III. El sentido de la vida.

El sábado muy temprano Rosalba, Matilde y Lucila tomaron el bus que las dejaría en Santiago, en el terminal que se encontraba en pleno centro de la ciudad. Les habían dicho que estarían allí en una hora y media. Desde ahí debían movilizarse hasta la población Valle Nevado en la Comuna de La Cisterna, haciendo un trayecto que calcularon que con suerte les ocuparía al menos dos horas, teniendo en cuenta que debían llegar a un sector de Santiago que les era totalmente desconocido.

Matilde habia ido una vez hacía varios años junto a sus padres, pero no recordaba en absoluto el recorrido que en aquella ocasión habían  hecho para llegar hasta la casa de su tía Isidora, y solamente tenía un vago recuerdo de la población, con  sus casas todas parecidas distribuidas en un laberinto de pasajes angostos, muchos de ellos sin salida y que apenas dejaban circular el automóvil. Recordaba que en las calles jugaban a la pelota bandadas de niños que corrían entre los autos y camiones estacionados con las ruedas sobre las veredas y ocupando gran parte de los pasajes.

El día anterior Rosalba y Matilde habían estudiado en los planos de Santiago de la guía telefónica, el recorrido que debían hacer para llegar a la casa donde vivían los tíos de Ambrosio. Era un largo trayecto. Primero tomarían el Metro y luego un bus de acercamiento. Este las dejaría a unas diez cuadras que debían hacer caminando. Habían confeccionado un mapa en que marcaban las calles con los principales puntos de referencia, y sabían que debían estar muy atentas durante el trayecto pues si se equivocaban en algún punto, no les sería fácil reencontrar el camino.

Llevaban una bolsa con bebidas gaseosas, sándwiches de jamón con queso y una gran tortilla de acelgas cocidas. No estaban seguras de encontrar a los tíos, pues no habían podido comunicarse con ellos, y en todo caso, como esperaban llegar a la hora del almuerzo no estaba mal que llevaran algo de comer, sabiendo que los tíos eran bastante pobres y que su llegada imprevista sería para ellos una sorpresa que pudiera incomodarlos al no tener cómo atenderlos.

El recorrido que siguieron hasta llegar a destino fue mucho más expedito que lo que habían imaginado, y a mediodía ya estaban a la puerta de la casa de Isidora, la hermana del papá de Matilde y Ambrosio. Les abrió la puerta su marido, a quien Matilde reconoció como el tío Eduardo, e inmediatamente se asomaron a la puerta, curiosos, los tres primos con los que había jugado una vez en la plaza de la población. El tío Eduardo se adelantó y saludó con un beso en la mejilla a las tres visitantes.

—Pasen, pasen, las esperaba. Usted es Rosalba ¿verdad? Y tu eres Matilde, ¡cómo has crecido! Puedo suponer que tu puedes ser Lucila, ¿es así?

Lucila asintió, totalmente sorprendida.

—Las esperábamos —continuó el tío Eduardo—, aunque no podíamos estar seguros de si vendrían hoy, mañana u otro día cualquiera de estos. Adelante por favor, están en su casa. Isidora no está en este momento porque fue a comprar a la feria, pero debe estar por llegar.

Las tres mujeres estaban felizmente sorprendidas por la acogida tan cordial del tío Eduardo, pero sobretodo extrañadas de que éste les dijera que las esperaba, y que supiera los nombres de Rosalba y de Lucila, a quienes no había visto nunca.

Entraron. El tío Eduardo acercó dos sillas que estaban alrededor de la mesa del comedor y las colocó en el pequeño living donde había un par de desvencijados sillones, y las invitó a sentarse. En ese momento llegó la tía Isidora que cargaba unas bolsas con verduras y frutas que dejó a la entrada de la casa para saludar a las visitantes.

—Matilde, tanto tiempo sin verte. ¿Me recuerdas?

—Sí tía, te recuerdo muy bien, y al tío Eduardo, y a los primos Pedro, Diego y Elvira con los que jugamos todo un día en la plaza.

La tía saludó a Rosalba por su nombre, y luego a Lucila, que se presentó ella misma al darse cuenta que la señora no decía su nombre como había hecho el tío Eduardo.

—Soy Lucila, una amiga de Ambrosio y de Matilde.

