e indudablemente no es su propio orgullo lo menos tiránico. ¡Se cree que aquí está el núcleo, lo que tiene de permanente, de eterno, de último, de más original el ser humano!. ¡Se considera a la conciencia como una cantidad estable y determinada! ¡Se niega su crecimiento, su intermitencia! ¡Se la concibe como "unidad del organismo"! Esta sobrestimación y este desconocimiento ridículos de la conciencia han tenido la consecuencia feliz de impedir su elaboración demasiado rápida. Los hombres creían estar ya en posesión de la conciencia, por eso se han preocupado poco en adquirirla, ¡y aún hoy apenas han cambiado las cosas!

 

Asimilar el saber, hacerlo instintivo representa una tarea totalmente nueva, apenas perceptible, de la que la mirada humana simplemente vislumbra el resplandor. O sea, constituye una tarea que sólo resulta pertinente a los ojos de quienes han comprendido que hasta ahora sólo habíamos asimilado nuestros errores y que toda nuestra conciencia no se refiere más que a ellos.


 


 


 


 

NO PREDESTINADO AL CONOCIMIENTO.

 

Hay una forma estúpida y bastante frecuente de humildad, de la que basta que

se esté afectado para ser definitivamente inepto para aprehender el conocimiento. En el momento en que un hombre de esta clase percibe algo sorprendente, da media vuelta diciéndose: "Es un error. ¿Dónde tenía puestos mis sentidos? ¡Esto no puede ser verdad!". Y desde ese instante, en lugar de volver a mirar al objeto más de cerca y de escuchar con mayor detenimiento, escapa como intimidado por el objeto insólito y trata de desechar sus pensamientos. Pues persiste en él una ley interior que le hace decir: "No quiero ver nada que esté en contra del sentido común. ¿Estoy hecho yo para descubrir nuevas verdades? Demasiadas antiguas existen ya".


 


 


 


 

ORIGEN DEL CONOCIMIENTO.

 

Durante mucho tiempo el intelecto no ha producido más que errores. Algunos de ellos resultaron útiles y acertados para la conservación de la especie, pues quien los adoptaba o los heredaba podía luchar con más ventaja por sí mismo y sus descendientes. Tales errores, que al igual que tantos artículos de fe no dejaron de transmitirse por herencia, hasta llegar a ser el fondo común de la especie humana, son, por ejemplo, los siguientes: hay cosas duraderas, cosas idénticas; existen efectivamente objetos, materias, cuerpos, las cosas son lo que parecen ser; nuestro querer es libre, lo que es bueno para mí tiene también una bondad intrínseca. Sólo muy tarde aparecieron quienes desmintieron y pusieron en duda semejantes opiniones; sólo muy tarde la verdad se reveló como la forma menos apremiante del conocimiento. Pareció

que no se podía vivir con ella y que nuestro organismo estaba constituido para contradecirla, ya que todas sus funciones superiores, las percepciones sensibles y todo tipo de sensación en general actuaban con estos vetustos errores fundamentales desde los orígenes. Aún más, estas proposiciones, incluso en el interior del conocimiento, se habían convertido en normas a partir de las cuales se determinaba qué era lo "verdadero' y lo "no verdadero", incluso hasta en las regiones más alejadas de la lógica pura. De este modo, la fuerza de los conocimientos no reside en su grado de verdad, sino en su antigüedad, en su grado de asimilación, en su carácter de condición vital. Cuando parecían entrar en contradicción la vida y el conocimiento, no se libraba nunca una lucha seria; la negación y la duda se consideraban entonces una locura. Unos pensadores excepcionales como los eleatas, aunque establecieron y defendieron las antinomias de los errores naturales, creyeron

