VI. Dudas.

Ambrosio y Gabriel se quedaron hasta tarde en el ashram compartiendo los trabajos que hacían los devotos en el huerto orgánico y en la cocina. Había también un taller donde dos mujeres hacían esculturas y pinturas que reproducían las imágenes de las Deidades. La muchacha de la sonrisa que había encantado a Ambrosio producía cirios aromatizados con flores, a los que daba caprichosas formas. Trabajaba concentrada, pero detuvo su actividad un momento para explicarles que todo lo que estaban produciendo en el taller sería destinado a la venta, al igual que algunos libros cuidadosamente diseñados que se encontraban apilados en una estantería. Era parte del trabajo cotidiano de los devotos, que debían generarse los medios de su subsistencia y ganarse los dineros que destinaban a ampliar las instalaciones del ashram y a la difusión de sus creencias.

Cuando ya se ponía el sol y los devotos se disponían a entrar nuevamente al templo a realizar las alabanzas vespertinas al señor Krishna, Ambrosio y Gabriel se despidieron de quienes tan amablemente los habían acogido.

Mientras iban bajando por el camino de tierra que los llevaría a la ciudad fueron intercambiando las opiniones que les merecían los diversos aspectos de la experiencia tan singular que habían vivido.

—Es una vida muy interesante y atractiva la que llevan estos devotos de Krishna —comentó Ambrosio.

—No lo sé, no estoy tan seguro. Hay muchas cosas que me gustan, pero otras me parecen distorsiones incompatibles con una buena vida, por más que apunten a alcanzar la perfección espiritual.

Fue la respuesta de Gabriel, que hizo recordar a Ambrosio que el profesor de filosofía del colegio repetía siempre que la filosofía era el espíritu crítico del mundo.

—Sí, el gurú parece una buena persona, pero está lejos de alcanzar la devoción pura de la que habla.

—¿Por qué lo dices?

—Porque se atribuyó a sí mismo la clarividencia que otorga la devoción pura, al haber descubierto al que te robó la cámara. Pero en eso no dijo la verdad. Porque fui yo que le dije que el ladrón era ese pelado pintarrajeado.

Ambrosio le contó entonces la conversación que había tenido con el gurú, que no tenía idea de quien era el ladrón hasta que él le había dado los indicios.

—Putas! El muy vivaracho se aprovechó de la situación haciendo creer a los devotos que tenía el don de la clarividencia. Con eso aumentó su prestigio y su autoridad ante los devotos.

—Y su capacidad de controlarlos — acotó Ambrosio —, porque todos estarán ahora temiendo que cualquier cosa indebida que realicen podrá ser descubierta por el gurú.

Al decir esto Ambrosio recordó que cuando era niño estaba convencido de que su mamá tenía el don de la clarividencia, porque tantas veces, cuando hacía a escondidas alguna pillería, su mamá lo reprendía, incluso en el momento mismo de hacerla, aunque ella estuviera en la cocina y él en el comedor.

—Además —agregó Ambrosio—, me pareció que enseña una doctrina religiosa en forma autoritaria y dogmática, sin mostrarse dispuesto a razonar ante preguntas que puedan poner en duda sus enseñanzas.

—Claro, porque dicen que son revelaciones directas del señor Krishna al que adoran como a Dios. Antes de venir estudié bastante sobre las creencias de los Hare Krishna, y la verdad es que me parecen un conjunto de cuentos entretenidos y muy bien armados, pero que no resisten ningún serio análisis histórico y teórico.

—No sé. En todo caso, eso del maligno Kali que se apoderó el año 3.201 de la tierra iniciando una era de confusión e hipocresía es algo que no se puede creer de verdad.

—Aunque mucho de cierto hay en eso de que la confusión y la hipocresía están instalados y dominando en nuestro mundo —comentó Ambrosio.

—Otra cosa muy rara es lo que se cuenta en los Vedas respecto a cómo se presentó la suprema personalidad de Dios entre los humanos. Dicen que había una guerra entre parientes, y que el señor Krishna se apareció frente a dos hermanos que luchaban uno contra el otro. Les dijo que podían escoger, ofreciéndole al que lo quisiera, entero su propio ejército, mientras que el otro se quedaría con sus consejos y enseñanzas. Así, el señor Krishna se convirtió en el áuriga del carro de Arjona, uno de los hermanos, y a él le fue enseñando y trasmitiendo el Bhagavad Gita, que contendría todo lo que deberían saber los hombres para alcanzar la felicidad y la realización del propósito principal de la vida, que sería adorar al Dios Visnú y alcanzar la conciencia de Krishna hasta, finalmente, lograr la devoción pura y perfecta.

—Yo pienso, Gabriel, que a los que están dentro de esta religión, todo eso les parece una historia perfectamente verdadera, sin darse cuenta de lo rara que es.

