XV. ​​​​​​​Las dos de la tarde habían pasado hacía ya diez minutos y San Julián estaba impaciente.

XV.


Las dos de la tarde habían pasado hacía ya diez minutos y San Julián estaba impaciente. No estaba acostumbrado a esperar ni se había preparado para la tardanza de Florencia. Por su mente pasó fugazmente la idea de que tal vez no llegaría. ¿Se habrá arrepentido? Pero recordando lo entusiasmada que estaba por venir con él a las carreras no le pareció posible. Además, se imaginaba que en ese caso le hubiera avisado en la semana. Borró esa idea de su cabeza concluyendo que todas las mujeres llegan tarde a sus citas y que desgraciadamente Florencia no era la excepción que confirmara la regla.

Mientras veía desfilar a la gente que entraba al Club Hípico tratando de ubicar el rostro de Florencia, escuchó su voz detrás suyo.

— ¿Esperas a alguien?

Girando en sus talones y encontrándose casi encima de su amplia sonrisa Fernando atinó solamente a decir:

— A ti y a nadie más.

— Perdón por el atraso. Es que no puedo caminar muy rápido con este pie enyesado.

San Julián bajó la vista y se encontró con el pie que Florencia le mostraba, cubierto de un yeso sobre el cual sus compañeros habían dibujado corazones atravesados de flechas y dejado sus firmas. Subió lentamente la mirada por las piernas de ella hasta toparse con un llamativo y corto vestido azul estampado que destacaba su armoniosa figura. Del escote pendían unos modernos lentes de sol. Del hombro derecho colgaba un bolso de género artesanal del que se veía sobresalir un colorido chaleco de lana. Sus ojos azules intensos sonreían curiosos, como esperando el juicio del profesor: ¿Estoy bien así? ¿No me encuentras demasiado atrevida? ¿O debí venir vestida como una dama para acompañar a tan apuesto caballero? Pero no te preocupes: todos pensarán que soy tu hija o a lo más alguna sobrina desinhibida.

San Julián, en efecto, se estaba formando una opinión sobre la tenida en que apareció Florencia, muy atractiva pero inapropiada para andar a su lado. También él lucía muy diferente a lo habitual: pantalones delgados muy claros que hacían juego con una chaqueta deportiva finísima del color de sus ojos. Concluyó que todo estaba bien: los que quisieran pensar algo de ellos podrían imaginarse que era un señor que andaba con una hija de hábitos modernos, como había visto ya a varias jóvenes esa tarde de sol. El pie enyesado, aunque atraería la atención sobre ellos, operaría probablemente como un elemento distractor de cualquier mal pensamiento. Con esta idea en la cabeza se atrevió incluso a tomarla del brazo mientras le preguntaba con voz falsamente preocupada:

— ¿Pero qué te pasó? ¿Por qué estás enyesada?

— Sufrí un pequeño accidente bajando las escaleras del edificio donde vivo. —Y agregó contorneando coqueta las caderas: —Esto me pasó por andar corriendo y cantando, como en las nubes, de tan contenta que estaba con la idea de que vendríamos a las carreras...

— Pero pudiste avisarme. Habríamos cambiado para otro día...

— ¿Y perderme esta oportunidad de ver las carreras de caballos? ¡Oh, no! Para que veas, no soy de las personas a las que un simple accidente haga perder un día que puede ser excitante ¿no crees?

Florencia no lo dejó responder. Había decidido que ese día lo llamaría Fernando y lo trataría de tú, y que al empezar a hacerlo le diría inmediatamente las palabras que pronunció sin darse tiempo a respirar:

— Aquí puedo llamarte Fernando y tratarte de tú como cuando nos conocimos en el sur ¿verdad? Porque no estamos en la universidad donde to-dos de-be-mos decirte "profesor San Julián". ¿No te parece Fernando?

San Julián asintió riéndose alegremente. El desenfado y atrevimiento de Florencia lo habían puesto de un excelente humor. Se sentía joven y lo dijo:

— Siempre he pensado que la juventud se aprende con los años, y siempre digo que tengo mucha juventud acumulada. Además, la juventud es contagiosa y veo que te estoy contagiando.

