V. Don Ruperto se sorprendió

V.


Don Ruperto se sorprendió al ver que, a las cinco de la tarde de un jueves, el padre Anselmo estuviera tendido en una hamaca debajo de las dos grandes higueras que cubrían el patio de la casa parroquial. Se había imaginado que lo sorprendería confesando en la iglesia, o visitando a alguno de los feligreses, o preparándose para la celebración de algún matrimonio o bautizo, o leyendo un libro de teología o rezando frente al sagrario. En cambio Anselmo, lejos de cualquier cosa que lo relacionara con su oficio sacerdotal, se mecía en la hamaca, sin zapatos, en pantalones cortos y con la camisa desabrochada, mirando y escuchando a los pajaritos que saltaban de una rama a otra.

Al ver al señor obispo que se acercaba saltó de la hamaca y, mientras se abrochaba dos botones de la camisa lo saludó cortésmente.

– Señor obispo, qué sorpresa. No esperaba su visita.

– Es una visita pastoral rutinaria, padre Anselmo. Traté de avisarle en la mañana pero su IAI estaba desconectado.

– Lo lamento, padre obispo. Es que trato de desconectarme lo más posible para pensar con tranquilidad.

– ¿Está preparando el sermón para el domingo? El evangelio que toca leer es muy interesante. ¿No le parece? ¿En qué sentido está pensando usted explicarlo a los fieles?

El padre Anselmo no tenía idea de cuales serían las lecturas litúrgicas que correspondían a la misa del domingo próximo. Se limitó a decir:

– No sé, padre. Todavía no sé de qué voy a hablar en la misa.

– Mmm, lo entiendo. Precisamente de eso es que quería conversar.

– Diga usted, don Ruperto.

El obispo carraspeó, diciendo:

– Pero vaya usted primero a vestirse como corresponde. Lo esperaré en la iglesia, que vi que la mantiene cerrada.

Diez minutos después el padre Anselmo entró a la iglesia, vestido y peinado como correspondía para entrar en la iglesia y conversar con el obispo.

– He sabido – comenzó don Ruperto sin dejar de mirar el altar – que después de la peste mucha más gente que antes está viniendo a misa. Es por el temor a la muerte, creo. Espero que usted los esté atendiendo bien, porque oportunidades como ésta no se presentan muy seguido en estos tiempos difíciles que corren para la Iglesia.

– Así es, señor. La iglesia se repleta. Creo que la gente tiene necesidad de religión.

– Estoy de acuerdo con usted, padre Anselmo. Pero debo decirle que han llegado hasta mí rumores, o mejor dicho acusaciones sostenidas por varios feligreses, de que usted, en vez de confirmarlos en la fe y predicarles la doctrina de la Santa Madre Iglesia, les habla de sus dudas de fe. Y eso, en vez de mantener a los fieles, especialmente a los recién llegados, los aleja de Dios.

Anselmo suspiró y guardó silencio. El obispo insistió:

– Dígame, Anselmo ¿es verdad lo que me han dicho? ¿Es verdad que usted no está predicando el Credo de la Iglesia sino sus propias ideas?

El padre Anselmo demoró en responder, pensando en cómo abordar el tema con su obispo. Éste insistió:

– Dígame la verdad, Anselmo.

– La verdad, señor obispo, que le diré a usted, es la misma que le digo a esas gentes que vienen a la iglesia en busca de orientación y de respuestas. La verdad es que sí, que tengo dudas de fe, que hay dogmas de la Iglesia que me complican y sobre los cuales me hago muchas preguntas. Pero también es verdad, señor, que no creo haber dicho en mis sermones ninguna afirmación que contradiga las creencias de la Iglesia, o al menos nada que niegue el Credo.

Anselmo esperó la reacción del obispo. Como éste no dijo nada el sacerdote agregó:

– Yo no puedo mentir, señor. Y si dijera que estoy seguro de algo sobre lo cual tengo dudas, estaría mintiendo. Sé que eso es un problema, señor, y no sé como se resuelve, porque siento también la obligación de atender a esta gente que llega hasta mí para que los oriente. ¿Me entiende, monseñor?

