VII. ​​​​​​​San Julián también estuvo alegre esa tarde.

VII.


San Julián también estuvo alegre esa tarde. Se sentía con fuerzas renovadas, como si una inyección de vitalidad hubiera activado el curso de su torrente sanguíneo acelerando las pulsaciones del corazón y el ritmo de su respiración.

Llegó temprano a su casa, un hermoso bungalow que había adquirido hacía poco tiempo invirtiendo en él los ahorros de su vida, la herencia recibida de su padre y un crédito hipotecario. Estaba ubicado en una de las calles más tranquilas y silenciosas de la antigua y acomodada comuna de Providencia. En el amplio jardín anterior todo cubierto de césped, destacaban una hermosa fuente de agua que había encargado hacer a un escultor amigo suyo desde sus tiempos de estudiante, una glorieta que su esposa había diseñado ella misma con su siempre alabado buen gusto, y entre ambos elementos un enorme nogal que estaba allí cuando ellos llegaron. La belleza del árbol y su sombra fueron uno de los motivos que los decidió por comprar esa casa, que prefirieron a otras muchas que visitaron entonces sin que les llenaran plenamente el gusto.

Una reja exterior de hierro forjado, cubierta por el lado interior de bien podados pinos de cierre, hacía impenetrable el patio a la mirada curiosa de los paseantes y aseguraba la privacidad de la familia. Cruzado el umbral de la entrada podía San Julián olvidarse del mundo y entrar en la paz de su hogar, bien vigilado por Quarz, elegante y fiel policial alemán que se acercaba a recibir sus cariñosas palmadas en el pescuezo apenas Fernando abría el portón haciendo tintinear el manojo de llaves.

Bajo la sombra del nogal y junto a la fuente conversaban su esposa Roberta y su hijo mayor, Alberto, que había ido a visitarlos con Soledad, con quien se había casado hacía dos años. Roberta mecía el coche de su nietecito Jovino de sólo tres meses, a quien habían dado el nombre en recuerdo del padre de Fernando, muerto una semana antes del nacimiento del niño a causa de un repentino derrame cerebral.

La muerte de su padre había constituído un verdadero golpe para Fernando, produciéndole un trauma que desde entonces le había perseguido en la forma de un agudo sentimiento de la precariedad de la vida. Si bien el nacimiento del nieto había aplacado su dolor, no había logrado extirpar de su mente, sino tal vez incluso aumentado, la sensación del fluir inexorable de la vida. Esa muerte inesperada y repentina de su padre, que había vivido sus últimos tres años con ellos, era el único suceso en su vida que lo había desestabilizado existencialmente.

Don Jovino tuvo una hacienda cerca de Talca donde se había hecho famoso por sus finos caballos y por sus siempre comentadas aventuras amorosas. Fernando no había heredado el temperamento de su padre. Lo había criado y educado su madre en principios y normas estrictas que expresaban el rechazo que ella siempre había tenido por las costumbres liberales de su esposo, que la hicieron sufrir con digno silencio hasta su muerte. Fue ella quien lo había orientado hacia el estudio haciendo despertar en Fernando desde la más tierna infancia el interés por la lectura y el conocimiento. De su padre había heredado solamente la afición a los caballos, amor que se intensificó después de su muerte. Pero don Jovino representó siempre para Fernando, que desde pequeño había apreciado en él el señorío sobre la vida y sus cambiantes circunstancias, una suerte de certeza existencial que emanaba de la fuerza de su voluntad poderosa.

Algunas expresiones típicas de don Jovino habían marcado el carácter de Fernando en un plano profundo. Eran expresiones simples que escondían una peculiar sabiduría de la vida. Solía decir don Jovino cuando alguna conversación derivaba hacia temas políticos que no le interesaban ni entendía mayormente: "El poder es el arte de dominar a los débiles. Lo que es yo, aspiro sólo a tener tanto poder como el que necesito para mandarme a mí mismo. Nada más. Y nada menos. Les aseguro no es nada fácil lograr en la vida no ser mandado por nadie". Esa era su última palabra sobre el tema, de manera que si la conversación continuaba sobre la cuestión política, simplemente se levantaba para dedicarse a sus propios asuntos, como queriendo demostrar que actuaba con estricta consecuencia con sus palabras. Si la conversación versaba sobre problemas sociales, sobre diferencias de clase, de raza o de sexo, zanjaba el asunto con otra expresión que repetía con incansable seguridad: "Lo que es yo, no miro a nadie hacia abajo. Pero tampoco miro a nadie hacia arriba. Y esto último, les aseguro, es mucho más difícil que lo primero".

Era verdad que don Jovino no miraba a nadie hacia arriba, se tratara del Alcalde, del Obispo, del Juez o del hacendado vecino más rico que él. Hablaba con ellos con la misma tranquilidad con que lo hacía al dirigirse a sus peones. La verdad era, también, que se ponía siempre por encima de todos, como si viviera en un mundo aparte; pero no como resultado de alguna soberbia u orgullo inaudito, sino como efecto natural de su increíble libertad de espíritu, del señorio que ejercía sobre sí mismo, que hacía que todos, hasta los más encumbrados, se pusieron inevitablemente ante él como frente a quien reconocen íntimamente superior. Pero ese no era problema suyo sino de quienes estructuraban sus mundos en escalones verticales. Para don Jovino el mundo no era así, sino que estaba dispuesto como en círculos concéntricos alrededor de un punto que él mismo ocupaba. Lo único que reconocía eran cercanías y distancias que establecía según el grado de amistad que tuvieran con él, no permitiéndose nunca, sin embargo, una verdadera intimidad con ninguno.

