XII. El primer grupo en llegar fue el del Municipio

XII.


El primer grupo en llegar fue el del Municipio, con ocho funcionarios del Departamento de Ayuda Social y un grupo de catorce bomberos. Linconao lamentó que fueran muchos menos que los que Simone Godoy, la alcaldesa de El Romero, había anunciado y prometido; pero al menos llegaron muy bien provistos y aportando dos camionetas y un carro con escaleras, hachas, cuerdas, motobomba portátil, y un sistema de lanzamiento de agua con las correspondientes mangueras y pistones hidráulicos, más los buzos, cascos, botas, guantes, gafas de protección, ropa y mantas ignífugas para todo el grupo, y dos equipos de respiración.

Con ellos se presentó el primer problema. Andrés Correa, que oficiaba de jefe de los funcionarios municipales, decidió por su cuenta que su grupo tomara posición al centro de un amplio campo, que Rodrigo Huerta y el equipo de la Reserva de la Biósfera habían despejado y predispuesto con la intención de que allí se instalara el destacamento con cuatrocientos trabajadores prometidos por la Colonia Hidalguía. Correa y los suyos, acostumbrados a ejercer la autoridad que les confería su condición de funcionarios públicos, pretendían ocupar el lugar central, desde donde esperaban mantener condiciones poder y de privilegio.

Eliney Linconao, haciendo uso de su autoridad moral y mencionando el rol de Director General de Obras que le fue reconocido por todas las organizaciones que se comprometieron a participar, discutió con Andrés Correa durante más de quince minutos, logrando finalmente que se desplazaran hacia el lugar destinado a los municipales y los bomberos. Un espacio que, habiendo sido previsto para que allí se instalaran las sesenta personas de las que habló la alcaldesa, resultaba suficientemente extenso y cómodo para el grupo mucho menor que finalmente había llegado.

El día siguiente temprano en la mañana comenzaron a llegar los comuneros mapuches. Llegaron caminando, pero no como un solo conjunto sino en cuatro grupos distanciados en el tiempo, compuestos cada uno por varias familias. Venían solamente con la carga que podían sostener en sus espaldas y la que pudieron acarrear tirando de ellas sobre cueros entrelazados y cosidos. Incumpliendo la orden explícita, se trataba de familias completas, con niños e incluso guaguas que sus madres amamantaban.

Linconao no se extrañó del hecho, que en realidad esperaba porque conocía muy bien sus modos de ser y sus costumbres. No había preparado para ellos un lugar especial, pues sabía que las familias se instalarían, relativamente separadas unas de otros, escogiendo cada sub-grupo un lugar en medio del bosque, después de observar los árboles, interpretar las señales que les daban los pájaros, escuchar el viento y mirar el movimiento de las nubes. Una vez decidido el lugar realizarían allí un breve ritual para pedir el indispensable permiso para instalarse allí, a la madre naturaleza y a los espíritus del lugar. Enseguida procederían a levantar improvisadas rucas y rústicos cobijos utilizando troncos secos, ramas y arbustos que cortarían con sus machetes y enlazarían con cuerdas que el mismo bosque les proporcionaba. Eran, en total incluyendo a los niños, unas trescientas personas.

Al anochecer de ese día llegó Tathagata caminando y portando al hombro, colgado de un bastón, un pequeño saco. Rodrigo Huerta lo recibió e instaló en el campamento del grupo a cargo de la Reserva de la Biósfera, en consideración de su edad y de que venía solo. Linconay contaba con sus conocimientos de arquitectura, y Rodrigo esperaba mantener con él conversaciones interesantes.

Dos días después llegó el destacamento de la Colonia Hidalguía, con sus jefes, sus cuatrocientos obreros y todo el equipamiento prometido. Sandoval organizó la instalación del grupo con gran eficiencia, en el lugar que les habían asignado, dando instrucciones con un megáfono a los obreros que en silencio y perfectamente disciplinados las ejecutaban. Cuando terminaron de instalarse, Juan Carlos Osorio, Rigoberto Sandoval y Onorio Bustamante se presentaron ante Linconao y se pusieron a su disposición, con todo el equipamiento que habían traído.