– Te entiendo, por supuesto que sí. Lo que debes hacer, sin embargo, es cumplir con lo que te encomienda la Iglesia. Comentar las lecturas bíblicas y no tus propios pensamientos.

– Si hablo de lo que no estoy convencido, señor, no convenceré a nadie.

– Lo que debes hacer, Anselmo, es confesar tu pecado de fe, arrepentirte, y orar, orar mucho, leer los libros sagrados, el Catecismo de la Santa Madre Iglesia, los escritos y los sermones de los grandes Doctores de la Iglesia. Así recuperarás tu fe y podrás continuar guiando bien a los feligreses, sin alarmarlos ni desviarlos de las enseñanzas de la Iglesia.

– Lo que debo hacer, monseñor, es ser fiel a mi conciencia. Y si usted me lo indica, puesto que el templo es de propiedad de la Iglesia y los feligreses llegan para escuchar la voz de la Iglesia, no tengo problemas, señor, en dejar de predicar, dejar de hacer misa, y dejar la parroquia.

– No, no, por ahora no. No es para tanto. Yo no quiero hacer de esto un caso que trascienda más allá. Cuando la gente está llegando como nunca antes a su parroquia, no la podemos abandonar, y usted sabe que sacerdotes tenemos muy pocos. Pero hay otra cosa sobre la que debo preguntarle. Otras señoras vivieron a decirme lo contrario de las primeras. Dicen que usted sanó a los enfermos durante la peste, que hace milagros, que es un santo. ¿Qué puede decirme?

– Nada, señor. Son tonteras. Lo niego tajantemente. Lo niego, y a los que han venido a hablarme de eso les he dicho lo mismo.

– Bien. Me quedo más tranquilo. Ahora, ya que estoy aquí ¿no quisiera confesarse, al menos de sus dudas de fe?

– No, señor. No puedo pensar que ser fiel a mi conciencia sea un pecado. Además, monseñor, y ya que me aconsejó que leyera a los padres de la Iglesia, yo he leído mucho a San Anselmo, desde que estaba en el seminario, porque mis padres me bautizaron con su nombre.

– Ah, sí. Por supuesto. Fides quaerens intellectum.

– “La fe buscando intelección”. Sí, señor, eso decía San Anselmo, doctor de la Iglesia, nada menos que el fundador de la escolástica. Él enseñaba que la razón debe dar cuenta de la fe, que no puede haber contradicción entre la verdad revelada y lo que se puede conocer mediante el uso recto de la razón. Él decía que es un deber cristiano tratar de comprender racionalmente las verdades de la fe. San Anselmo, usted lo sabe mejor que yo, dio origen al más grande desarrollo intelectual cristiano, que permitió el más notable fortalecimiento de la Iglesia de todos los tiempos. No, no me mire con esa mirada sospechosa. Yo no pretendo ser un nuevo San Anselmo. Pero sí, con mis modestas capacidades intelectuales, trato de seguir su ejemplo y cumplir con ese deber de pensar, de razonar, sobre los misterios de la fe. ¿Sabe lo que pienso, señor obispo? Pienso que la Iglesia no tiene destino alguno si lo que enseña no se hace comprensible y aceptable para la razón humana, teniendo en cuenta todo lo que la ciencia y la filosofía han avanzado.

Está bien, padre Anselmo. Yo no soy un teólogo sino un pastor. Lo que me preocupa son las ovejas de nuestra grey, personas sencillas que la Iglesia me ha encomendado cuidar y guiar.

Don Ruperto se levantó, se dirigió al sagrario y se inclinó haciendo la señal de la cruz. Después, al despedirse del padre Anselmo se limitó a decirle:

Solamente le pido que no escandalice a nuestros feligreses. Espero que no haya más personas que vengan a hablarme de usted.

Señor, eso no lo puedo impedir.

Está bien, Anselmo, espero que usted me haya entendido.


 

* * *


 

Uno de los guardias de turno en el ingreso de la Colonia llamó a Benito Rosasco, quien estimó que debía informar a Ramiro Gajardo:

Jefe, me avisan de la guardia que llegó el abogado Iturriaga, el que representa a Vanessa, pidiendo hablar conmigo. Imagino que se trata de algo sobre la herencia del señor Kessler.

