XXIX. ​​​​​​​Antonio tomó como una verdadera misión el encargo

XXIX.


Antonio tomó como una verdadera misión el encargo que le hizo el padre Anselmo de acompañar y conversar con Gerardo. Lo acompañaba en los tiempos libres, lo invitaba a jugar, le contaba cosas personales esperando que Gerardo se decidiera a decirle los motivos de su tristeza. Gerardo, por su parte, empezó a sentir que había encontrado por fin un amigo, pero no se atrevía a abrirle su corazón.

La cercanía entre los muchachos no pasó inadvertida a Hernando Kádenas, que empezó a preocuparse e incluso a sentir celos de ese muchachito que en ocasiones lograba que Gerardo se riera de buena gana y se divirtiera jugando con los otros niños. Un día en que los vio conversando sentados en una banca en la mitad del jardín, se acercó a ellos y le ordenó al Toño que lo siguiera porque quería conversar con él. Le preguntó:

¿Quién es tu director espiritual?

No tengo uno, padre.

¿Y con quien confiesas tus pecados?

Nunca me he confesado, padre.

¡Nunca! Eso está muy mal. Pero al menos habrá algún sacerdote que te trajo al retiro.

Me trajo mi madre. El que me habló del retiro y me incribió fue el padre Anselmo.

Ah! Ahora entiendo. Dime una cosa, Antonio. ¿Qué edad tienes?

Tengo casi quince.

He visto que conversas mucho con Gerardo.

Sí, padre, estamos en la misma pieza y nos hicimos amigos.

Uhmm! Voy a hacerte una pregunta personal, que me debes responder sin mentirme.

Yo no miento, padre.

Entonces, dime ¿tu eres gay?

No, padre. No creo que sea gay. ¿Por qué me lo pregunta?

Sólo por saber. Ser gay no es un impedimento absoluto para ser un buen sacerdote; pero hay que aprender a disimularlo, y a controlar ese pecado. Es todo lo que quería saber. Ahora puedes volver a tus juegos, o mejor si vas a la capilla a rezar.

Después de la comida de la noche el Prefecto llamó a Antonio y le dijo que se había decidido un cambio en las habitaciones. Le informó que él pasaría a la pieza cuatro, y que otro muchacho iría a ocupar su puesto en la siete. Le explicaron que ya habían trasladado sus cosas, de modo que no debía volver donde antes sino dirigirse directamente a su nuevo puesto.

Al día siguiente Antonio notó que Gerardo lo rehuía cada vez que se acercaba a conversarle. En un momento lo abordó directamente preguntándole:

¿Te pasa algo? ¿Por qué te alejas cada vez que me acerco?

No me pasa nada, es sólo que no tengo ganas de conversar. Prefiero estar solo.

No te creo, Gerardo. A ti te pasa algo.

Disculpa, es que no debo hablar contigo – se excusó Gerardo.

¿No debes? ¿Qué significa que no debes?

Mi confesor me dijo que es un sacrificio que debo hacer, para agradar a Dios.

¿Tu haces todo lo que te dice Kádenas?

Por supuesto. Es mi director espiritual. Él sabe lo que quiere Dios para mi y me orienta.

¡Qué fácil te resulta así saber lo que quiere Dios! Yo estoy pensando, orando y meditando mucho para llegar a saberlo. El padre Anselmo dice que Dios nos habla a cada uno en su conciencia, y que debemos pensar con la propia cabeza. Yo creo que es como dice Anselmo y no como te dice Kádenas.

Kádenas es un santo. Todos lo dicen. Él sabe más que nadie. Y te voy a decir algo más. Me dijo que no debía creer algunas cosas que enseña el padre Anselmo. Dice que son herejías.

Yo no creo eso – replicó Antonio, agregando una pregunta que se le ocurrió después de que Kádenas lo llamó y le habló.

Dime una cosa, Gerardo ¿tu eres gay?

¿Por qué me preguntas eso?

Por saber, no más. Yo no tengo nada contra los gay, al contrario, en la escuela uno de mis mejores amigos es gay. Hay niños que lo molestan, pero yo lo defiendo.

No te voy a decir nada. Ya te expliqué que no puedo hablar contigo. Lo siento, Antonio; pero es mi camino. Me lo haces más fácil si dejas de buscarme ¿ya?

Está bien. Pero dime solo una cosa más. ¿Kádenas te molesta? ¿Te hace hacer cosas que no debes?