que era posible vivir también esta antinomia; así, inventaron al sabio como al hombre de la inmutabilidad, de la impersonalidad, de la universalidad de la intuición, a la vez como uno y todo, y dotado de una particular facultad para ese conocimiento invertido. Creyeron, de esta forma, que su conocimiento era a la vez el principio de la vida. Pero para poder afirmar todo eso, fue preciso que se engañaran sobre su propia condición y que se atribuyeran impersonalidad y duración sin cambio alguno, ignorando la naturaleza del sujeto cognoscente, negando la violencia de los impulsos en el conocimiento, concibiendo de forma absoluta la razón como actividad perfectamente libre y engendradora de ella misma, y cerrando los ojos ante el hecho de que no habían llegado a sus tesis sino contradiciendo lo válido, aspirando al reposo, a la propiedad exclusiva, al dominio. El desarrollo más sutil de la probidad y del escepticismo hizo imposibles a tales hombres; se puso de manifiesto que sus vida y sus juicios dependían de unos impulsos y unos errores fundamentales que desde los orígenes afectan a toda existencia sensible. Esta probidad y este escepticismo más sutiles se desarrollaron siempre que dos proposiciones contradictorias parecían aplicables a la vida, puesto que ambas eran compatibles con los errores fundamentales, cuando era posible discutir sobre el grado de utilidad mayor o menor parada vida; lo mismo sucedía cuando se

formulaban nuevas proposiciones que, sin ser útiles para la vida, tampoco perjudicaban a ésta, como expresión de un instinto de juego intelectual que revelaba el carácter al mismo tiempo inocente y feliz de todo juego. Poco a poco se fue llenando el cerebro humano de convicciones y juicios de este tipo, y esta masa en fermentación engendró la lucha y el ansia de poder. Toda clase de impulsos, y no sólo el sentido de la utilidad y el placer, participaron y tomaron partido en la lucha por la "verdad"; la lucha intelectual se convirtió en ocupación, deleite, profesión, deber, dignidad; el acto de conocer y la aspiración a lo verdadero acabaron siendo una necesidad entre otras. A partir de aquí no sólo la creencia y la convicción, sino también el examen, la negación, la desconfianza y la contradicción constituyeron un poder; todos los "malos" instintos quedaron subordinados al conocimiento y puestos a su servicio, y adquirieron el prestigio de lo lícito, de lo venerado, de lo no útil y, por último, el aspecto y la inocencia del Bien. El conocimiento llegó, entonces, a ser parte integrante de la propia vida y, como vida, fue adquiriendo un poder continuamente creciente, hasta que los conocimientos y aquellos antiguos errores fundamentales acabaron chocando entre sí, los unos con los otros, como vida y poder que eran, en el seno del mismo individuo. El pensador es ahora el ser en el que el impulso de aspiración a la verdad se ha revelado a su

vez como poder que conserva la vida. En comparación con la gravedad de esta lucha, todo lo demás resulta indiferente. Lo que aquí se plantea es la cuestión última respecto a la condición vital y el primer intento a realizar para responder experimentalmente a esta, pregunta: ¿en qué medida la verdad tolera ser asimilada? Esta es la pregunta, ésta es la experiencia por realizar.


 


 


 


 

EL LOCO.

 

¿No han oído hablar de aquel loco que, con una linterna encendida en pleno día, corría por la plaza y exclamaba continuamente: "¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!"? Como justamente se habían juntado allí muchos que no creían en Dios, provocó gran diversión. ¿Se te ha perdido?, dijo uno. ¿Se ha extraviado como un niño?, dijo otro. ¿No será que se ha escondido en algún sitio? ¿Nos tiene miedo? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado? Así gritaban y se reían al mismo tiempo. El loco se lanzó en medio de ellos y los fulminó con la mirada.

 