— ¡Contágiame pues, que esta enfermedad me fascina! —Dijo Florencia riendo alegremente y apegando su cuerpo al del profesor.

Fernando se desprendió suavemente de ella. La miró cariñosamente y se atrevió a recorrerla entera con la mirada que finalmente se posó en sus bellos ojos alargados y azules sobre los que caían descuidados sus largos cabellos. ¿Qué lo hizo asociarla a una pantera seductora, graciosa y peligrosa en extremo? Un extraño frío recorrió su cuerpo. Apartando la vista agregó:

— Bien, niña. Vamos a ver qué nos tiene preparado este día. ¿Qué te parece si apostamos a algún caballo? ¿Te gustaría hacer algo así?

— ¿Hablas en serio?

— Por supuesto. ¡Yo siempre hablo en serio!

— Apostemos entonces. La verdad es que vengo preparada y dispuesta a apostar una semana entera de mi mesada: ¡veinte mil!

— Vaya. No es poco. Yo siempre apuesto menos, pero esta vez será una excepción y arriesgaré otro tanto.

— Hagámoslo juntos a un mismo caballo. ¡Todo de una vez!

— ¿Te parece prudente?

— ¿Quién habla de prudencia? ¿Qué es eso? ¿No me decías algo sobre ser jóvenes...?

— ¡Enfermedad terriblemente contagiosa! Apostemos pues, todo de una vez y los dos a un mismo corcel. Pero ¿qué te parece si primero vamos a echar un vistazo a los caballos? Por ahí hay algunos ejemplares que son unas obras de arte. Me gustaría que conozcas algo que deseo mostrarte.

— ¿Qué es, profesor? —La palabra profesor se le salió de los labios sin darse cuenta, tal vez porque él quería enseñarle algo. —¡Dime qué es!, soy terriblemente curiosa.

—¡Ah! Es un secreto. —Le respondió tocándole con el dedo índice la nariz. ¡Vamos!

Se encaminaron lentamente hacia una alameda de árboles. Florencia se apoyaba del brazo de San Julián, lo que hizo toda la tarde perfectamente justificada por su pie enyesado. Llegaron a un pequeño elevamiento del terreno donde Fernando sacó de su chaqueta unos pequeños pero potentes binoculares.

— Desde aquí podemos apreciar varios estupendos fina sangre. Sus criadores invierten mucho dinero en ellos para que algún día sean los favoritos de los grandes champions y carreras internacionales. ¡Mira ese que está allí!

— No logro enfocar bien.

San Julián se puso detrás de Florencia rozándola con su cuerpo. Pasando sus manos sobre los hombros de la joven le enseñó a ajustar los lentes. Florencia apoyó su espalda en el pecho de Fernando y dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre su hombro izquierdo. Se demoró dos largos minutos en aprender a enfocar correctamente.

— ¿A cuál de los tres te refieres?

— El de la derecha. ¿Qué opinas de él?

— ¡Maravilloso!! Pero el negro azabache se ve majestuoso. Me gusta más.

— Tienes razón. Pero si te fijas, tiene las patas algo gruesas.

Florencia le preguntó acaso sabía si ese caballo participaría en alguna carrera.

— Sí, en la cuarta. Ya está su jinete preparándose para montarlo.

— Entonces, apostemos a ese. Me gusta. Creo que a pesar de sus patas gruesas podemos confiar en él.

Lo decía sin dejar lugar a duda ni réplica.

— Como quieras. Esta vez confiaremos en tus gustos...

— E intuición —terminó Florencia.


 

Las ventanillas de apuestas se encontraban aglomeradas de ansiosos y nerviosos apostadores.

— Cuarenta mil a Amaranto en la cuarta carrera —dijo San Julián cuando le tocó su turno.

De allí fueron a sentarse a las tribunas, desde donde se apreciaba todo el campo y al fondo la imponente cordillera de Los Andes con sus blancas cumbres. Mientras los jinetes se acercaban a su lugar de partida, Florencia pensaba en lo bellos que eran y en lo frágiles y delicados que se veían los corceles con sus cabezas vendadas. ¿Por qué San Julián se acordó de las bailarinas de Degas, finas, bellas, delicadas?