A Gerardo entonces le brotaron lágrimas de los ojos. Después de sonarse la nariz y enjugar sus lágrimas se limitó a decir, emocionado:

El padre Kádenas es un santo, Antonio. El es bueno y yo soy malo. Soy yo el que lo tienta. Él me dice que soy su tentador; pero que confíe en que Dios me perdona. Yo soy malo, Antonio. El padre tiene razón cuando me dice que no me acerque a tí. ¡Ándate, ya! No quiero hablar más contigo.

Gerardo se alejó. Antonio se quedó triste pensando en el pobre Gerardo. Debo contarle todo a Anselmo.


 

* * *


 

Antonio buscó a Anselmo por todo el monasterio, incluso fue a golpear a su pieza. No pudo encontrarlo porque en ese momento Anselmo estaba en la parte privada del monasterio, prohibida para los huéspedes. Estaba siendo interrogado por el Arzobismo Irigurren y por el padre Merino, doctor en teología y encargado de asuntos doctrinarios en la Conferencia Episcopal.

Hemos recibido una acusación contra usted, padre Anselmo.

¿Kádenas?

No importa quien lo acusa, padre. Lo que a la Iglesia le importa es saber si es verdad lo que dicen de usted.

¿Y qué dicen de mí, señor arzobispo?

No se preocupe. Se trata solo de asuntos doctrinarios. El doctor Merino le hará algunas preguntas, y en base a eso decidiremos si abrir o no un expediente. De lo contrario, aquí no ha pasado nada. Proceda usted, por favor, doctor Merino.

Merino abrió una carpeta, se colocó unos gruesos lentes que denotaban que su vista estaba seriamente afectada, y comenzó el interrogatorio.

Se trata de los sacramentos, padre Alfonso, que como sabemos, constituyen lo central de nuestro ministerio. Empecemos en orden. ¿A qué edad piensa usted que deben bautizarse los niños?

Por el bautismo – respondió Anselmo – pasamos a formar parte de la comunidad eclesial. Como esto debe ser una decisión libre, yo pienso que el ideal es esperar hasta que cada uno, teniendo uso de razón, pida bautizarse.

Entonces, dígame ¿usted bautiza a los bebés que son traídos a la Iglesia por sus padres? ¿No cree que si esos niños mueren antes de ser bautizados son privados del paraíso?

Los bautizo, sí; pero no creo que Dios los elimine de su presencia y que no los acoja amorosamente como a hijos suyos amados sólo por no haberse bautizado.

Mmm! Ahora, sobre la confesión. Se dice que usted recomendó a los jóvenes que están en este retiro que no se confiesen, y que no hagan examen de conciencia para arrepenirse de sus pecados.

Eso es verdad. Yo pienso, igual que más de un místico y maestro espiritual, que para acercarse al amor de Dios, hay que poner el pasado y los malos pensamientos y deseos en "la nube del olvido".

Mmmm. Veo que ha leído al místico anónimo inglés del siglo catorce; pero parece que no lo leyó entero, porque ahí dice claramente lo importante que es confesarse según las normas de la Iglesia.

Lo he leído, estudiado y meditado a fondo. Mire usted que traje ese libro conmigo para que me ayudara a orientar a los muchachos en este retiro. Creo que cuando el monje dice que hay que confesarse antes de comenzar la búsqueda de Dios, lo escribe por temor a la inquisición.

Anselmo sacó del bolsillo un librito y abrió una página:.

Esto es exactamente lo que dice: "Cuando creas que has hecho lo que has podido para orientar tu vida de acuerdo con las leyes de la Iglesia, entrégate apasionadamente a la oración y la contemplación. Y si el recuerdo de tus pecados pasados o la tentación de cometer otros nuevos rondara tu mente, formando un obstáculo entre tú y Dios, aplástalos ante tus pies y camina con decisión por encima de ellos. Intenta sepultar el pensamiento de esas obras bajo la espesa nube del olvido como si tu o cualquier otro nunca las hubiera realizado". Esto es lo que he estado tratando de enseñar a estos muchachos generosos. Que ellos piensen en lo bueno y positivo, que viene de Dios, que confíen en su amor liberador.

¿No crees que Dios estableció la confesión para perdonar los pecados?

La confesión puede ser un método que sirva para que pongamos los pecados en la nube del olvido, y que Dios puede perdonarnos si en ese acto nos acercamos realmente a El. Pero no es el único modo y camino. Ni siquiera el mejor. Es lo que creo, y no me parece que esto sea una herejía.

Pasemos al sacramento del matrimonio. ¿Qué piensas del matrimonio?

¿Qué pienso? Pues, me parece bien que un hombre y una mujer se casen. Incluso San Pablo lo recomienda para los sacerdotes, me parece.

¿No crees que es necesario el celibato? ¿No crees que las relaciones sexuales prematrimoniales o fuera del matrimonio son pecados graves?