Con esta actitud don Jovino no tenía ni se hacía problemas con nadie. No tuvo verdaderos problemas ni siquiera con alguna de las tantas mujeres, de todas las clases sociales, con que había tenido relaciones amorosas. Nunca se enredó con ninguna, nunca dio motivos reales para que terminaran acusándolo de algo. "Hay que hacer bien las cosas —decía a menudo—, hay que saber hacerlas. Y hay que terminarlas bien, hay que saber darles término." Parecía haberlo dicho todo, pero agregaba después de una pausa: "Les aseguro que esto último es lo más difícil."

Fernando San Julián había admirado siempre a su padre y ahora lo recordaba con verdadera veneración. Aún a sus años y no obstante su prestigio, su ciencia y su propia seguridad en sí mismo, Fernando seguía viéndolo por encima suyo, como su padre que era. Era una pieza clave, como la piedra angular de su mundo interior, que cuando llegó a faltarle lo había desestabilizado hasta el punto de casi caer en un estado depresivo.

San Julián saludó cariñosamente a su esposa, a su nieto, a su hijo y a su nuera. Su mujer se limitó a ofrecerle la mejilla. Hacía varias semanas que la encontraba desatenta, o más bien distraída. En algún momento había pasado por su mente la sospecha de que ella pudiera tener un amante, pero había desechado la idea porque no tenía motivo alguno para pensar mal de ella. Se sentó junto a su esposa, le tomó la mano, y dio un largo sorbo al vaso de vino que le ofreció su hijo. Ellos siguieron hablando sobre los mismos asuntos que antes, como sucedía la mayor parte de las veces cuando Fernando llegaba a una conversación familiar. Todos sabían que no podían contar mucho con su conversación, que sólo se animaba realmente cuando lo dejaban hablar de la Universidad. Pero el tema no les interesaba mayormente a ellos y el profesor adoptaba habitualmente la actitud de escuchar interesado, aunque en verdad pronto se distraía para seguir el curso de sus propias reflexiones.

Esa tarde estuvo más distraído y ausente que nunca. Su apariencia era la del que descansa después del trabajo del día. En realidad miraba de soslayo a su nuera pensando que tendría la misma edad que Florencia. Entonces sintió miedo. Le pareció que el mundo a su alrededor tambaleaba, cuando en realidad era su mundo interior el que se desestabilizaba. Tenía una sensación parecida a la que experimentó en el momento de enterarse de la muerte de su padre. Sólo que esta vez no era causada por el vacío que dejaba la ausencia de alguien tan importante para él, sino al contrario, por experimentar dentro de sí una presencia nueva, alguien extraño que se había introducido en su mundo interior y frente al cual el resto parecía desdibujarse. Sintió esa presencia como una severa amenaza.

Con una disculpa cualquiera se retiró a su habitación. La amenaza era cierta, real y concreta, cautivante como una sirena. Pensó que si la dejaba entrar en su vida con la fuerza arrolladora de su juventud, fuerza que en ese momento le pareció descontrolada e incontrolable, podría él ser feliz; pero su hogar, su prestigio y carrera académica y hasta su propio equilibrio interior acabarían por desmoronarse.

Esta proyección catastrófica de los efectos devastadores que tendría dejarse llevar por la atracción de Florencia duró sólo unos segundos. Se recuperó inmediatamente pensando en la solidez de lo que había construido en su vida. Pero fue suficiente para llevarlo a tomar la firme decisión de resistir.

El profesor tenía tres mundos, perfectamente separados entre sí: el de la universidad y la ciencia, el de su casa y familia, y el de los caballos. Jamás permitía que se mezclaran, por lo que atribuyó a una incomprensible debilidad momentánea, gatillada por la insólita caída al chocar con Florencia, el haberse permitido la conversación que había tenido con la estudiante en el casino de la Facultad. No volverá a suceder. No debo permitirme hacerlo. ¿Cómo era posible que él orientara a una alumna destacada hacia un interés tan frívolo como la hípica? Le parecía que con ello negaba la esencia misma del ser académico, llegando a verlo como un inaceptable acto de corrupción del que estaba profundamente arrepentido.

Sintió remordimiento y se le ocurrió que la mejor manera de expiar su culpa no sería otra que acentuar al extremo su dedicación en la preparación de las clases, y dedicar todo el tiempo y las energías que tuviera a un trabajo de formación intelectual de la joven, para hacer del diamante en bruto que imaginaba era ella una joyita refinada y superior.

El propósito de San Julián era irreversible. Lo había tomado con tal decisión que en los siguientes tres martes no dio lugar a entablar nuevas conversaciones con la joven. Llegó a verla como una buena alumna, una alumna excelente en verdad, pues ella, al ver que sus intentos de seducirlo con los ojos, las piernas y todos los encantos de su cuerpo no daban el resultado esperado, intentaba acercarse a Fernando demostrándole el mayor interés por lo que a él le interesaba tanto, el estudio de la ciencia.

Esta táctica de conquista, que pudo aplicar apenas a través de intervenciones que hacía durante las clases, combinando cierta sutil adulación intelectual del profesor con la demostración de un gran interés por las materias que dictaba en clases, lejos de conducir a los efectos que ella esperaba, estaban resultando en cambio perfectamente congruentes con los propósitos y proyectos idealistas del profesor.


Luis Razeto

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