Los tres días siguientes llegaron los dos grupos de parceleros organizados por la Cooperativa Renacer. Traían todo lo necesario para subsistir durante dos meses en esos lugares inhóspitos que conocían por haberlos recorrido, casi todos ellos, cuando eran niños, acompañando a sus padres. Se les notaba contentos y decididos a dar de sí lo mejor que pudieran. Bromeaban, se reían, se ayudaban unos con otros, y se contaban cuentos y anécdotas con las que se motivaban a poner cada uno su mayor empeño. Habían logrado juntar ciento ochenta personas, hombres y mujeres de edades dispares, entre los dieciséis y los setenta años.

Finalmente llegó el grupito de la parroquia encabezado por el padre Anselmo. No eran más de cuarenta. Por el modo en que estaban vestidos y por sus comportamientos, se notaba que eran de la ciudad y no del campo; pero venían a trabajar con entusiasmo, y mientras se instalaron no dejaron de repetir diversas canciones con las que se animaban y renovaban sus energías cuando notaban que comenzaba a ganarles el cansancio.

Así, en menos de una semana, con algo más de ochocientos hombres y mujeres dispuestos a poner el hombro en la gran tarea de restablecer el orden natural en la Cuenca, se dio comienzo a las obras. Eran pocos, la mitad de los que Linconao había estimado necesarios para cumplir con todo el plan antes de la llegada del invierno. Pero era lo que había, y con ellos debían realizar lo necesario, partiendo por lo más urgente y difícil.


 

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El domingo los trabajos terminaron a las cinco de la tarde, tres horas antes de lo normal. Eran las únicas horas de descanso en la semana, pues el tiempo apremiaba y el cronograma se estaba cumpliendo con retraso debido a la menor disponibilidad de mano de obra y a las dificultades iniciales del proceso de organización de personas y grupos de tan diferentes culturas y experiencias laborales.

El grupo parroquial pidió al padre Anselmo que celebrara misa aprovechando ese lapso de tiempo que se había creado. Los feligreses eran pocos y decidieron juntarse a orillas del río, frente a una roca que fue lo más aproximado a un altar que pudieron encontrar. Sin embargo, poco a poco se fueron acercando muchos hombres y mujeres, atraídos por el espectáculo que imaginaron pudiera servirles para relajarse después de los duros trabajos realizados durante la semana. Entre los numerosos asistentes se encontraban Rodrigo y Cecilia, Antonella y Alejandro, Linconao y Tathagata, el lonco Cayumanque y la machi Calfullanca, Osorio, Sandoval y Bustamante; y detrás de todos ellos, numerosas personas de los diferentes grupos que ellos lideraban.

Nunca en su vida el padre Anselmo había tenido un público tan grande; y el estar en la montaña le recordó que Jesús había pronunciado precisamente en una montaña el sermón más importante de su vida. Tanto la multitud como el lugar lo hacían sentirse inhibido, y cuando llegó el momento del sermón comenzó a hablar en voz que apenas alcanzaba a ser oída por el grupito cercano de sus parroquianos. Pero en ese momento se acercó Linconao y puso en sus manos el megáfono que utilizaba para dar instrucciones y organizar los trabajos. Se escuchó el silencio, interrumpido por una breve ráfaga de viento. Anselmo entonces se sintió fortalecido y recomenzó diciendo:

Amigos y amigas, queridos hermanos:

Sé que la mayoría de ustedes no son creyentes católicos, y que se han acercado a la misa por curiosidad o esperando tal vez entretenerse un rato. Quizás, algunos de ustedes, aún no siendo cristianos, sientan también la necesidad de religión. Una necesidad que han tenido los seres humanos en todas las épocas y en todos los lugares del mundo, y que en cada cultura se ha manifestado y ha encontrado alguna forma de satisfacerse, siempre singular y diferente. Cualquiera sea el motivo que los mueva a estar aquí, yo les agradezco que hayan venido a compartir con este pequeño grupito de cristianos de la parroquia de El Romero.