—Sí —agregó Gabriel—, igual como les pasa a los cristianos, que no les parece nada raro que Dios creador de todo el universo decidió un día, hace unos dos mil años, hacerse hombre, nacer de una madre virgen, vivir en una pobre aldea rural de una etnia hebrea sometida al dominio romano, predicar a un grupo de muy rústicos seguidores una elevada enseñanza moral que no estaban en condiciones culturales de comprender, y que fue al poco tiempo condenado, crucificado, muerto y sepultado. Y todo eso con el propósito de compensar a Dios por los pecados de Adán y Eva que fueron expulsados del paraíso terrenal por desobedientes, lo que contradice todo lo que sabemos hoy sobre la evolución de las especies. Y más raro e insólito aún,  es que ese hombre crucificado resucitó de la muerte como si nada, y después de estar unos pocos días más con los discípulos, ascendió a lo alto y estaría esperándolos en quizás qué lugar del cosmos.

—Bueno, sí, es todo raro. Pero si uno cree en Dios, entonces todo puede creerse, porque Dios puede hacer lo que quiera y venir a la tierra en las formas y en los tiempos que le parezcan oportunos.

Gabriel no rebatió este argumento de Ambrosio; pero agregó:

—Las historias que cuentan los cristianos, los hinduistas, los budistas y los zoroastrianos, son todas distintas, pero tienen cosas parecidas. Siempre está Dios encabezando todo, preocupado de la maldad que se extiende entre los hombres y mujeres de la tierra, por lo que decide intervenir enviando un mensajero, o tomando él mismo un cuerpo y una personalidad humana, todo con el propósito de enseñar a los hombres los comportamientos que son del agrado del creador, y denunciamdo aquellos malos hábitos y costumbres que dañan a los propios seres humanos.

—¿Y qué te parece el modo de vida de estos devotos? A mi me parece que son bastante felices con lo que hacen.

—Me gustan algunas cosas, pero no otras. Que no coman carnes ni beban alcohol ni consuman estupefacientes y drogas adictivas, tiene sentido. Tiene sentido respetar de ese modo a los animales, y puede ser una forma de alimentación y de vida sana, que ayude a calmar la ira y las pasiones. Tal vez, no lo sé, pero puede ser. Lo que a mi no me parece bien es la prohibición del sexo, que se acepta solamente con el objetivo de la procreación. Eso exige una represión tremenda. Si Dios quisiera eso, tendría que ser bastante cruel por haber puesto en nuestro cuerpo y mente unos deseos sexuales tan fuertes, que me parece inhumano reprimir. Cuántos casos hay de religiosos que habiendo reprimido sus deseos sexuales normales, terminan desatando comportamientos que son verdaderas aberraciones.

—Sí —confirmó Ambrosio— a mí, cuando yo era muy chico, mi madre me hizo creer que el sexo era algo malo y pecaminoso. Después nunca volvimos a tocar el tema.  Pero yo no puedo estar de acuerdo con eso.

—¿Te vendrías a vivir al ashram de los Krishna?

—No, no —se apresuró a responder Ambrosio; pero luego cambió de idea y dijo riendo: —Pero tal vez sí, para estar con esa chiquilla de la sonrisa encantadora.

—Ahh! ¡Eres un pervertido! Veo que el maligno Kali te tiene atrapado.

Rieron con ganas. Pero la conversación se interrumpió en ese punto porque habían llegado a la ciudad y era el momento de tomar la locomoción que los llevaría a sus casas.

Gabriel quería continuar profundizando la conversación. Como egresado de filosofía le gustaba mucho hablar sobre temas profundos, y se había dado cuenta de que Ambrosio era un buen interlocutor.

—Te invito a mi casa. Puedes quedarte sin problemas. Vivo con mis padres pero en una casa separada, y ellos no se molestan cuando viene algún compañero a estudiar o a hacer una tarea y se queda a dormir.

A Ambrosio la invitación le resolvía un problema, pues era tarde y no estaba seguro de encontrar ese día el pasaje que lo llevaría al sur donde lo esperaba su amigo. La alternativa de volver donde sus tíos no le resultaba atractiva, de modo que aceptó con gusto quedarse con Gabriel. La conversación le estaba resultando también muy interesante y pensó que era importante continuarla.

Ambrosio se quedó varios días en la casa de Gabriel, que no era propiamante una casa sino un pequeño departamento interior al fondo del patio de una casa grande donde vivían los padres del joven. La puerta daba directamente a un lugar que Gabriel  llamaba living, porque en él estaba un sofá de tres cuerpos y muchos cojines repartidos en distintos lugares; pero era una habitación de múltiples usos, que incluía una cocina, un lavaplatos, un viejo refrigerador y un televisor. Por una puerta lateral se entraba a un baño con ducha, y por otra a una pieza casi enteramente ocupada por una cama doble. Todas las murallas estaban atiborradas de fotografías y afiches de distinta procedencia. La casa no se veía demasiado desordenada, porque no había en ella mucho que desordenar, con excepción de una gran cantidad de libros amontonados en varios lugares.

Allí Gabriel vivía de modo casi totalmente independiente, porque como ya había terminado la Universidad sus padres decidieron que sus responsabilidades con el joven habían cesado, que ya era grande y que se las tenía que arreglar por su cuenta. Y en efecto se las arreglaba bastante bien como fotógrafo de matrimonios, fiestas escolares y otros eventos.

En esa casa Ambrosio y Gabriel tuvieron durante los días siguientes unas muy interesantes conversaciones que, poco a poco fueron derivando hacia la política, un tema que interesaba más a Gabriel que a Ambrosio.