TERCER TRAYECTO - XII. Los Aymaras.

Llegando a Santiago Ambrosio se dirigió inmediatamente a la casa de los tíos, donde esperaba encontrar a Matilde con Eduardo e Isidora. Se alegró mucho al ver que su hermana estaba ya instalada y asistiendo a clases en el Liceo Municipal. Se abrazaron con lágrimas en los ojos. Estaba preocupado. Después de lo visto en la empresa había comprendido los peligros que enfrentaría su hermana menor. ¿Sabía Matilde que en Santiago las muchachas debían cuidarse mucho y que de noche no podían andar solas por las calles como hacía ella tranquilamente allá en Los Andes? Los tíos vivían en una población popular en una de las Comunas pobres de Santiago. ¿Sabía Matilde que ser pobre era muy peligroso?

—No te preocupes, la tía me ha explicado esos peligros y me tiene muy cuidada, hasta el punto que no me deja salir después de que se pone el sol.

Ambrosio sintió alivio, pero insistió mucho en los cuidados que su hermana debía tener en la casa de los tíos donde estaba de allegada. Le recomendó sobre todo que fuera muy juiciosa, que colaborara en todo lo que pudiera con los trabajos de la casa, y que se mostrara siempre obediente.

Matilde le contó que Lucila había ido a verla el domingo anterior.

—Me encargó que te dijera que le escribas o que la llames.

Y agregó después de pensarlo un momento:

—Creo que está enamorada de tí.

—No digas tonteras Matilde. Somos muy buenos amigos, sólo eso. Además, pasará mucho tiempo antes de que pueda volver a Los Andes, porque ahora me iré muy lejos, al norte, donde me dijeron que era más fácil encontrar un buen trabajo en la minería.

—Pero no dejes de escribirle. Cuando vine la encontré triste y tú sabes que ella siempre ha sido muy alegre.

—Lo haré más adelante, porque ya mañana parto y no sé cuando tendré tiempo para ponerme a escribir tranquilo. Pero escríbele tú, dile que me viste y que estoy bien.

Cuando ya anochecía llegaron Eduardo e Isidora del trabajo. Ambrosio les contó que había estado trabajando en el sur como temporero agrícola, pero que el trabajo había terminado y que tenía ahora que viajar al norte donde esperaba un mejor empleo. Les dejó la mitad del dinero que había ganado y se reservó el resto, porque lo necesitaría para pagar el pasaje y vivir mientras no tuviera un nuevo trabajo.

El día siguiente en la mañana tomó el bus con destino a Iquique. Serían 24 horas de viaje. Había lavado su ropa, llenado de agua una botella desechable de dos litros y preparado cuatro huevos duros y varios sándwiches de queso y mortadela. Partía nuevamente a la aventura, en busca de su destino y de respuesta a sus preguntas sobre el sentido de la vida, que aún no encontraba.

Se pasó las primeras horas del viaje reflexionando. La experiencia del trabajo en la empresa de las flores y el haber compartido con los jóvenes  trabajadores  le había hecho comprender que el trabajo era una de las más importantes actividades que realizan normalmente los seres humanos, y que podía ser una actividad muy dura y cruel. ¿Trabajar para vivir, o vivir para trabajar? Era obvio que todas esas mujeres y esos hombres trabajaban para obtener escasamente los medios indispensables para vivir. Para aquellos jóvenes campesinos el destino de sus vidas no es y no será en el futuro otra cosa que trabajar duro, sin descanso y sin la merecida recompensa.

Había leído alguna vez que el trabajo dignifica; que en el trabajo las personas desarrollan su creatividad; que trabajando se entablan las mejores relaciones de camaradería y solidaridad; que mientras trabajan las personas aplican su inteligencia, su imaginación y su voluntad, desplegando sus capacidades y haciéndose fuertes, haciéndose hombres y mujeres de verdad. Pero Ambrosio no lo había experimentado así. Había visto y comprobado exactamente lo contrario: que el trabajo rutinario embota la mente; que los trabajadores son humillados y eso no los hace fuertes sino débiles y carentes de autoestima; que la camaradería que se da entre los trabajadores es superficial, y que más que la solidaridad predomina entre los asalariados la competencia y en muchos casos la envidia. Había sido parte de un modo de trabajar que debilita al hombre y a la mujer, que les enferman el cuerpo, les deprimen la mente y a menudo les corrompen el espíritu. Una cosa es lo que debiera ser el trabajo y otra cosa muy distinta lo que es en la realidad. Y esa diferencia entre lo que es y lo que debiera ser era aplicable a la sexualidad, a la política y a tantas otras cosas de la vida.