Al comenzar esta segunda mitad del siglo veintiuno en que estamos, todos nosotros nos formamos, crecimos y nos desarrollamos con una gran preocupación y angustia en la mente. Me refiero a la angustia ecológica. Vivimos el Cambio Climático, la Gran Devastación Ambiental y el Derrumbe del Poder, que nos llevaron a aceptar que durante casi veinte años fuéramos todos dirigidos, disciplinados y controlados por la Dictadura Constitucional Ecologista. Y todos vivimos, todavía hoy, con el temor de que sobrevengan desastres ambientales que pongan fin a nuestra vida, a la de nuestros seres queridos, y que incluso conduzca a la extinción de nuestra especie. Como hemos sido en gran medida causantes de todo esto, vivimos como humanidad, y en realidad cada uno de nosotros, con un profundo sentimiento de culpa, por no haber sabido cuidar nuestro planeta, nuestra casa grande. Y aquí nos encontramos ahora, tratando de sobrevivir superando la amenaza que se cierne sobre nuestro querido territorio en el que nacimos, crecimos, trabajamos y vivimos.

Igual que todos ustedes, también yo he pensado mucho en la cuestión ecológica, y quiero compartirles algunas de mis reflexiones. Por cierto que son solamente mis ideas, personales, y aunque esté con estas vestimentas que los católicos consideran sagradas y que a muchos pueden parecer hermosas, o también ridículas, y aunque les hable empleando este megáfono, mis palabras no tienen más valor que el que les otorgue nuestra mente y nuestra razón. Quiero decir con esto que, si ustedes tienen a bien escucharme, tendrán después, cada uno, que examinar críticamente lo que diga, y aceptarlo o rechazarlo de acuerdo a lo que su propia inteligencia y conciencia les indiquen.

Se ha dicho y repetido mucho que los humanos somos depredadores por naturaleza, que somos la única especie que rompe los equilibrios ecológicos. Que somos biológicamente desadaptados, interrumpiendo la lógica de la evolución que se basa precisamente en la adaptación natural. O sea, seríamos un error de la naturaleza.

Es interesante notar que desde muy antiguo los humanos tomamos conciencia de que somos unos desadaptados en la naturaleza. Esto se aprecia, por ejemplo, en el Génesis, con el mito bíblico que sostiene que la naturaleza era un paraíso, un jardín o un bosque ecológico, diríamos hoy, donde reinaban los equilibrios entre las especies vegetales y animales. De ese paraíso el primer hombre y la primera mujer fueron expulsados. Expulsados ¿por qué? Se dice que la primera pareja humana cayó en el pecado original, que se trasmitió a toda la especie. Diríamos hoy que la desadaptación está en el adn de nuestra especie.

Pues bien, si fuera cierto que los humanos somos un error de la naturaleza, los que creemos que Dios creó tanto a la naturaleza como al hombre tendríamos que asumir que la humanidad es un error de Dios. El autor que escribió el Génesis estaba tan consciente de esto, que no pudiendo culpar a Dios de un error, elaboró la idea del pecado original. La culpa no era de Dios, sino del hombre que desobedeció la ley de Dios, o sea, las leyes de la naturaleza creada por Dios. De paso, pienso que es tonto suponer que ese ‘pecado original’ fuera de tipo sexual, porque la sexualidad es una de las leyes básicas de la naturaleza, y antes de la expulsión Dios ya le había dicho a Adán y Eva que se multipliquen y llenen la tierra.

