OCTAVO TRAYECTO - XXXVIII. Reencuentro.

Pasaron los meses y se acercaba el fin del año escolar. Ambrosio ya no iba todos los días a encontrarse con Matilde porque debía dedicarse a sus estudios y ella no lo necesitaba; pero rara vez pasaba una semana sin que se encontraran. Cada vez que lo hacían tenían tantas cosas que contarse, tantas ideas, tantos proyectos, tantas emociones que compartir.

—Cuando sea grande voy a ser escritora— Le dijo en una ocasión Matilde a Ambrosio.

—¡Eso me gusta, hermanita! ¿Sobre qué quisieras escribir?

—Escribiré novelas que cuenten la vida de personajes inquietos, apasionados, que se la juegan por lo que piensan.

—¿Has escrito ya algunas cosas? ¿Algún cuento, o algo así, que yo pueda leer?

—Sólo las tareas que nos ha dado la profesora de Lenguaje. Siempre me felicita y aconseja que lea novelas y poesías. Me recomienda autores antiguos, los clásicos. Yo leo también novelas actuales; pero pocas me gustan, porque la mayoría cuentan historias sórdidas, personajes oscuros, desorientados y vacíos, o pérfidos y violentos. Lo que buscan esos autores es impactar a los lectores con lo peor de la especie humana. Creo que es para vender más, pero a mí no me gusta lo que rebaja al ser humano. Hay algunos que escriben maravillosamente, pero no tienen nada importante que decir. De todas maneras, me encanta leer, y leo de todo un poco. Me gustan los cuentos de ciencia ficción, que te llevan a imaginar todo tipo de mundos posibles, y te hacen pensar. Creo que en todo el colegio soy la que más libros pide en la biblioteca. Y me paso horas imaginando historias, pero no las escribo, y después se me olvidan.

—Yo también leo mucho. Pero libros de historia. La historia me fascina. Leo de todo, monografías de hechos puntuales, biografías de personajes famosos, y grandes obras que describen y analizan períodos históricos enteros.

Matilde se quedó pensando, Luego dijo:

—La historia es el pasado de la humanidad. La literatura es la que nos abre al futuro. Esto se me acaba de ocurrir. Lo tomaré como tema de alguna próxima composición que nos pida la profesora.

—Yo no estoy tan de acuerdo con lo primero que dijiste. Pienso que la historia no es solamente lo pasado, sino que está toda entera en el presente.

—Me lo tendrás que explicar, porque no te entiendo.

—Está bien, pero dejémoslo para otro día. Cuéntame de tu colegio, de tu curso.

Matilde le contaba todo con detalles. Nadie como ella estaba tan atenta a lo que sucedía en la clase, entre sus compañeros y con los profesores. Y como tenía una memoria excepcional, los relatos que le hacía a su hermano eran minuciosos y entretenidos.

Con alguna frecuencia Ambrosio iba también a la casa de Gabriel, que vivía ahora establemente con Laura. Era una mujer inteligente y simpática. Ambrosio comprobó que Gabriel había hecho progresos notables con la fotografía artística y le insistía para que proyectara una exposición de sus mejores fotos. A veces se juntaban con Julia y Roberto y se ponían a cantar. En ocasiones invitaban a Consuelo, que ya no estaba pololeando con Jorge, por lo cual resultaba mucho más entretenida y conversadora de como Ambrosio la había conocido. También aparecía Marcos, que ya se había olvidado de su amor por Stefania y había ahora empezado a enamorarse y a prestar todo tipo de atenciones a Consuelo, que tampoco le daba mucha bola, pero eso a él no le importaba demasiado.