Pensando en todo esto Ambrosio se quedó finalmente dormido. Estaba cansado física y mentalmente. Se despertó varias horas después cuando llegaron al terminal de buses de La Serena. Una parada de quince minutos que aprovechó para estirar las piernas y comer algo de lo que había traído.

Cuando retomó nuevamente su asiento encontró que a su lado ya no estaba el mismo pasajero de la primera etapa, que había dormido durante todo el viaje. Lo ocupaba ahora una joven con lentes, de pelo corto, delgada y larguirucha, que lo saludó amablemente. Se llamada Josefina. Resultó ser una joven extrovertida y conversadora, de modo que las siguientes cinco horas que pasaron antes de que el bus hiciera su segunda parada fueron muy entretenidas e instructivas para Ambrosio.

Josefina había egresado de la carrera de antropología y estaba viajando al norte para realizar el trabajo de campo y recoger la información que necesitaba para su tesis de grado. La investigación versaba sobre  las creencias y los rituales de los aymaras. Ella estaba emocionada porque comenzaba en ese viaje un estudio sobre un tema que consideraba fascinante y que la convertiría en antropóloga, una profesión que le apasionaba.

Era tanto su entusiasmo que se pasó varias horas explicando a Ambrosio lo que sabía de los aymaras y las hipótesis que trataría de probar con la información que recogiera en terreno. Ambrosio, como le interesaban los temas religiosos, fue para ella un interlocutar ideal, que la escuchaba con atención y que solamente la interrumpía para hacerle preguntas inteligentes.

–Los Aymaras son una de las etnias más importantes de América del Sur. Hay repertos arqueológicos que remontan los aymaras hasta dos mil años atrás, los tiempos de Cristo, para que te hagas una idea. Se calcula que viven actualmente unos tres millores de aymaras, repartidos entre Perú, Bolivia y Chile. Esto porque con la guerra del Pacífico que estableció las fronteras entre Chile, Perú y Bolivia, los aymaras que eran una sola gran comunidad quedaron fraccionados y se perdieron muchos vínculos entre las distintas comunidades que formaban sus circuitos de producción, distribución y consumo. Pero siguen siendo y sintiéndose un solo pueblo, aunque las divisiones entre los Estados nacionales los separaron territorialmente. Los aymaras conservan su identidad y mantienen vínculos culturales más allá de su distinción por nacionalidades. Comparten una misma lengua, y en cada uno de los países realizan ritos ceremoniales que los congregan en unos mismos lugares de peregrinación y encuentro.

Josefina dijo todo eso sin detenerse y sin preguntarse si Ambrosio estaba interesado en escucharla.

—¿No te aburro?

—Al contrario. Me interesa mucho. Me gustaría  entender cómo es esa cultura que es capaz de resistir presiones tan fuertes.

—Sí! Es algo sorprendente, porque han resistido no solamente al Estado moderno y al mercado capitalista. Puede decirse que, en realidad, los aymaras son un pueblo que desde muy antiguo ha sufrido la agresión externa y los más variados intentos de asimilación, y sin embargo su cultura ha resistido todos los embates. Mira, primero fueron dominados por los Incas. Después, con la llegada de los colonizadores españoles, fueron sometidos por la cruz y por la espada, como se dice. Se los sacó de sus tierras y se los instaló en las encomiendas, y fueron obligados a trabajar en las minas de oro y plata. Los evangelizadores les predicaban su religión y les obligaban a participar en sus ritos, hablándoles contra lo que llamaban la idolatría de los indígenas que adoraban a la Pachamama y hablaban con las fuerzas de la naturaleza. Y finalmente están sufriendo desde hace dos siglos el dominio de los estados nacionales y de la modernidad. Los gobiernos han tratado de integrarlos mediante la educación pública nacionalista que les enseña de la patria y de las guerras nacionales. Después de la escuela, el intento de chilenizarlos o peruanizarlos o bolivianizarlos sigue a través del reclutamiento militar, donde son adoctrinados, disciplinados y obligados a vivir de modos tan distintos a los suyos. Y finalmente los capta el mercado capitalista que ha venido a integrarlos como trabajadores en las empresas mineras, en las pesqueras y en los fundos e industrias agropecuarias. A pesar de todo eso, los aymaras siguen manteniendo su identidad y su cultura.

—¿Y cómo se explica esa resistencia tan fuerte a través de tantos siglos de dominación?