Recíbalo y acompáñelo a mi oficina. Veremos qué viene a decirnos.

Wilfredo Iturriaga se sorprendió al ver lo lujoso que era el sector residencial de los directivos de la Colonia, que se adecuaba tan poco al entorno agrícola en que se encontraba. Al recibirlo, Gajardo llamó a Graciela, su nueva asistente, una bonita y curvilínea muchacha de no más de veinte años.

¿En qué puedo servirlos, señores? ¿Café, algún licor, pastelillos?

Para mí solamente un vaso de agua – respondió Iturriaga.

Traiga café y pastelillos para todos – ordenó Gajardo.

Wilfredo Iturriaga abrió su maletín y extrajo una carpeta.

Señor Gajardo, señor Rosasco. Vengo en representación de la señorita Vanessa Arboleda, que como ustedes saben, ha heredado todos los bienes inmuebles y las acciones y activos financieros del señor Conrado Kessler, fallecido hace unos meses. En mi Estudio Jurídico asociado al Consorcio Cooperativo CONFIAR, hemos completado los trámites y requisitos legales, y se han pagado los impuestos correspondientes a la herencia, por lo que vengo a notificarles oficialmente que la señorita Arboleda posee el diez por ciento de las acciones de la Sociedad Anónima Inmobiliaria, Financiera, Industrial y Comercial Hidalguía y Proyectos, que es dueña y que administra la Colonia Hidalguía y otros bienes. Les traigo una copia de la documentación que lo confirma. Pueden revisarla tranquilamente antes de firmar el recibo adjunto.

Gajardo tomó los documentos y se los pasó a Rosasco. Éste lo leyó y dijo al jefe:

– Creo que está todo en regla, señor. Después, con más tiempo, examinaré todo con detalle. Puede firmar el recibo, señor, que es solamente la notificación de que se le ha entregado la documentación.

– ¿Si no lo hago, qué sucede?

– Tendré que proceder notarialmente, señor – dijo Iturriaga.

– Está bien. Páseme el recibo. Pero quiero saber qué pasa con los demás bienes del señor Kessler.

– Eso, señor, no viene en el expediente que le pasé porque es enteramente independiente de la Sociedad y de la Colonia Hidalguía. Pero puedo informarles que todo ya está en posesión legal de la señorita Vanessa Arboleda. Se trata de tres propiedades agrícolas en Los Campos de El Romero Alto, y de un gran palacete y un bonito departamento en Santiago.

– Las propiedades agrícolas las compramos a nombre de Conrado Kessler, pero con dineros de la Colonia.

– Señor Gajardo, nada de eso consta en las escrituras. Pero si usted quiere abrir un litigio al respecto, tendrá que abrir toda la documentación contable de la Sociedad Anónima y de la Colonia Hidalguía, para justificar los gastos. Y esté seguro que haremos una revisión exhaustiva.

Gajardo miró a Rosasco, que movió la cabeza de un lado a otro.

– Está bien, lo dije solamente para que usted lo supiera.

– No hay problemas, señor Gajardo. Yo represento solamente a la señorita Vanessa, y no tengo motivos para inmiscuirme en los asuntos de la Colonia, a menos que ello resulte necesario para defender los intereses de mi clienta.

Diciendo esto Wilfredo Iturriaga se levantó y extendió la mano a Rosasco y a Gajardo. Justo en el momento en que salía de la oficina apareció Graciela con la bandeja en las manos. Iturriaga tomó un sorbo de agua, lo posó en la bandeja, agarró un pastelillo y se retiró sonriente. Había cumplido bien su cometido. Estaba seguro de haber evitado que la Colonia Hidalguía iniciara causas por las propiedades que Kessler legó a Vanessa en Santiago y en el campo.

No se había alejado veinte pasos que escuchó que lo llamaban.

– Señor Iturriaga – era el abogado Rosasco. – Don Ramiro quiere decirle algo importante. Por favor, regrese.

Wilfredo dio media vuelta y volvió a la oficina, permaneciendo de pie frente a Gajardo.

– Aquí estoy nuevamente. Usted dirá.

– Señor Iturriaga. Lo mandé llamar porque quiero hacerle una proposición a la señorita Vanessa, que usted como su representante le podría hacer llegar.