La Universidad había decepcionado a Ambrosio. Cuando soñaba con entrar a la Universidad se había creado la imagen de una comunidad académica profundamenta interesada en el conocimiento, donde se formulaban preguntas y se buscaban respuestas, se realizaban investigaciones y se organizaban debates y diálogos serios entre puntos de vista diversos, buscando apasionadamente respuestas rigurosas y conocimientos cada vez más comprensivos. Había imaginado que la Universidad era una comunidad de estudios y de aprendizajes seriamente motivada por discernir el sentido de los procesos históricos, el significado de las artes y las dinámicas de  las ciencias; en fin, la Universidad como sede del saber, del diálogo intercultural e interdisciplinario, conciencia lúcida de la sociedad. Se había encontrado, en cambio, con docentes que no tenían un pensamiento propio sino que repetían lo que habían aprendido en los libros, limitándose a sintetizar eclécticamente a los distintos autores y corrientes historiográficas.

Había supuesto también que conversaciones como las que mantenía con Gabriel y sus amigos serían habituales entre los estudiantes. Pero eran muy pocos los compañeros motivados en ir más allá de lo que se les exigía para las pruebas y los exámenes. En contraste, se hablaba mucho de política, siendo general la adopción de postulados ideológicos de izquierda, que mientras más extremos más gozaban del aprecio de los compañeros. Sorprendía a Ambrosio que las discusiones, incluso acaloradas, versaban sobre las interpretaciones filológicas de los textos de los autores a que hacían referencia, en las que interesaba discernir el ‘verdadero’ pensamiento de tal o cual autor y no la correspondencia de las ideas con los procesos y las realidades históricas. Entender lo que realmente había querido decir Marx en tal o cual párrafo era más importante que preguntarse si aquello mantenía validez en la sociedad actual. Esto se daba por descontado, sin mayor criticidad.

Las claves de interpretación de los procesos y los hechos históricos que predominaban entre los docentes eran los intereses económicos de las clases dominantes, las estructuras de poder en los estados, y las fuerzas militares que en cada ocasión pudieran ser desplegadas por los contendientes.

Ambrosio se sorprendía de que fueran muy escasas las referencias a las elaboraciones filosóficas, a las concepciones científicas, a las creaciones artísticas, a las escuelas literarias, a las convicciones religiosas y a las corrientes espirituales.

Era el conocimiento de estos procesos culturales lo que Ambrosio esperaba que se enfatizara, pero los docentes parecían pensar que no eran tan importantes para comprender la historia de la humanidad como los intereses económicos y los conflictos políticos. Por las respuestas que había obtenido a algunas preguntas que sobre estos temas formulaba a veces en clase, había llegado a la conclusión de que la mayoría de los académicos sabía muy poco sobre estas dimensiones culturales de la historia, ignorancia que los llevaba a menospreciarlas. Siempre que alguien hacía referencia a ello se pasaba rápidamente a hablar de las clases sociales y de los poderes políticos.

La falta de respuesta a sus inquietudes intelectuales llevó a Ambrosio a buscar conocimientos en seminarios y en cursos sobre historia de la filosofía, historia del arte, historia de la literatura, historia de las ciencias, historia de las religiones, que se ofrecían en otras facultades y en otras universidades. No existiendo en las universidades ningún control de entrada a las salas de clases, Ambrosio simplemente asistía a esos cursos cada vez que los horarios se lo permitían, sin que nadie advirtiera que no era un alumno regular de las asignaturas.

Este desplazarse por diferentes recintos universitarios deparó a Ambrosio un encuentro tan inesperado cuanto deseado. Al salir apresuradamente de un aula en la Facultad de Ciencias de la Universidad Católica para dirigirse a su escuela donde le tocaba una clase de historia de Chile, casi choca con Lucila, su gran amiga y compañera del colegio, que no veía desde que hacía ya dos años se había ido de Los Andes en busca de sus tíos.

—Disculpa— le dijo Ambrosio sin reconocerla.

—Ambrosio ¿eres tú? ¡Qué sorpresa!

—¡Lucila! ¡Tenía tantos deseos de verte!

Se saludaron con un beso en la mejilla, como dos amigos que se encontraran habitualmente y no hubiera pasado tanto tiempo desde la última vez que estuvieron juntos.