¿Qué explica, entonces, que los humanos no estemos adaptados naturalmente? Mi respuesta es que no estamos biológicamente adaptados, que no somos naturalmente ecológicos como lo son todas las demás especies, por la sencilla e importante razón de que no somos seres puramente biológicos, puramente naturales. Dicho en positivo, porque somos seres que además de ser biológicos, resultantes de la evolución natural de la vida, somos seres provistos de espíritu; un espíritu que nos hace ser conscientes y libres.

¿Diremos, entonces, que hemos destruido la naturaleza porque tenemos espíritu? ¿Que el espíritu es lo malo de nosotros los humanos? Pues, no. Pudiera ser exactamente lo contrario, esto es, que hemos destruido la naturaleza por nuestra falta de conciencia y por nuestras insuficiencias morales. O dicho de otro modo, porque no hemos desarrollado bien nuestro espíritu, cuya formación y orientación dependen de nosotros mismos. Porque lo que es espiritual no sigue los determinismos de la física y de la biología. El espíritu, o sea la conciencia y la libertad, debe orientarse a sí mismo.

Permítanme que vuelva a mencionar la Biblia. Dice el relato del Génesis que allá en el paraíso natural en que estaba el ser humano en su origen, recibe un mandato. “Y los bendijo Dios diciéndoles: Crezcan. Multiplíquense. Llenen la tierra. Sométanla. Dominen sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra”. Se ha dicho que en estas palabras de la Biblia se encuentra la causa de que la humanidad, queriendo dominar la tierra, la ha venido destruyendo. Pero ese texto ¿qué es lo que dice?

Primero afirma que Dios bendijo a los humanos. Bendecir a alguien consiste, precisamente, en darle fuerzas, insuflarle espíritu. Y junto con darnos ese espíritu, explicita tres cosas. Lo primero es crecer, ir a más; llegar a ser más que lo que somos al origen. Nunca estancarnos ni quedarnos quietos. Lo segundo: multiplicarnos y llenar la tierra, expandiéndonos por todo el planeta. Lo tercero es someter la tierra y dominar a las demás especies; o sea, someter a la naturaleza y dominar sobre las realidades biológicas.

Someterlas y dominarlas no significa destruirlas, sino ponerlas al servicio de la propia humanidad, humanizarlas, esto es, poner en la naturaleza la impronta del espíritu humano. Ello implica transformar la materia y la vida natural adornándola con las cualidades del espíritu, en base al conocimiento, a la creación artística, al deseo de progreso y de bien. Los seres humanos podemos conocer todo lo que existe, crear en base al conocimiento nuevas realidades, embellecer el paisaje natural, desarrollar nuevas especies y variedades, perfeccionar nuestra propia biología humana.

Hacerlo con espíritu significa que en ello aplicamos lo que en el relato bíblico se nombra como “la ciencia del bien y del mal”, o sea, la ética, que nos orienta hacia el bien y nos mueve a evitar el mal. Como somos espíritus dotados de libertad, si la empleamos mal, si nos dejamos llevar por intereses mezquinos y por instintos pasionales, ahí ocurre el daño, la destrucción del ambiente, los sucesos que dañan el ambiente y la salud. Si aplicamos nuestra fuerza sobre la naturaleza orientados por el bien, hacemos de nuestro planeta una casa mejor para que todos podamos vivir bien.

Y aquí estamos, todos nosotros, tratando de cumplir ese consejo bíblico: tratando de dominar esta cuenca, estos bosques, este río. Lo estamos haciendo con todo nuestro espíritu.

Yo pienso que la humanidad tiene grandes tareas por delante. Por ejemplo, terminar de dominar los virus y bacterias, como las que tanto daño nos hicieron hace poco con la peste. Dominar y controlar el clima, los movimientos de los vientos y de las aguas, las temperaturas de la atmósfera y de las aguas. Y sobre todo, dominarnos a nosotros mismos, esto es, aprender a auto-controlarnos, cada uno, subordinando nuestros instintos biológicos, nuestros intereses económicos y nuestras pasiones y ambiciones políticas, a la razón y a la ética.