– Dígame de qué se trata, señor.

– Pero, por favor, tome asiento. ¿En verdad no quiere acompañarme con un whisky con hielo?

– En verdad. ¿Cuál sería esa proposición?

– En realidad, señor Iturriaga, a la Colonia nos complica un poco la presencia de la señorita Vanessa. No sé si usted la conoce; pero ella no tiene buena fama. Por su pasado ¿sabe? No quiero decir nada más, pero usted puede investigarla. Que ella sea socia de Hidalguía no es bueno para nuestro proyecto, por lo que estoy en condiciones de hacerle una inmejorable oferta por sus acciones. Y también por las tres propiedades en el campo.

– Escucho su oferta, señor, que por cierto transmitiré a mi clienta.

– Pues, por las parcelas, vea usted, nos costaron, bueno, al señor Kessler le costaron menos de trescientos mil Globaldollars cada una. Yo puedo ofrecerle el doble.

– Me suena interesante – comentó Iturriaga. – Y cuánto por las acciones. Ésas sí que valen mucho, verdad?

– Depende, señor, de cómo se lo mire. Un diez por ciento no da derecho a un puesto en el directorio, que si habrá leído los estatutos de la Sociedad Anónima consta de cinco miembros. Además, se trata de una Sociedad Anónima Cerrada, y los estatutos indican que las acciones pueden ser vendidas exclusivamente a otros socios, de modo que no hay otros compradores posibles.

– Entiendo. Para usted valen mucho, para ella muy poco. ¿Cuál es, según usted, el término medio?

– Pues, mire usted. Seré generoso, porque don Conrado Kessler era mi amigo, y yo quiero respetar su voluntad de favorecer a Vanessa. Puedo ofrecerle … cuatro, digamos, cinco millones. Nada más.

Wilfredo Iturriaga se volvió hacia Rosasco:

– Don Benito, por favor prepare usted un documento formal con las ofertas que don Ramiro me ha planteado, para que pueda yo oficialmente hacérselas llegar a mi clienta, y envíemela. Aquí tiene mi tarjeta con los datos.

Gajardo entonces preguntó al abogado Iturriaga:

– ¿Cree usted que Vanessa acepte?

Iturriaga comprendió que Gajardo había cometido un error al mostrarse ansioso y hacerle pensar que estaba dispuesto a subir la oferta. Respondió:

– No lo sé, señor. La señorita Vanessa es una chica muy especial. Sé que le gusta el dinero, por lo que creo que podrá aceptar alguna oferta suya si le parece conveniente. Pero sepa usted que es mi clienta y que la asesoraré también en esto.

– Entiendo – terció Rosasco. – Los abogados recibimos nuestro porcentaje …

Wilfredo Iturriaga lo miró y sin decir nada se retiró, sonriendo nuevamente.


 

* * *


 

– Es raro que Vanessa no haya venido a vernos – comentó Antonella a Alejandro cuando trabajaban labrando el huerto. – Ni siquiera asistió el domingo a la Asamblea de la cooperativa, a la que nunca falta. ¿Le habrá pasado algo?

Alejandro no respondió. No podía contar a su esposa que había estado con ella, que intentó seducirlo y que al negarse, ella se había molestado.

– No sé, querida. Sabes como es ella, siempre revoloteando de un lado a otro.

– Es cierto. Y ahora que tiene esa moto. La sentí pasar el otro día, de madrugada, como regresando de la Colonia. Me despertó el motor. ¿Será que otra vez se está relacionando con esa gente?

Alejandro prefirió no agregar nada. También él había sentido el paso de la moto, muy temprano en la mañana del día siguiente en que ella lo dejó en la entrada de la granja y partió hacia arriba. No tenía dudas de que Vanessa esa noche había dormido en la Colonia, pero no era el caso de entrar en explicaciones que pudieran molestar a Antonella.

No volvieron a tocar el tema hasta el sábado, cuando vieron una camioneta roja, muy cargada de enseres de todo tipo, detenerse frente al portón de la granja. Era Vanessa que partía a instalarse a vivir en la Colonia y que quería informar de ello a sus amigos.