¿Dónde está Dios?—, exclamó, ¡se los voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado, ustedes y yo! ¡Todos somos unos asesinos! Pero, ¿cómo lo hemos hecho? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Quién nos ha dado la esponja para borrar completamente el horizonte? ¿Qué hemos hecho para desencadenar a esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde rueda ésta ahora? ¿Hacia qué nos lleva su movimiento? ¿Lejos de todo sol? ¿No nos precipitamos en una constante caída, hacia atrás, de costado, hacia delante, en todas direcciones? ¿Sigue habiendo un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No sentimos el aliento del vacío? ¿No hace ya frío? ¿No anochece continuamente y se hace cada vez más oscuro? ¿No hay que encender las linternas desde la mañana? ¿No seguimos oyendo el ruido de los sepultureros que han enterrado a Dios? ¿No seguimos oliendo la putrefacción divina? ¡Los dioses también se corrompen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros! ¿Cómo vamos a consolamos los asesinos de los asesinos? Lo que en el mundo había hasta ahora de más sagrado y más poderoso ha perdido su sangre bajo nuestros cuchillos, y ¿quién nos quitará esta sangre de las manos? ¿Qué agua podrá purificamos? ¿Qué solemnes expiaciones, qué juegos sagrados habremos de inventar? ¿No es demasiado grande para nosotros la magnitud de este hecho? ¿No tendríamos que convertimos en dioses para resultar dignos de semejante acción? Nunca hubo un hecho mayor, ¡y todo el que nazca después de nosotros pertenecerá, en virtud de esta acción, a una historia superior a todo lo que la historia ha sido hasta ahora! Al llegar aquí, el loco se calló y observó de nuevo a sus oyentes, quienes también se habían callado y lo miraban perplejos. Por último, tiró la linterna al suelo, que se rompió y se apagó. "Llego demasiado pronto, dijo luego, mi tiempo no ha llegado aún. Este formidable acontecimiento está todavía en camino, avanza, pero aún no ha llegado a los oídos de los hombres. Para ser vistos y oídos, los actos necesitan tiempo después de su realización, como lo necesitan el relámpago y el trueno, y la luz de los astros. Esa acción es para ellos más lejana que los astros más distantes, ¡aunque son ellos quienes la han realizado!" Cuentan también que ese mismo día el loco entró en varias iglesias en las que entonó su Requiem aeternam Deo. Cuando lo echaban de ellas y le pedían que aclarara sus dichos, no dejaba de repetir: "¿Qué son estas iglesias sino las tumbas y los monumentos funerarios de Dios?"


 


 


 


 

DELIRIO DE LOS CONTEMPLATIVOS.

 

Los hombres superiores se distinguen de los inferiores en que ven y oyen infinitamente más, y sólo ven y oyen reflexionando. Esto diferencia al hombre del animal, y a los animales superiores de los inferiores. A los ojos de quien se desarrolla elevándose cada vez más hacia las alturas de lo humano, el mundo se va enriqueciendo cada vez más; se le ofrecen en número mayor los incentivos del interés; aumenta constantemente la cantidad de sus excitaciones y sus formas diferentes de placer y de dolor; el hombre superior se vuelve al mismo tiempo más feliz y más infeliz. Continuamente lo acompaña, además, un delirio: cree estar efectivamente situado, como espectador y como oyente, ante el gran espectáculo sinfónico de la vida; llama contemplativa a su naturaleza, sin ver que él es también el poeta de la vida, quien prosigue la elaboración poética. Sin duda se distingue del actor de ese drama, del denominado hombre de acción, pero se diferencia más del simple observador invitado a la fiesta para que se siente en el palco frente al escenario. Al él, al poeta, le corresponde evidentemente la capacidad de contemplar, la mirada retrospectiva sobre su obra, pero sobre todo la capacidad de crear que le falta totalmente al hombre de acción, a pesar de las apariencias y de lo que comúnmente se cree. Nosotros, los que percibimos reflexionando, somos quienes en realidad producimos sin cesar algo que todavía no existe: el universo eternamente creciente de apreciaciones, colores, pesos, perspectivas, grados, afirmaciones y negaciones. Esta creación poética que inventamos es de modo incesante estudiada y repetida para que nuestros propios actores, los llamados hombres prácticos, la representen, encarnen y realicen, es decir, para que la traduzcan a la trivialidad cotidiana. Todo lo que tiene algún valor en el mundo actual, no lo tiene en sí, no lo tiene por naturaleza –la naturaleza carece siempre de valor–, sino que le fue dado un día como un don, ¡y nosotros fuimos los donantes! ¡Nosotros fuimos los creadores del mundo que interesa al hombre! Aunque no tengamos conciencia de ello. Cuando alguna vez lleguemos a tenerla, nos olvidaremos de inmediato. Nosotros desconocemos nuestra fuerza, los contemplativos nos subestimamos demasiado; no somos tan orgullosos ni tan felices como podríamos serlo.