Los micrófonos anunciaron la cuarta carrera. Florencia y Fernando estaban tan nerviosos como los más viciosos apostadores que se jugaban en esa carrera todo su destino. Sin embargo, ninguno de los dos pensaba en el dinero sino en el magnífico negro azabache que se apostaba en el tercer lugar a partir de los palos.

Iban a partir. El público se puso de pie como si hubiera sido accionado simultáneamente por un gigantesco resorte.

¡¡¡Partieron!!!

Los apostadores hacían chasquear sus dedos para animar a sus elegidos, produciendo un curioso sonido electrizante que se expandía por toda la tribuna.

Amaranto sobresalía por su porte majestuoso entre medio del grupo. Delante suyo iban cuatro corceles, encabezados por la potranca Sussie y Tornado que empezaban a tomar distancia en magnífica forma. En mitad de la carrera Amaranto se fue acercando por fuera, alcanzando enhiesto una tercera posición al llegar a la recta. Y ahí se largó enfrascado en reñida porfía. En los metros finales renunciaron el puntero y el segundo mientras Amarando, intentando una triunfal disparada sin que pareciera que el jinete le exigiera un esfuerzo especial, tomaba la delantera y terminada cruzando victorioso el disco de llegada medio cuerpo adelante de Sussie.

Durante toda la carrera Florencia saltó en un pie, apoyada con una mano en el hombro de San Julián y golpeando el aire con la izquierda empuñada, avivando a grandes gritos a su elegido. Mientras el público defraudado por los favoritos se sentaba con un murmullo de descontento, Florencia y San Julián se abrazaron de pie y ella, que no cabía en sí de gozo, estampaba inconsciente sus labios en los de Fernando San Julián sin dejar de saltar de contento. Fue un beso de entusiasmo en el que nada había tenido que ver el deseo, y así lo entendió el sorprendido profesor.


 

Amaranto, cuyo triunfo casi nadie esperaba, pagó 24 pesos a ganador. Florencia y San Julián bajaron lentamente las graderías y fueron a cobrar la suculenta ganancia.

— ¿Qué hacemos con esto? —le preguntó Fernando.

— Se me ocurre un par de buenas ideas. ¿Me dejas que lo decida? Después de todo, yo escogí el caballo y fue mi intuición la que nos llevó a ganar.

— A ver, dime cuáles son esas ideas fantásticas.

— Ya te lo diré. Pero antes me gustaría ver ese azabache magnífico. ¿Crees que es posible que lo vayamos a ver?

— Tal vez sí. Conozco a varios preparadores y jinetes y con alguno de ellos podemos llegar hasta allá.

Un rato después Fernando y Florencia estaban en las caballerizas junto a Amaranto, ya lavado y lustrado, que se reponía del tremendo esfuerzo de la carrera. Lo acariciaron largo rato embelesados. Florencia lo abrazó casi colgándose de su cuello mientras una idea loca cruzó fugazmente por su cabeza: Lo quiero. ¡Cómo me gustaría que fuera mío! Pero se limitó a decir:

— Algún día tendré un caballo como éste. ¿Crees que podrá ser que algún día tenga un caballo como éste?

Fernando respondió sin pensar, mientras recorría una vez más con su mirada el cuerpo aún más deseable de Florencia:

— Lo que intensamente se desea...


 

Se iba yendo la luz de la tarde cuando abandonaron el Club Hípico.

— Mi primera idea, lo primero que haremos —anunció decidida Florencia sin dejar espacio a réplica alguna—, será ir a celebrar la victoria de Amaranto gastando una parte de nuestra ganancia en una cena que será inolvidable. ¿Conoces un lugar apropiado?

El auto de San Julián enfiló raudamente hacia el pueblito El Arrayán. Minutos después entraban a un lujoso restaurante y se acomodaban en una pequeña sala hasta donde los condujo el mozo. Eran los primeros en llegar. Fernando se sentó al lado de Florencia; pero ella un momento después se cambió de silla poniéndose frente a él.