Les contó todo sobre el cambio que estaba sucediendo en su vida. La herencia que le había dejado el ex-coronel Kessler, en agradecimiento por haberlo cuidado cuando le dio la peste y hasta el momento mismo en que murió en sus brazos. Les explicó que en la Colonia la trataban muy bien, y que estaba yendo a vivir a un palacete, frente a una enorme piscina temperada, que era donde antes vivía Kessler. Después de darle detalles de lo grande y hermoso que era todo en la Colonia, mirando a Alejandro dijo:

– Ahora estoy con Gustavo Cano, un ex-teniente de la Marina de Guerra. Un hombre bien hombre, de esos que no le dicen que no a una bella chica como yo.

Antonella intuyó que esa última frase escondía algo, un mensaje. Alejandro tuvo un acceso de tos, se sonrojó, pero no dijo nada.

– ¿Te pasa algo? – le preguntó Antonella acercándose.

– Nada, nada, querida. Sólo que me atoré con una almendra que estaba comiendo.

Vanessa no dijo nada pero pensó: Qué almendra ni que ocho cuartos. ¿Te dolió lo que te dije, verdad?

Antonella se preocupaba por su amiga y no le gustaba que se relacionara con la gente de la Colonia. Le dijo:

Dime Vanessa, ¿qué sabes de ese ex-teniente?

No te preocupes por mí, Anto. que sé cuidarme. Es el Administrador de Campo de la Colonia, uno de los jefes. Un hombre bueno, creo. Está allá afuera, en la camioneta roja que es de la Colonia y que él me consiguió para hacer el traslado de mis cosas. Le dije que pasara a saludarlos, pero no quiso. Así que debo irme, porque me está esperando.

¿Vendrás mañana a la asamblea? – le preguntó Antonella cuando ya Vanessa se alejaba después de abrazarlos a ambos.

Es importante – agregó Alejandro.

Vanessa se volvió a mirarlos y dijo:

No sé todavía. No creo que venga porque tengo mucho que arreglar en mi nueva casa. Además, mantengo mi departamento en El Romero para quedarme cuando venga a la ciudad. Después me cuentan.

Antonella y Alejandro esa noche se quedaron conversando. Era extraño todo lo que estaba sucediendo. Vanessa, ahora dueña de una gran fortuna, era además socia de la Colonia Hidalguía, la que siempre habían entendido como el principal rival de la Cooperativa. Y además de socia, enganchada nada menos que con el Administrador de Campo de la Colonia.

Antonella no quiso decirle a Alejandro que estaba pensando en que alguna misteriosa voluntad de Dios se estaba cumpliendo con todo eso que sucedía. No quería discutir con él, porque siempre que le hablaba de Dios o de cualquier tema religioso terminaban discutiendo. Por cierto Alejandro quedó mucho más preocupado que Antonella al saber que Vanessa era ahora no solamente socia de la Cooperativa Renacer sino también de la Colonia Hidalguía.


 

* * *


 

Cada vez que se sumaba al proyecto de la Reserva de la Biósfera un nuevo participante, Rodrigo Huerta lo acogía con las mejores demostraciones de afecto. Su entusiasmo por el proyecto se acentuaba, transmitiendo nuevas energías a todo el grupo. Esta vez se trataba de Eliney Linconao, un científico, licenciado en física y doctor en biología, que además del dominio de esas ciencias poseía un notable conocimiento de la cultura ancestral mapuche que le transmitieron en la infancia sus abuelos. Eliney tenía, además, un conocimiento directo del territorio en que se asentaba la Reserva de la Biósfera, porque vivió en los Campos de El Romero Alto hasta que se fue a vivir a Santiago para realizar sus estudios universitarios.

Rodrigo lo había convencido de que sus conocimientos eran indispensables para dar un gran impulso a la restauración de la cuenca y de los humedales que sostenían no solamente los bosques sino también el área agrícola y la misma ciudad de El Romero. El científico mapuche se manifestó dispuesto a acompañarlos durante algunos meses. Rodrigo lo fue a buscar al terminal de buses en su camioneta, y ya en el camino hacia la Reserva iban conversando sobre el proyecto al que él había decidido dedicar al menos diez años de sus vidas. Rodrigo lo ponía al día sobre la situación del grupo al que Linconao se iba a integrar.