—Yo también quería verte; pero estoy enojada contigo porque te fuiste sin avisarme. Eso no se hace con una amiga. Me preocupaste demasiado.

Ambrosio sintió que las palabras de Lucila eran duras, sobre todo después de tanto tiempo sin verse; pero no tenía nada que replicar. Se dió cuenta de que un joven se mantenía al lado de Lucila. Ella los presentó, limitándose a decir sus nombres.

—Ambrosio, Gerardo.

Dirigiéndose a Ambrosio agregó: —Tenemos que conversar. Pero ahora no puedo, porque voy  atrasada a rendir una prueba. Pero, anota el teléfono de mi casa donde me puedes llamar en la noche, después de las ocho.

Ambrosio anotó en su mano el número que le dictó Lucila. Le aseguró que la llamaría en la noche y se despidieron con un rápido beso en la mejilla. Ambrosio y Gerardo se saludaron con un vago gesto.

De este sorpresivo y breve encuentro con Lucila, Ambrosio se quedó con una sensasión extraña. Por un lado estaba feliz de haberla visto, por otro lado estaba triste por el modo tan poco expresivo, tan frío, en que se habían saludado. Hubiese querido abrazarla y que ella lo abrazara, expresando la emoción de un reencuentro hondamente deseado por ambos.

Trató de explicarlo por el hecho de haberse encontrado de repente y cuando tanto ella como él iban aceleradamente a sus respetivos compromisos de estudio. A las pruebas no es que se pueda entrar cuando se cierra la puerta del aula. También pensó en Gerardo. ¿Será que están pololeando, o que sean pareja? Pensar esto lo puso aún más triste, pues si bien nunca se habían declarado amor, en algún momento los dos creyeron, cada uno por su lado, que estaban enamorados.

Lucila también se quedó triste por el modo duro y frío en que lo había tratado. No entendía por qué lo había hecho. Había pensado tanto en Ambrosio durante esos dos años. Había soñado con él. Pero estaba dolida por su ausencia, y pensaba que para Ambrosio no debiera haber sido tan difícil encontrarla si se lo hubiera propuesto seriamente. Ella, en cambio, aparte de ir a ver a Matilde hasta que vivió en la casa de los tíos no pudo hacer nada más. Y justo dos días antes de este encuentro inesperado, había decidido olvidarse de Ambrosio y comenzar un romance con Gerardo, un buen compañero de curso que desde hacía meses le manifestaba su amor de distintas formas. Finalmente había aceptado iniciar una relación afectiva con él. Lo había hecho porque no era justo quedarse sola en espera de alguien que quizás no volvería a ver nunca. ¿Por qué Ambrosio no había aparecido tres días antes? Sólo tres días, y el encuentro hubiera sido tan diferente.

A las ocho en punto Ambrosio llamó a Lucila, que se había sentado al lado del teléfono esperando su llamada.

—Tengo una idea —le dijo Ambrosio—. Te invito a cenar.

—De acuerdo. ¿Dónde vamos?

—Es en el barrio alto, en Las Condes. Conozco un  restaurante donde trabajé como mozo y ayudante del chef, que es realmente un maestro en la cocina. Es un hombre algo raro, pero buen tipo, con el que nos hicimos amigos, ya lo vas a conocer.

—De acuerdo con eso. Sí, vayamos donde tu amigo, aunque imagino que será un restaurante muy caro.

—Es que nuestro reencuentro merece que lo celebremos con lo mejor. ¿No te parece? Te gustará. No es difícil llegar porque queda cerca de la estación Manquehue del Metro.

—¿A qué hora nos vemos?

—¿Te parece en una hora? ¿A las nueve, en la estación del Metro?

Lucila pensó que encontrarse con Ambrosio, y todavía más si irían a un restaurante del barrio alto, merecía que se diera una ducha y se preocupara un poco de la presentación.

—Digamos a las nueve y media.

—Bien, a las nueve y media, a la salida de la estación Manquehue.