Son mis reflexiones de hoy, que les dejo por si les sirven. Es lo que honestamente pienso; pero puedo estar equivocado. Desearía, al menos, que nos animen para empeñarnos aún más y mejor en esta gran misión en que nos encontramos aquí todos juntos.

Debo seguir con la misa. Ustedes pueden participar, o limitarse a mirar, o retirarse si desean descansar.

El padre Anselmo devolvió el megáfono a Eliney y continuó la misa en voz baja.


 

* * *


 

Durante varios días Vanessa no supo nada del mundo. Se instaló en la granja con Toñito, donde recibía todas las noche a su amado Gustavo Cano. En la madrugada él partía rumbo a La Colonia y ella se ponía a trabajar en las tareas de la granja con la ayuda muy eficaz y decisiva de Toñito, que había aprendido todo lo que había que hacer con las crianzas, los cultivos, el control de malezas y plagas, las cosechas y su entrega en el Almacén Cooperativo. Cuidar al Toñito, prepararle comida, contarle cuentos y enseñarle canciones y buenos hábitos era una experiencia nueva que nunca había imaginado que fuera tan placentera y enriquecedora. Se sentía mamá y jugaba a serlo. Recibir a Gustavo al terminar el trabajo, sentarse a la mesa con él y con el niño, contarse los hechos del día, escuchar música y terminar el día durmiendo con el hombre del que se había enamorado, era tener una familia, o lo más cercano a eso que había tenido en su vida.

Estaba tan ocupada, entretenida y contenta que se olvidó completamente de sus Acciones, propiedades y abogados. Gustavo, presionado por Gajardo, había intentado varias veces poner el asunto en la conversación, pero Vanessa no le prestaba atención y cambiaba el tema. Simplemente no quería saber de nada que pudiera preocuparla y complicarle la vida.

Wilfredo Iturriaga la llamó y le dejó mensajes varias veces, pero ella lo ignoró. Hasta que un día Gustavo que estaba a su lado, viendo quien la llamada por el IAI le dijo:

Debieras contestarle, querida. Es tu abogado y lo vas a necesitar. No debieras ignorarlo y hacer que se enoje contigo.

Vanessa le encontró razón y accionó el aparato:

Wilfredo, he estado tan ocupada que no he tenido tiempo para hablar. Pero, dime para qué me llamas.

Señorita, estaba preocupado. Llegué a temer que usted se hubiera ido con los que partieron a la montaña.

Quise ir, pero no. Me quedé cuidando un niño y una granja de mis amigos.

Qué bien. Tengo novedades que contarle.

Vanessa accionó el botón de voz para que Gustavo escuchara lo que le diría Iturriaga.

Hablé con el abogado Rosasco de la Colonia, e incluso con él mismo señor Gajardo. Cumplí con decirles que usted estaría dispuesta a vender las acciones y eso le complació; pero no acepta el precio que usted pretende obtener. El señor Gajardo dice que es completamente irreal lo que usted pide, y la verdad, señorita Vanessa, es que yo también lo creo así.

Gustavo le susurró algo al oído. Vanessa entonces rebatió al abogado:

Yo saqué la cuenta de lo que valen las hectáreas.

Sí, señorita. Se lo hice ver al señor Gajardo. Él afirma que usted está equivocada, porque una cosa son las hectáreas de tierra, y otra muy distinta son las Acciones, que son papeles.

Vanessa cubrió el micrófono del IAI y acercó sus labios al oído de Gustavo.

¿Qué le digo?

Gustavo, al oído de ella: – Pregúntale que cuánto ofrece Gajardo.

Eso que me dices no sé si es cierto. Pero dime cuánto es lo que me ofrece Gajardo.