—Eso es lo más interesante. Porque a diferencia de los mapuches en el sur, que eran un pueblo guerrero, orgulloso e inflexible, y que por eso han resistido quinientos años de dominación sin perder su identidad, los aymaras son uno de los pueblos más pacíficos y humildes que se conozcan. Podría decirse que nunca han sido independientes y que siempre han estado bajo el dominio extranjero.

—Y ¿entonces?

—Esto es precisamente lo que quiero estudiar en mi tesis de grado. Yo sostengo que la cultura aymara ha resistido porque nunca se han rebelado a los dominadores, sino que se han pacientemente sometido, humildemente, con la más notable flexibilidad y capacidad de adaptación. Y que ello se debe a su cosmovisión, o sea, a su filosofía de la vida. Esta es mi tesis, que ahora espero probarla en terreno.

—¿Es la primera vez que vas a encontrarte con los aymaras?

—No, he venido antes. Me pasé dos vacaciones de verano y los conozco bastante. Pero tú ¿a qué te dedicas? ¿Hacia dónde vas?

—Terminé el liceo el año pasado y necesito trabajar. Me dijeron que en las mineras del norte están contratando obreros.

Ambrosio  no quería distraer la conversación hacia sus asuntos porque estaba realmente interesado en lo que Josefina le estaba contando. Tratando de volver la conversación al tema de los aymaras le dijo:

—Podrá parecerte raro, pero estoy viajando y no me quedé en Santiago donde hubiera podido encontrar trabajo, porque me interesa conocer a la gente, las costumbres, las creencias, las religiones. Estuve con los Hare Krishnas, y también conozco bastantes creencias esotéricas. He conocido también algo de los evangélicos. La verdad es que ando en busca del sentido de la vida, que perdí cuando murieron mis padres en un accidente.

—Lo lamento, lo siento mucho. Bueno, pues, debieras conocer a los aymaras, que tienen mucho que enseñarnos a los occidentales.

—Cuéntame más de ellos. Me interesa eso de la humildad y la flexibilidad frente a los dominadores. Porque estuve trabajando en el sur en una empresa agrícola y los trabajadores, especialmente las mujeres, eran sometidas, explotadas y violentadas, y no se rebelaban; pero lejos de conservar su dignidad me pareció que la humillación de que eran objeto les hacía pensar que no valían nada. Me hubiera gustado verlos rebelarse y oponerse a la explotación.

—Bueno, lo de los aymaras es distinto. Ellos tienen una cultura milenaria y una identidad como pueblo. Son humildes pero de una dignidad sorprendente. Te cuento más.

—Sí, por favor, me interesa mucho.

—Te cuento lo que yo pienso. Lo primero que hay que tener en cuenta es que los aymaras viven en unas condiciones climáticas muy duras, bastante extremas y cambiantes. La mayor parte de los aymaras vive en el altiplano andino, por sobre los 3.500 metros de altura sobre el nivel del mar. Una zona de montañas y quebradas, azotada por un clima inclemente y enteramente caprichoso, donde se suceden en breve tiempo días de lluvias, heladas y granizadas y otros de sequía y de sol abrasador. El sucederse del calor y el frío, de las inundaciones y de las sequías, con la amenaza intermitente de rayos y truenos, las granizadas feroces, implica que la subsistencia en esos lugares aislados e inhóspitos requiere una gran flexibilidad y capacidades de adaptación extraordinarias.

—Entiendo. Pero el adaptarse a los cambios externos ¿no es acaso lo que lleva a las personas a perder su identidad cultural?

—Ahí está el nudo del asunto. Para los aymaras esos cambios no son ‘externos’, como algo que ocurre fuera de ellos y que los obliga a cambiar. Para ellos la naturaleza con todos sus fenómenos climáticos, lo mismo que las plantas y los animales, las montañas y los ríos, son en cierto modo parte de ellos mismos. A nosotros nos cuesta entender esto porque tenemos una conciencia del yo individual como algo separado del mundo. Yo he tratado de comprender lo que los aymaras sienten en este sentido, estudiando otras culturas, especialmente orientales. Y sólo puedo decirte que esa identificación con la naturaleza, con la flora y la fauna, y con la propia comunidad de los humanos, es una especie de vivencia mística. Para los aymaras todo está vivo, todo vive, y ellos son un componente de la vida general. Esta es la hipótesis que guía mi estudio y que intentaré comprobar.

—Un pueblo místico, una cultura mística musitó Ambrosio Pero ¿qué tiene que ver eso con la aceptación de la dominación extranjera.