Se está dando entre nosotros una discusión interesante sobre la interacción entre los humanos y la naturaleza, donde se han manifestado diferentes opiniones.

Ya las puedo imaginar – comentó Linconao. – Desde las posiciones bio-céntricas, según las cuáles la especie humana no tiene ninguna superioridad o prioridad respecto a las demás especies naturales, teniendo todas los mismos derechos a existir, hasta las posiciones antropocéntricas, que son conservacionistas de los equilibrios ecológicos en función de asegurar la sustentabilidad de la vida humana. Entre ambos extremos, están la ecología social, que busca resolver los problemas ecológicos estableciendo equilibrios en las relaciones económicas y políticas en la sociedad; y la ecología espiritual, que plantea que únicamente un cambio moral y espiritual permitirá la integración armónica de los seres humanos en la naturaleza. En fin, todo un mundo de ideas diferentes.

Y tú ¿qué piensas, Eliney?

Varias cosas, amigo. Tengo, o más exactamente diría que estoy elaborando, un enfoque que llamo integrador, y que se basa en dos fuentes fundamentales de conocimiento. Por un lado, me baso en las sabidurías de los pueblos originarios de indoamérica, y por otro, en las más avanzadas concepciones sistémicas fundadas en las ciencias de la complejidad. La primera comencé a aprenderla de mis abuelos mapuches y la continué después, estudiando las otras culturas originarias. La segunda la he profundizado siguiendo los cursos y estudiando las publicaciones del Instituto de Filosofía y Ciencias de la Complejidad.

Rodrigo soltó el volante, se frotó las manos y palmoteó los hombros de Linconao, diciendo:

¡Qué grande! Tenemos un sabio con nosotros. ¡Qué maravilla! A propósito, ¿qué significa tu nombre?

Eliney en mapudungún significa ‘regalo del cielo’. Es un nombre muy corriente en mi pueblo...

¡Maravilloso! Sí, un regalo del cielo es lo que tenemos contigo.

Mmm! No sé. Espero que no te hagas demasiadas expectativas, Rodrigo. Mis conocimientos son más teóricos que prácticos. Y además, ya no soy tan joven y no estoy seguro de que mi salud resista las condiciones bastante rudas en que viviremos, sobre todo cuando llegue el invierno.

No te preocupes, Eliney, que aquí nos cuidamos entre todos. Lo que espero de ti es que nos enseñes y que nos ayudes a pensar y planificar, para no equivocarnos en nuestro proyecto. Pero ya estamos llegando al campamento.

Al bajarse de la camioneta fueron rodeados por varios miembros del grupo. Rodrigo exclamó:

Esta noche, compañeros, celebraremos en grande la llegada de Eliney Linconao a nuestro grupo. Traje carne y longanizas para un buen asado a la parrilla, y suficiente cerveza. Ahora ayudémosle a instalarse.

En la noche, después de servirse el asado y comentar los hechos del día, reunidos alrededor del fogón, Rodrigo invitó a Linconao a que explicara lo que había aprendido de sus abuelos sobre la interacción humana con la naturaleza.

Mis abuelos – comenzó diciendo Eliney – eran personas sencillas. Vivíamos cerca de aquí pero más al oeste, al otro lado del río, con mis padres, tíos, hermanos y primos formando una comunidad asentada en una chacra que incluía monte, bosque y tierra cultivable. Había cerca otras comunidades, que como teníamos todos un antepasado común, formábamos un lof. Mi abuelo era el lonco de nuestro lof. Él nos enseñaba cada día algo sobre nuestra cultura ancestral, sobre el trabajo, los cultivos y las crianzas, sobre las plantas y los animales, sobre el clima, sobre los espíritus de nuestros antepasados, que son los Pillanes; sobre los espíritus de la naturaleza o Ngen, y sobre la madre tierra o Ñuke Mapu. Vivíamos, por decirlo de algún modo, en un mundo encantado.

Me dijiste cuando veníamos, que estudiaste varias culturas originarias.