No. No lo creo. Yo soy célibe, por decisión mía. Pero pecado sería obligar a relaciones sexuales sin consentimiento de la otra persona. Eso es pecado, sea que las personas estén casadas por la Iglesia, por el civil, que formen una pareja sin institucionalizarla, o simplemente que tengan sexo ocasional. Estoy convencido que lo bueno, lo mejor, es que la sexualidad se viva con amor. Si eso es lo mejor, creo que esa es la voluntad de Dios.

En ese momento intervino el arzobispo preguntando:

¿No es eso una herejía?

Anselmo respondió:

No lo creo. En sentido técnico, herejía es negar alguna verdad de la fe, algún dogma. Las prácticas y costumbres de la Iglesia no son dogmas ¿no es así, padre Merino?

Merino se sorprendió de que fuera el sacerdote acusado quien lo interpelara a él; pero comprendió que el arzobispo esperaba una respuesta de su parte.

La doctrina de la Santa Iglesia Católica – comenzó a explicar – se basa en las Sagradas Escrituras y en la Tradición, que interpretadas por el magisterio vivo de la Iglesia conforman el sagrado depósito de la fe. Es esto lo que corresponde enseñar a través del ministerio de la palabra.

¿Qué dice usted de eso, padre Anselmo? – interrogó el arzobispo.

Estoy de acuerdo. Pero le hago notar que la "tradición" es algo vivo, que no ha concluido. También nosotros formamos parte de la tradición que funda y desarrolla lo que enseña la Iglesia, y las futuras generaciones irán asimilando o rechazando lo que ahora pensamos, y en consecuencia, lo que se llama de modo tan dogmático "depósito" de la fe, ha cambiado en la historia y continuará cambiando.

Pero es el Magisterio de la Iglesia el que interpreta y decide cuál es la verdad – rebatió Merino.

Si usted quiere ponerlo así. Pero ¿donde reside el magisterio? ¿Quién determina lo que es y lo que no es magisterio?

El magisterio, obviamente.

Entiendo. El magisterio determina lo que es magisterio. ¿Según la tradición, verdad?

Obviamente.

Entonces, como la tradición está viva y cambia, el magisterio puede cambiar ¿no le parece?

El padre Merino, molesto agregó:

No estamos aquí para discutir. Creo que podemos dar esto por terminado, su eminencia.

Tiene razón – determinó el arzobispo. – Ya me formé una opinión. Puede retirarse padre Anselmo.

Cuando quedaron solos Erigurren se dirigió a Merino:

¿Qué opina usted?

He comprobado que el padre Kádenas tiene razón. El padre Anselmo no enseña correctamente la doctrina de la Iglesia. Pero no me atrevo a decir que sea hereje, sino que está al borde de serlo. Y lo peor es que se ve que es un hombre rebelde.

¿Qué me recomienda hacer? ¿Abrimos un expediente?

Merino reflexionó antes de responder:

Me parece que es mejor no hacerlo. Porque es un tipo inteligente y bien informado, que ha estudiado y que sabrá defenderse, porque conoce donde están los límites. Y usted sabe que si estas cosas llegan al Vaticano, el asunto puede derivar en cualquier dirección. Sobre todo ahora, en que incluso Su Santidad el Papa parece desorientado. Lo que sí le recomiendo, eminencia, es que saque de inmediato al padre Anselmo del retiro, porque es una mala influencia para los jóvenes que desean ser sacerdotes.

Bien. Seguiré su consejo. Prepararé un decreto enseguida y lo mandaré de regreso a su parroquia, informando al señor Obispo de su diócesis.

Es lo más prudente, eminencia. Estoy totalmente de acuerdo con usted.


 

* * *


 

Cuando finalmente el Toño se encontró con el padre Anselmo le contó con todo detalle, primero lo que le había preguntado y dicho Kádenas, y enseguida su conversación con Gerardo. No demoró un minuto en decidir qué hacer. Fue a buscar a Kádenas para enfrentarlo. Lo encontró en la capilla rezando el rosario de rodillas en el reclinatorio. Anselmo tomó una silla y se sentó a su lado. Le dijo:

Lo que estás haciendo con ese niño Gerardo es completamente inaceptable.

Kádenas no se inmutó. ¿Cómo lo habrá sabido? Después de analizar el asunto llegó a la conclusión de que seguramente Gerardo había hablado con Antonio. O directamente con Anselmo, lo que no creo Lo más probable es que habló con su compañero de pieza. Habiendo llegado a esa conclusión, sin dejar de mirar hacia el altar respondió, mostrándose compungido y humilde:

Lo sé. Es un pecado y estoy arrepentido, padre. Por eso estoy aquí haciendo penitencia y recurriendo a la misericordia divina. Necesito, padre Anselmo, que me escuche en confesión. Necesito el perdón de Dios para poder tomar nuevamente la Sagrada Hostia en mis manos.