— ¡Estoy feliz! —dijo— Jamás pensé que podríamos ganar una apuesta como ésta, aunque la verdad es que apenas ví a Amaranto supe que lo conseguiríamos.

— Para que veas que tu intuición te deja buenos dividendos.

El mozo trajo la carta y Florencia pidió a su acompañante que ordenara por ella.

— Lo que pidas me gustará. Yo elegí el caballo, tú decides la cena.

Mientras San Julián disponía indicando con el dedo sobre la carta, Florencia lo observó detenidamente. En sus ojos apareció un leve brillo. Su mente le decía que ese hombre que tenía al frente finalmente le pertenecería. Lo deseaba intensamente. Más aún, su cuerpo estaba efervescente de deseo.

Cerró los ojos y recorrió con el dedo índice los labios. Al abrir nuevamente los ojos se encontró con la mirada de San Julián que le preguntó algo extrañado si se sentía bien. Asintió con la cabeza sin dejar de mirarlo.

San Julián le decía algo sobre el pie enyesado, pero ella no escuchaba. Su mente estaba en el aroma que Fernando expedía, que era el olor de la transpiración de la tarde que habían pasado bajo el sol. Cuando minutos más tarde el mozo volvió con la cena, Florencia sintió que el olor a la comida se le introducía por las narices y accionaba un voraz apetito.

Su mirada volvió a la mesa donde encontró un apetitoso platillo de langostas. San Julián virtió en las copas un chispeante champagne que Florencia se llevó en seguida a los labios. Tenía sed: sintió en el cuerpo un extraño pero placentero hielo. Le pareció que el alcohol recorría todas sus venas.

Tomó un trozo de langosta con las manos y empezó a comer lentamente, como acariciando su presa con los labios y la lengua, succionando suavemente, sin despegar los ojos de los de San Julián. Fue entonces que hizo algo con que había fantaseado durante la semana. Deslizó la sandalia izquierda dejando libre su pie, mientras mantenía estirada la otra con el pie enyesado. Un largo mantel cubría la mesa. Entonces empezó a acariciar las piernas de San Julián introduciendo los dedos del pie desnudo por debajo de su pantalón.

Lo hizo largamente, sin decir palabra, mientras seguía extrayendo trocitos de la presa de langosta que mantenía con las manos en la boca, como si fuera totalmente indiferente y ajena a lo que hacía su muy osado pie izquierdo.

San Julián había dejado de hablar y también comía como ausente. Florencia siguió ascendiendo con su pie, ahora entre ambas piernas del hombre, hasta sentir que el profesor respiraba ampliamente por sus narices y ver aparecer un destello de deseo también en sus ojos.

En esos largos minutos de ocultas caricias, en la mente de San Julián se confundió el deseo de Florencia con el recuerdo de tiempos lejanos...

Se acordaba de aquél verano en el fundo de su padre. La pequeña Alejandra de su primera pubertad un día había llegado también ella con un pie enyesado, y sentada en el columpio con esa pierna extendida hacía inútiles esfuerzos por impulsarse con la otra. Ella lo había llamado alegremente, sabiendo que Fernando estaba mirándola desde su escondite detrás del arbusto.

— ¿Me das vuelo? No puedo hacerlo por mí misma con este pie enyesado.

El pequeño Fernando de pantalones cortos se puso frente a ella y empezó a impulsarla, empujando muchas veces con ambas manos sus rodillas, primero suavemente y luego con mayor impulso. El contacto intermitente de sus manos con la piel tibia de las piernas de Alejandra le había hecho entrar el habla. Él estaba frente a ella con las piernas abiertas, permitiendo que el muslo desnudo de Alejandra fuera y viniera, rozando cada vez su sexo que, excitado, por primera vez dejó escapar el hasta entonces insospechado fluido que humedeció sus piernas.

Después de terminar un delicioso postre y un café humeante, Florencia y Fernando subieron al auto. Ella no tuvo necesidad de decirle cuál era su segunda idea para esa noche. Fernando tomó el rumbo hacia la cordillera y viró a la entrada del primer motel que encontró en el camino.


Luis Razeto

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