Ambrosio llegó a la cita diez minutos antes y Lucila diez minutos después de la hora convenida.

—¡Qué hermosa y atractiva estás!

—Es que tenía que hacer méritos para ir a cenar a un restaurant del barrio alto.

Se dieron el abrazo emocionado que hubieran querido darse en la mañana pero que no lo habían hecho inhibidos por la presencia de Gerardo.

Apenas cruzaron la entrada al restaurant apareció José, que haciendo con evidente afectación y humor una reverencia y un movimiento de bienvenida con el  brazo les dijo, en un tono de voz que dejaba entrever una escondida emoción:

—Miren quién aparece aquí, el hermoso Ambrosio, el ingrato que nunca más vovió después de que dejó de trabajar conmigo. Y acompañado por esta bella señorita. Mis respetos, señorita.

—Es Lucila —la presentó Ambrosio, que mirando a Lucila agregó: —Y José es el mejor chef de cocina de todo Chile, que me enseñó mucho sobre el arte del gusto y del olfato.

—Y de la vista también —agregó José. —Un buen plato debe no sólo ser sabroso y perfumado sino también combinar con arte la luz y los colores de los distintos componentes de un plato. Y agregó, dirigiéndose a Lucila:

—Ambrosio sabe que yo aquí soy como el dueño, soy el rey. Los atenderé personalmente, y si me lo permiten, al final después del postre, me sentaré unos  minutos con ustedes. ¿Me dejará sentarme unos minutos con ustedes, señorita Lucila?

—Por supuesto que sí, con mucho gusto.

—Gracias Lucila. Pero vamos a lo nuestro. Una vez, a petición del hermoso aquí presente, inventé un plato especial para filósofos. No se ha vuelto a presentar la ocasión de prepararlo porque los filósofos escasean aquí. Pero, en cambio, me gustaría ofrecerles hoy una cena especial para jóvenes enamorados. Algo sencillo, pero rico. Distinto a un plato para enamorados mayores, o de la tercera edad, que también los hay. ¿Me dejan hacer?

Ambrosio y Lucila se miraron y en seguida, vueltos al chef asintieron al unísono.

—¡Excelente!

—Bien; pero tendrán que esperar, así que, mientras tanto, les mandaré con mi ayudante una tabla de bocadillos y una botella de medio litro de buen vino blanco, para empezar.

El chef se retiró haciéndoles una venia y se encerró en la cocina.

—Muy simpático tu amigo chef. Estaba emocionado de verte. Me da risa que te llame ‘hermoso’.

—Sí, es una buena persona. Y sabe llevar tan bien, de manera tan natural y con humor su condición de gay, que hasta me alegro de que lo sea.  

—Ahora quiero que me lo cuentes todo, en detalle, desde que te desapareciste de Los Andes hasta hoy. Lo último que supe de tí fue que no llegaste al parque donde te esperé como dos horas, y que esa noche te despediste de Matilde diciéndole que la querías mucho, mucho, mucho. Y que te fuiste sin darle una explicación. Ah, sí, dejaste una nota a Rosalba, y una carta para mí en la casa de tus tíos y que sólo pude conocer días después de que te buscamos por cielo y tierra.

—Uy! Fuí tonto, lo sé, estaba deprimido, y no quería que lo supieran. La verdad es que no pensé en nada, solamente en que debía resolver la situación de Matilde, porque ya no podíamos quedarnos en la casa de Rosalba. ¿Me perdonarás algún día?

—Te perdonaré, pero sólo después de que me lo cuentes todo.

—Pero también quiero saber de tí, cómo estás, lo que has hecho, lo que haces, en fin, todo.

—Después. Creo que quedará para otro día, porque ahora tienes mucho que contarme.