Anselmo estuvo cerca de aceptar; pero algo, tal vez un pequeño rictus que le pareció observar en la comisura de los labios del sacerdote supuestamente arrepentido, le hizo sospechar que lo que pretendía Kádenas era confesar su pecado con él y de ese modo anular cualquier peligro de que lo denunciara. Ambos sabían que el secreto de confesión era algo que ningún sacerdote trasgrediría porque implicaba nada menos que la excomunión vitalicia, la más grave de las condenas que un sacerdote podía recibir, que lo alejaba no solamente de la Iglesia militante sino también de la Comunión de los Santos, y que no tenía perdón. El ardid de confesarse con sacerdotes que sospechaban de él ya lo había empleado otras veces, siempre con el resultado que esperaba.

No, Kádenas.

Pero, padre Anselmo. No me puedes negar la confesión. Sabes que es un deber de todo sacerdote confesar a un pecador arrepentido, aunque le tenga odio.

No te tengo odio, sino lástima.

Confiésame, entonces, por lástima.

Definitivamente no. Confiésate con el arzobispo si quieres. Y confiésale también las acusaciones falsas que hiciste contra mí. Y hazlo rápido porque te voy a denunciar.

No te van a creer. No me preocupa ¿sabes?

Anselmo fue inmediatamente en busca del arzobispo. Lo encontró todavía en la sala privada donde lo habían interrogado. Apenas entró, Irigurren le extendió un papel con membrete de la Conferencia Episcopal, escrito a mano y firmado y con timbre de Irigurren.

Tu obispo ya está informado – le dijo mientras Anselmo leía el papel.

Así supo que su misión en el retiro había concluido. Pero eso no le importaba. Su indignación y su preocupación tenían un motivo muy diferente, que no tardó en expresar al arzobispo:

Señor arzobispo, no hay problemas con esta carta. Regresé aquí para denunciar a Kádenas. Él está abusando de uno de los muchachos que están en el retiro. El niño se llama Gerardo Castro. Tiene sólo 16 años. Kádenas está abusándolo sexualmente.

Lo escucho, Anselmo. ¿Usted lo vio? ¿Lo vio hacer algo malo con ese joven?

No lo ví; pero tengo la información.

¿Quién le informó a usted?

Otro de los muchachos, que conozco bien.

El muchacho ese que acusa al padre Kádenas ¿le dio detalles de lo que vio hacer al sacerdote contra el joven?

No, padre. Él no lo vio, pero conversó con el joven abusado, y aunque éste no le dijo exactamente lo que le hacía Kádenas, el muchacho me contó que era lo que creía que sucedía.

A ese punto el Arzobispo cambió de tono.

¡Escúchese, padre Anselmo! Está usted haciendo una acusación contra un sacerdote santo, no solamente sin prueba alguna sino incluso sin saber de qué lo está acusando. Creo que usted lo hace, despechado por haber sido acusado por el padre Kádenas. ¡Es usted un miserable mentiroso! Lo que está haciendo no tiene nombre. Ahora, lo único que le queda es abandonar de inmediato el monasterio. No quiero escuchar ni una palabra más de usted.

Anselmo se levantó, rojo de rabia, y sin decir nada más abandonó la sala. Fue en busca de Antonio.

Antonio, ¡nos vamos!

¿Qué pasó?

Pasó que me echaron del retiro, y pasa que yo no puedo dejarte aquí, porque prometí a tus padres que te cuidaría.

Antonio, siempre acostumbrado a preguntar los motivos de todo lo que le mandaban hacer, esta vez vio tan decidido al padre Anselmo que le obedeció sin decir nada. Anselmo fue también a buscar sus pertenencias. Diez minutos después se presentó ante el Prefecto del convento acompañado de Antonio, ambos con su mochila a cuestas. Se limitó a informar que se iban. El diácono Eugenio le respondió:

Su eminencia el arzobispo ya me había dicho que usted nos dejaría. Lo siento mucho por usted. Pero no puede llevarse al muchacho. No puede hacerlo.

Si, puedo. Es de mi parroquia, y aquí, aunque usted no lo crea, corre peligro. ¡Hasta siempre!

Diciendo esto, tomó de la mano a Antonio y abandonaron el monasterio, temiendo que si no lo hacía de inmediato quizás qué podrían inventar para impedirle sacar al muchacho.


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