Sí, cuando salí del lof y me fui a estudiar en Santiago, me interesé por otras culturas, especialmente la Aymara. Encontré que todas las culturas originarias de indoamérica tienen una estructura básica común. Esta consiste en colocar a las personas, a cada individuo humano, como miembro de tres comunidades distintas: la comunidad de los humanos, que llamaríamos comunidad social; la comunidad de los seres naturales, plantas y animales, que llamaríamos comunidad biológica; y la comunidad de los espíritus, que incluye a los antepasados y a las deidades, que llamaríamos comunidad espiritual. Lo interesante es que tanto en la comunidad social como en las comunidades ecológica y espiritual, cada persona es activa e interactúa con los otros integrantes de esas comunidades. Y entonces lo importante es participar en cada una de esas comunidades de manera armónica. Armonía que se alcanza aplicando siempre el principio de reciprocidad. Recibimos de las comunidades y debemos devolver a las comunidades. En la comunidad social, nos ayudamos recíprocamente las personas, trabajamos para otros y los otros trabajan para nosotros. En la comunidad biológica, nos alimentamos de plantas y de animales, y debemos cuidarlos y proporcionarles el ambiente en que puedan desarrollarse. Y en la comunidades de los espíritus, ellos nos cuidan y protegen, y nosotros los glorificamos con oraciones y rituales.

La conversación se prolongó hasta pasada la medianoche. Las actividades cotidianas de la Reserva comenzaban de madrugada, por lo que decidieron continuar con el tema en una próxima ocasión.


 

* * *


 

El Administrador de Campo de la Colonia temía que en cualquier momento el jefe le pidiera la información sobre la instalación del domo y las actividades del monje budista. El problema había sido que entre las actividades cotidianas de su cargo y las solicitudes de Vanessa que le pedía que salieran a cabalgar y que se quedara con ella en las noches, Gustavo no había tenido tiempo para ir hasta el lugar que los obreros le habían indicado. En algún momento pensó en invitar a Vanessa, pero era demasiado riesgoso para quien debía cuidar como a una reina, teniendo en cuenta que llegar hasta allá a caballo no podía hacerse en menos de tres horas de avanzar a muy buen tranco, y sobre todo que el trayecto incluía atravesar quebradas, riachuelos y lugares pedregosos que solamente un jinete experto y un caballo brioso podían cruzar.

Un día en que Gustavo vio partir a Vanessa en la moto rumbo a la ciudad, después de terminadas sus tareas laborales cotidianas, decidió que era el momento de cumplir el encargo del jefe. No le importó que no fuera noche de luna y que el cielo estuviera densamente poblado de nubes oscuras. Provisto de una poderosa linterna y de su arma al cinto partió al anochecer en busca del monje.

Cinco horas después estaba todavía dando vueltas, montado en el caballo, sin encontrar el domo. La información que le habían dado los obreros y sus conocimientos del terreno le habían servido para cruzar más arriba de la represa e internarse en el bosque; pero la oscuridad y el silencio que lo envolvían todo le hicieron perder el rumbo. En la marina había aprendido a guiarse por las estrellas, pero alzando ahora la vista no veía sino la oscuridad de una noche nublada y sin estrellas. Regresar era fácil, pues bastaba avanzar hacia abajo donde con seguridad llegaría a lugares conocidos; pero no quería hacerlo sin haber cumplido el encargo del jefe. Gustavo Cano no estaba acostumbrado a desistir de algo que se había propuesto.

Siguió avanzando, y ante la falta de todo indicio que le sirviera para orientarse, cansado y soñoliento por no haber pegado un ojo esa noche y por lo poco que había dormido en las anteriores que las había pasado junto a Vanessa, casi sin darse cuenta fue dejando que el caballo lo guiara siguiendo su propio instinto.

De pronto el caballo se detuvo y emitió un relincho. Gustavo pensó que pudiera haber visto alguna persona, un perro, un zorro o algún otro animal que lo alarmara. Aguzó la vista siguiendo la dirección en que miraba el animal. Vio una luz en la distancia, a unos dos kilómetros al sur-este de donde se encontraba. Dándose cuenta de que se trataba de una pequeña hoguera avanzó decididamente convencido de que finalmente había dado con el monje que buscaba. Miró el reloj. Eran las cuatro. Tenía tiempo suficiente para llegar al lugar, informarse de todo y regresar a la Colonia antes de que nadie se percatara de su retraso.