En ese momento el  mozo del restaurant les sirvió una tabla de quesos, salames y bocadillos y les dió a probar un exquisito vino blanco frío. En seguida Ambrosio empezó un largo relato de las vicisitudes que había vivido durante esos dos años, los trabajos que había realizado, los encuentros con amigos, las aventuras y desventuras acaecidas, y finalmente sus estudios. De todo lo que había vivido solamente excluyó algunos detalles de lo que había pasado entre él y Madayanti y con Stefania.

La cena, acompañada ahora por un rico vino tinto fue realmente exquisita, porque José se esmeró especialmente en ella. Solamente un  par de veces se acercó a la mesa de los jóvenes para preguntarles si querían algo más y para recibir, por cierto, las alabanzas que merecía su arte culinario.

En un momento en que dejaron de conversar porque el mozo se había acercado a preguntarles algo, Ambrosio alcanzó a insinuar una pregunta sobre Gerardo. Tenía gran curiosidad y el deseo intenso de que fuera un buen compañero de estudios de Lucila y nada más.

—No, hoy hablaremos solamente de tí. De mis asuntos y de mis amigos te contaré otro día. Ya sabes, es para perdonarte de haberte desaparecido sin despedirte.

Lo que temía Lucila era que Ambrosio le preguntara si estaba sola o con alguien. No podría mentirle a su amigo, pero tampoco quería decirle que estaba saliendo con Gerardo.

Ya pasaban tres horas desde que se sentaron a la mesa, y varios comensales habían empezado a retirarse del restaurante. José se acercó entonces a los jóvenes y se sentó con ellos. No tenía dudas de que eran una pareja de enamorados celebrando alguna ocasión, y los trató como tales. Ambrosio y Lucila no lo desmintieron y tomaron con alegría las ingenuas chanzas que les hizo el chef a propósito del plato que les había preparado “con malicia”. Después de informarse brevemente sobre las carreras que estaban estudiando en la universidad les dijo que, cuando quisieran o lo necesitaran, podrían ir a trabajar al restaurante en la atención de los clientes.

—La cuenta te espera en la caja— le dijo finalmente a Ambrosio. Sólo los vinos y la tabla, porque los platos y el postre de los enamorados no constan en el menú del restaurante por lo que no tienen precio, y yo se los preparé con especial cariño para ustedes.  Mientras vas, acompañaré a Lucila.

Cuando Ambrosio estaba pagando en la caja Lucila le preguntó al chef si era verdad que podría trabajar como mesera.

—Es verdad. Por el momento hay un turno disponible los martes y miércoles. Tendrías que presentarte a las siete de la tarde y trabajar hasta esta hora. Te aseguro que las propinas son buenas.

—Vendré el martes sin falta, a las siete en punto estaré aquí. ¿Y algún día me podrá enseñar algunos secretos de cocina?

—¿Platos para enamorados quieres aprender? Puede ser, puede ser. Pero debo confesarte que no me gustan las mujeres como ayudantes de cocina, porque creen saberlo todo, y además se quejan de que las mando demasiado, y me ponen de mal genio.

—Yo estaría calladita y sería dulce y obediente. Además, no sé cocinar casi nada.

—Eso no está bien. En mi opinión, Ambrosio se merece lo mejor. Deberás aprender, si lo quieres. Perdona que me meta, pero es lo que pienso. Y en el trabajo tendrás que correr.

—No se preocupe don José. Ya he trabajado en esto, en un restaurante no tan bueno como éste; pero sé hacer el trabajo.

Ambrosio volvía en ese momento después de pagar la cuenta. José se puso de pié.

—Vuevan, vuelvan cuando quieran.

—Hasta el martes —se despidió Lucila.

Como Ambrosio la  miró sorprendido ella agregó:

—Ya tengo trabajo, martes y miércoles desde las siete de la tarde. Ya nos hicimos amigos con don José. Y si vienes a cenar te atenderé personalmente, y no te pediré la propina. Pero tendrás que pagar la cuenta entera.

Se encaminaron riendo hacia la puerta. Lucila y Ambrosio se despidieron de José con besos en las mejillas, agradeciéndole la grata velada y los exquisitos platos que les había preparado.