Vanessa y Gustavo escucharon carraspear al abogado, que enseguida agregó:

Mire señorita Vanessa. Si usted se ha mantenido en su exigencia inicial, él también mantiene la de él, como es lógico. Lo que quiero decirle es que no puede abrirse una negociación hasta que una de las partes manifieste estar disponible a ceder en algo. Si usted me indica una cifra menor a veinticinco, que parezca que de verdad quiere acercarse a lo que él ofrece, yo puedo comenzar a negociar en su nombre. Pero debe indicarme una cantidad.

Vanessa nuevamente cubrió el micrófono y preguntó al oído del hombre que a su lado la abrazaba y que había comenzado a acariciarle la otra oreja.

¿Cuánto le digo?

Dile que dieciocho.

Vanessa lo pensó un momento. Luego levantó el dedo del micrófono y le preguntó a su abogado:

¿Cuánto crees tú que puede ser?

Iturriaga carraspeó nuevamente antes de contestar.

Creo que dieciocho millones está bien, para comenzar a negociar.

Vanessa se mantuvo más de un minuto en silencio. Le resultaba curioso que Gustavo y el abogado indicaran la misma cantidad. Wilfredo Iturriaga al otro lado de la línea, y Gustavo Cano que la acariciaba ahora más atrevidamente, estaban expectantes, pendiente de lo que iba a decir. Finalmente decidió:

Mira Wilfredo. Dile a Gajardo que si él quiere negociar, que empiece él haciendo una oferta.

Gustavo, sorprendido por esa respuesta inesperada, soltó el pezón de Vanessa que presionaba entre sus dedos. Wilfredo replicó:

Pero señorita. No puede usted actuar así. No olvide que Gajardo es un hombre poderoso y que tiene muchos medios. Le recomiendo que sea usted más flexible.

Vanessa percibió la velada amenaza contenida en las palabras de su abogado. Gustavo le dijo al oído.

Creo que te conviene escuchar a tu abogado.

Pero Vanessa ya había decidido:

No tengo nada más que decir. Dile a Gajardo que si quiere negociar conmigo debe comenzar él. Si no, no. No me gustan esos hombres poderosos que creen estar por encima de todos y que amenazan a las mujeres.

Pero él no la ha amenazado, señorita. Quizás yo me expresé mal.

No importa. Da igual. Si él no comienza a negociar, lo lamento por tí, pero ya no tendré que recurrir a tu servicio. De todos modos, te pagaré por el tiempo que hayas perdido en este asunto.

Vanessa no pudo ver que tanto Iturriaga como Cano abrieron la boca por la sorpresa que les produjo su reacción. Ella se limitó a despedirse del abogado y cerró su IAI. Estaba verdaderamente molesta. Lo único que quería en ese momento era volver a su tranquila vida de familia en la granja de sus amigos.

Sin embargo, un momento después, encarando a Gustavo afirmó:

Yo no le tengo miedo a tu jefe ¿sabes? Y no me gusta que me presionen ¿sabes?

Él no supo qué responder y prefirió guardar silencio. Esta putita tiene agallas. O es muy tonta. O las dos cosas.

El día siguiente en la tarde recibió un llamado de Iturriaga, que decidió atender.

Señorita, hablé con el señor Gajardo.

No tengo mucho tiempo. Sólo dime cuánto ofrece.

Wilfredo carraspeó. Iba a continuar con el relato que había preparado, pero intuyendo que molestaría a Vanessa se limitó a decir:

Seis millones y cien mil. Sé que es poco, pero es un comienzo que …

Dile que veinticuatro millones novecientos cincuenta mil.

Pero señorita …

El subió cien, y yo bajé cincuenta. Creo que no está mal para empezar.

Cortó, sin esperar la opinión del abogado. Lo que Iturriaga ni Gajardo ni Gustavo sabían, era que Vanessa, en aquellos tiempos en que trabajó atendiendo clientes por su cuenta junto con Danila y a escondidas de Kessler, había aprendido a negociar con hombres tercos, tacaños y miserables que le pedían rebajas por sus servicios sexuales, que ella sabía que eran únicos.


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