—Sí, Lucila, qué gusto de conocerte. Sí, Ambrosio nos habló de tí. Nos dijo que eres su mejor amiga. Te dejó una carta que guardé en mi velador. Me encomendó que se la entregara a Rosalba cuando viniera para que ella te la hiciera llegar. Te la daré luego, porque ahora tenemos que preparar el almuerzo.

Así se enteraron que Ambrosio había estado hacía pocos días en la casa de los tíos, aclarándose felizmente el misterio de su desaparición. Pero ¿cómo sabían los tíos que ellas vendrían a visitarlos?

La tía Isidora les contó entonces lo que había sucedido.

—El sábado pasado, más o menos a esta misma hora, se presentó Ambrosio en nuestra casa. ¿Creerán que no sabíamos del accidente?—. Al decir esto Isidora tomó una mano de Matilde y le dió un beso—. Nadie nos dijo, y por eso no fuimos al funeral como hubiéramos querido. Nos lo contó Ambrosio recién el sábado. Nos dijo que él y Matilde estaban viviendo en su casa, Rosalba, que tan generosamente los había acogido mientras terminaba el año escolar.

—¿Cómo sabían ustedes que vendríamos? —preguntó Matilde.

—Ambrosio nos dijo que había venido sin decirles nada para que no intentaran detenerlo; pero que les había dejado en el velador junto a su cama un mensaje diciéndoles que vendría a Santiago a vernos, y pidiéndoles que vinieran ustedes. Nos dijo que en el mensaje les aseguraba que nosotros estaríamos dispuestos a recibir y hacernos cargo de Matilde. Es así, por cierto, lo haremos con gusto.— Y agregó el dicho popular tan conocido: —La casa es chica pero el corazón es grande, y donde caben cinco caben seis.

Rosalba, Lucila y Matilde se miraron. Nada sabían del mensaje que les había dejado Ambrosio. Tal vez se cayó y quedó escondido debajo de la cama o entre tantas cosas que había en la pieza de Ambrosio.

El almuerzo transcurrió alegremente, compartiendo lo que habían traído las visitas con lo que Rosalba había preparado. Después de la fruta que sirvieron de postre, el tío Eduardo dijo a los niños que podían ir con Matilde a jugar un rato a la plaza. Cuando quedaron Eduardo e Isidora con Rosalba y Lucila, abordaron el tema del traslado de Matilde a vivir con ellos. Podría compartir la pieza con Elvira, y todavía era tiempo para matricularla en la escuela municipal que estaba cerca de la casa.

Lucila quiso saber más de Ambrosio, si les habría dicho cuáles eran sus planes, lo que pensaba hacer.

—Sí —respondió el tío Eduardo—. Ambrosio se quedó esa noche a dormir con  nosotros y partió el domingo temprano. Hablamos hasta tarde. Nos dijo que él estaba desorientado, viviendo una crisis personal desde el accidente de sus padres, que se había venido acentuando con el tiempo. Que debía encontrar su camino, el sentido de su vida, y que para eso había pensado darse un tiempo para reflexionar y tomar alguna decisión. Que viajaría al sur donde pensaba encontrar a un compañero del colegio, un  buen amigo cuya familia campesina conocía, y que pensaba quedarse un tiempo con ellos. Aseguró que volvería a hacerse cargo de su hermana cuando estuviera en condiciones de hacerlo. Nos pidió que lo perdonáramos, pero que por el momento no tenía otra opción que encargarnos a su hermana. Nosotros le aseguramos que la cuidaríamos bien, que no se preocupara porque somos familia, y que aquí estaremos siempre para ayudarlo cuando nos necesitara.

Al escuchar todo esto Lucila se emocionó y unas lágrimas asomaron en sus ojos. Qué buenas personas eran los parientes de Ambrosio. ¿Qué le habría escrito él en la carta? Pero no se atrevía a pedirla porque la conversación continuó referida a Matilde. Rosalba le contaba detalles de cómo era y cuáles eran las cosas que a la niña pudieran gustarle o hacerle falta.

Se pusieron de acuerdo en que la traerían el sábado siguiente con sus cosas, incluyendo la ropa de cama y todo lo que pensaran que pudiera servir.

Se hacía hora de regresar a Los Andes. Fueron a buscar a Matilde y los niños a la plaza. Lucila guardó en su pequeño bolso el sobre cerrado con la carta de Ambrosio. La leería después, cuando estuviera sola y tranquila, pues temía que Matilde y Rosalba le hicieran preguntas que tal vez no quisiera contestar.