Cuando llegó, la hoguera se estaba extinguiendo. Recorrió el lugar y comprendió que no era el domo del monje lo que había encontrado, sino un campamento donde a esa hora, en varias pequeñas casuchas de construcción liviana, vivían al menos veinte personas. No era posible. No era admisible que hubiera gente habitando ese lugar sin los permisos correspondientes y sin que él, Administrador de Campo, lo supiera.

Se puso a una distancia que estimó conveniente y desde donde podía controlar la situación, sacó el revólver que llevaba al cinto, lo empuñó, y moviendo de un lado a otro la linterna que tenía en la otra mano, gritó con fuerza:

¡¿Quién vive?! ¡Salgan de ahí, de inmediato!

Rodrigo Huerta fue el primero en asomarse, y poco a poco fueron saliendo varios de sus compañeros.

¿Qué hacen aquí? – espetó el hombre de a caballo. – ¿No saben que éste es un recinto privado, y que no está permitido instalarse en este lugar?

Rodrigo se acercó tranquilamente, cubriéndose los ojos con la mano para evitar que la luz de la linterna lo encandilara.

Eso es lo que pregunto yo a usted – le dijo con tranquilidad. – Pues, éste es un lugar al que no se puede acceder sin el permiso correspondiente.

¿Qué me dice? – preguntó Gustavo Cano, desorientado por la respuesta que le dio Rodrigo y por la calma con que le hablaba.

Le digo que usted ha entrado sin autorización a una Reserva de la Biósfera de propiedad del Estado, que nosotros administramos con todos los derechos necesarios.

Ya todos los integrantes del grupo se habían acercado y puesto detrás de Rodrigo. Cecilia fue a encender las luces que el campamento obtenía de una moderna instalación fotovoltaica. Eliney Linconao se acercó al caballo, lo acarició y dijo:

Este animal está agotado. Haría bien usted en bajarse y dejarlo reponerse. Imagino que se ha perdido y que llegó hasta aquí desde los Campos de El Romero Alto. ¿Puede decirnos qué anda buscando de noche por estos lados?

Gustavo Cano comprendió que se había equivocado, que se había perdido y que ya no estaba al interior de la Colonia que él administraba. Se bajó del caballo y explicó:

Me llamo Gustavo Cano. Soy el Administrador de Campo de la Colonia Hidalguía, que se encuentra al final del camino de los Campos de El Romero Alto. Parece que me perdí por lo oscuro de la noche. Vine a ver cómo se encuentra un monje budista que dejamos que se instalara por acá arriba.

¿Un monje budista? ¡Qué interesante! – comentó Rodrigo.

Gustavo Cano vio a una mujer que traía un balde de agua y la ponía frente al caballo. Pensó que esa gente era realmente amable, y que él hubiera actuado de muy distinto modo si alguien se introdujera furtivamente en la Colonia, como de hecho estuvo dispuesto a hacer cuando creyó que el campamento con el que se había topado era de unos intrusos.

Linconao se acercó a Rodrigo y le dijo al oído: – Es muy importante que tomemos contacto y entremos en relación con la Colonia de que habla este hombre, que deslinda con la Reserva.

Rodrigo, volviéndose a sus compañeros les dijo:

Vayan a descansar otro poco, que todavía hay dos horas para dormir. Linconao y yo conversaremos con el administrador de esa Colonia y después les contamos. Enseguida invitó a Gustavo Cano, que también consideró importante informarse sobre la Reserva de la Biósfera porque deslindaba con la Colonia y de cuya existencia no tenía conocimiento. Ya no le importaba no haber encontrado al monje ni llegar tarde, pues tendría noticias muy interesantes que comunicar a Gajardo.

El sentirse en falta y la buena acogida que recibió indujeron a Gustavo Cano a entregar amplia información sobre la Colonia Hidalguía, mientras que Rodrigo Huerta y Eliney Linconao no tuvieron problema alguno en explicar detalladamente lo que era la Reserva de la Biósfera y los planes que tenían para preservar y restaurar el territorio a su cargo. Al final, cuando ya empezaba a despuntar el sol sobre la cordillera, intercambiaron sus números de IAI y se prometieron mantenerse en contacto.

 

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