—Bueno, es por eso mismo. Los dominadores, sean los incas, los españoles, los chilenos, los curas y los empresarios, no son externos para ellos, no son enemigos, no son agresores. Son vivientes igual que las montañas, las granizadas y las heladas. Son todos parte de su propia realidad.

—¿Y cómo llegaste a esa teoría?

—Conversando con ellos me he ido dando cuenta de cómo sienten el mundo. Los antropólogos, que son científicos sociales, se han interesado en conocer lo que piensan los aymaras, en identificar sus creencias. Saben cómo piensan los aymaras, pero se les escapa comprender cómo sienten, porque el único modo de llegar a eso es sentir como ellos.

—¿Y tú? ¿Tú sientes como ellos?

—No lo sé, creo que me he acercado cuando estoy con ellos. Un día, participando en un rito especial que llaman ‘huilancha’, tuve algo así como una experiencia mística. Me sentí unida, integrada, formando parte de la comunidad, de la vida que surge de la tierra, y sintiendo la chacra y las montañas como si fueran parte de mi propio ser. No te lo puedo explicar mejor. Fue algo muy especial.

El bus se estaba deteniendo frente a un restaurante rústico a la orilla de la carretera. Era la segunda y última parada antes de que se hiciera noche y emprendieran el tramo más largo del viaje.

Ambrosio lamentó la detención porque interrumpió la conversación. Debían aprovechar de estirar las piernas, pasar al baño, comer. Cuando volvieron al bus y reemprendieron la marcha era ya de noche, habían cerrado las cortinas de las ventanillas y unos minutos después se apagaron las luces. Se suponía que era hora de dormir, y efectivamente Josefina instaló su cabeza en un pequeño cojín y pocos minutos después dormía plácidamente. Ambrosio se quedó pensando en lo que ella le había contado; pero al rato también lo dominó el sueño.

Despertaron cuando el bus estaba entrando a Iquique. Ya era de día y los pasajeros habían comenzado a moverse y prepararse porque estaban llegando a destino.

Ambrosio pensó que no podía dejar de aprovechar la oportunidad que se le abría para conocer el sentido de la vida de ese pueblo aymara tan especial. Mientras los pasajeros que iban en las primeras filas descendían del bus le dijo a Josefina:

—¿Sabes? Quisiera conocer a los aymaras. Lo que me has contado de ellos me parece fascinante. ¿Cómo podría...?

—Dentro de algunas semanas habrá una importante fiesta de tipo carnaval que se celebra cada año y allí se juntan cientos y miles de aymaras.

Se bajaron del bus. Josefina recogió su mochila y se acercó a Ambrosio para despedirse. Este no quería dejarla ir y perder el contacto. Ella tenía mucho que enseñarle y él muchas preguntas que no pudo hacerle durante el viaje.

—Por favor, me puedes orientar un poco. No conozco esta ciudad.

—¿Hacia dónde vas? Dame la dirección.

—La verdad es que no sé adonde iré. No conozco a nadie aquí; pero tengo todo el día a disposición, y me pondré a buscar donde dormir y a buscar algún trabajo.

—Entonces no sé como orientarte. Tal vez debes ir a la Municipalidad y hablar con una asistente social.

—Buena idea. Lo haré. Pero, sabes, me quedé muy entusiasmado con lo que me contaste de los aymaras, quisiera conocer mucho más, y si me fuera posible, compartir unos días con ellos.

Josefina se quedó pensando. Se le había ocurrido una idea. Necesitaba un ayudante para su investigación. Alguien inteligente que tomara notas, estuviera en las entrevistas grabando las conversaciones, observando los ritos y tomando apuntes de todo lo que sucediera.

—¿No quisieras ayudarme en mi investigación?

—¿Me lo dices en serio? Yo feliz de hacerlo.

—Pero no tengo cómo pagarte. Tendrías que ser un ayudante voluntario.

—Por mí está bien, en verdad muy bien. Tengo algún dinero que traje pensando en que no encontraría trabajo muy luego.

—A ver si lo podemos arreglar. Yo tengo alojamiento en una parroquia donde vive un cura holandés que es también antropólogo y que es mi guía de tesis. Puede que tenga también un lugar donde puedas dormir. Para comer nos arreglaremos fácilmente. Los aymaras son gente que comparte lo que tiene, y nosotros compartiremos con ellos lo que podamos.

Josefina y Ambrosio enfilaron rumpo a la parroquia del cura antropólogo. Ella le fue explicando en qué consistía lo que necesitaba de un ayudante de investigación de campo. Se entusiasmaban mutuamente con lo que iban a hacer.