Llegaron a Los Andes cuando empezaba a oscurecer. Fueron de inmediato a la pieza de Ambrosio a buscar el mensaje, que efectivamente encontraron en el suelo, en un rincón detrás de una caja. Seguramente alguna ráfaga de viento lo había desplazado, porque la ventana estaba abierta. Lo leyeron. Estaba dirigido a Rosalba. Le decía simplemente que se iba a Santiago a encontrar a sus tíos para prepararlos a recibir a Matilde, que fuera lo antes posible con ella, y que no se preocuparan de él porque estaría un tiempo en el campo en la casa de un compañero.

Lucila se despidió y se fue corriendo a su casa a encerrarse en su habitación. Abrió con cuidado el sobre y comenzó a leer.

 

Querida Lucila, querida amiga:

Perdóname no haberme despedido de tí ni haberte dicho que me iría de Los Andes. Es que estoy muy triste y no quiero llorar ni entristecerte a tí. Además, mi decisión de irme no tiene vuelta atrás, y sé que tu me insistirías para que no lo hiciera.

Pero sabes que te quiero mucho, y que sigues siendo mi mejor amiga. No quiero preocuparte y entristecerte con mis problemas. Debo pensar, estoy en un momento crucial en mi vida, y no sé qué es lo que debo ni lo que puedo hacer. Tengo que encontrarme conmigo mismo, superar mi dolor, y mis traumas, y eso creo que es algo que debo hacer solo. Espero que me comprendas.

¿Recuerdas que un día me preguntaste si creía en Dios y te dije que no podía creer en él? Pues, te cuento que en verdad tengo dudas, no sé qué pensar, pero sí sé que es importante saber si existe o no, porque de eso depende cuál es el sentido de la vida. Debo buscar la verdad, no puedo vivir en esta ignorancia en que estoy sobre una cuestión que me parece fundamental.

Algún día, cuando nos volvamos a encontrar, te contaré todo. Espero que en ese momento sea más grande y más seguro de mí mismo, y haya aprendido algo sobre el sentido de la vida.

Un beso

Ambrosio.

 

Lucila leyó la carta varias veces. Estaba emocionada. Esa noche pasó muchas horas sin dormir, pensando en Ambrosio. Pero a diferencia de las noches que había pasado casi en vela los días anteriores, ya no estaba angustiada. Ahora sabía que Ambrosio estaba vivo, triste pero vivo, y que le había mandado un beso.

Ambrosio había pensado en cada palabra de esa carta intentando decir a Lucila lo esencial. Hubiera querido compartirle todo lo que había pasado por su mente esa tarde, pero decidió no hacerlo para no entristecerla demasiado. Había repasado lo vivido desde aquél desdichado día en que murieron sus padres y en que para él todo cambió. Fue un golpe demoledor. Como un rayo que parte y quema el árbol desde el ramaje hasta las raíces, así el trágico accidente de sus padres lo había devastado.  

Ambrosio ya no sentía el dolor que lo había ensombrecido durante meses. Los primeros días no podía creer ni aceptar que sus padres no estuvieran con él y con su hermana y que habían quedado solos. Pensaba que todo no era más que una pesadilla y que la vida volvería a la normalidad. No atinaba a pensar en nada, su mente se había bloqueado y sus emociones se paralizaron. No lloró hasta el momento en que vió los ataúdes que contenían los cuerpos sin vida de sus padres descender y sepultarse bajo tierra. Fue un llanto inconsolable, incontenible, que se fue ahogando muy lentamente al tomar conciencia de que su hermana, su querida Matilde lo abrazaba llorando también ella amargamente.

Los días siguientes estuvo completamente desorientado, con su hermana que lo seguía como un cachorro recién nacido sigue a su madre. Se preparaban el desayuno y las comidas como hacían cuando sus padres estaban en el trabajo, pero Ambrosio había perdido el deseo de comer y adelgazó rápidamente. No atinaron a ir al colegio hasta que una profesora vino a su casa a saber de ellos. Ella los ayudó y acompañó durante los hechos que después sucedieron.

El corredor de propiedades les anunció que si no podían continuar pagando el arriendo de la casa debían dejarla. Como no tenían parientes en la ciudad, la profesora convocó a los apoderados del curso de Matilde dándoles a conocer la situación en que se encontraban los muchachos huérfanos. Una apoderada le sugirió que conversara con Rosalba, que era muy amiga de la madre de los jóvenes. Así consiguió que Rosalba los recibiera en su casa por la amistad que había tenido con sus padres. Aceptó hacerse cargo de ellos por unos meses, pero no quiso recibir ninguna de las pertenencias de los jóvenes, de modo que de acuerdo con Ambrosio y Matilde y con el apoyo de la profesora organizaron la venta de todas las pertenencias de la destruida familia, y regalaron al bazar de la parroquia lo que quedó sin venderse. Todo el dinero recabado lo pusieron en una cuenta de ahorros a nombre de los dos jóvenes. No era mucho, porque el automóvil quedó enteramente destruido y los muebles y artefactos usados no obtuvieron un buen precio; pero les estaba sirviendo en los gastos cotidianos.

La tristeza y el desánimo se fueron convirtiendo poco a poco en el estado en que Ambrosio vivió durante varios meses. Se encerraba en sí mismo y evitaba encontrarse con las personas que le recordaran algo de su vida familiar y escolar anterior al accidente. Solamente lo sacaban de ese estado los encuentros que empezó a tener con Lucila, que le devolvía la serenidad durante los paseos por el parque. Conversaban sobre lo que iban aprendiendo en el colegio, especialmente las materias de botánica y de literatura en que tenían la suerte de contar con muy buenos profesores. Caminaban por el parque, analizaban los libros que leían, se detenían a reconocer las variedades de arbustos y de flores que encontraban al pasar. Ambrosio evitaba hablar de sus problemas y hacer recuerdos de su vida anterior al accidente que le había cambiado el mundo.

En ocasiones Ambrosio sentía culpa y remordimiento al recordar situaciones y momentos en que había discutido con sus padres, o en que les había desobedecido. Se lamentaba interiormente de no haber sido más cariñoso con ellos, más servicial en las tareas de la casa, y de no haber sido tan buen estudiante como hubieran querido. ¿Irían sus padres pensando en él, distraidos por alguna preocupación que él les hubiera dado, en el momento en que fueron arrollados en el auto? Pero sabía que habían sido imbestidos por un camión conducido por un borracho que se salió de su calzada. Pensar en eso le permitía superar el sentirse culpable.

Lo que, en cambio, era un estado del que no se recuperaba fácilmente fue la rabia que a menudo sentía, la ira profunda que lo afectaba hasta el punto que empuñaba las manos con tanta fuerza que llegaba a hacerse daño. Al comienzo su rabia se dirigía al conductor del camión; pero se atenuó en parte cuando supo que estaba siendo enfrentado a la justicia, pero sobre todo cuando le llegó a sus manos un sobre con una carta en que el pobre hombre les pedía perdón. En el sobre se anunciaba a Ambrosio y Matilde que podían ir al juzgado de policia local a retirar un dinero correspondiente a la compensación que había fijado el juez.

Desde ese momento la rabia de Ambrosio por la muerte de sus padres se fue orientando hacia Dios, que había permitido que ocurriera algo tan injusto y cruel. Ambrosio nunca se había interesado en la religión porque sus padres no eran creyentes y en el colegio sólo había asistido a unas pocas clases de religión que consistieron en relatos bíblicos, interesantes e imaginativos, pero que a él no lo habían llevado a la fé sino a acentuar su interés por la historia y la literatura. Pero ahora la rabia lo llevaba a pensar en Dios y a dirigirse a él como nunca le había ocurrido anteriormente. Claro que no se trataba de alguna oración serena, ni tampoco de pedirle algún favor, sino de repetirle muchas veces que era injusto, cruel y por nada misericordioso como lo calificaba el profesor de religión.

La rabia contra Dios se fue extinguiendo junto con la creencia en que existiera realmente. Pero entonces lo que vino a instalarse en su mente fue una lánguida sensación de que la vida no tenía sentido, que la realidad no tenía consistencia, que el tiempo lo devoraba todo y que al final lo que primaba siempre sería el vacío, algo muy próximo a la nada misma. Si no existía Dios, si la muerte podía terminar de improviso con todo y se impondría siempre como el final de la existencia, si la realidad era eso tan cambiante y sin destino ¿cuál pudiera ser el sentido de la vida?

Una vez que Ambrosio se planteó esa pregunta existencial, ésta se fue apoderando de su mente y ya no la pudo abandonar, aunque muchas veces trató de hacerlo diciéndose simplemente que no encontraría nunca la respuesta porque, en realidad, la vida humana no tenía verdadero sentido.