XIII. En la física clásica —explicaba pacientemente San Julián a Florencia

XIII.

 

— En la física clásica —explicaba pacientemente San Julián a Florencia— la unidad de medida del tiempo era el segundo, y la unidad de medida del espacio era el metro. En ese mundo, el metro y el segundo tienen dimensiones exactas e invariantes, por lo que puede considerárselas como medidas absolutas. Pero ese mundo así conformado y medido se derrumbó totalmente cuando Einstein demostró que si los sujetos que hacen las mediciones están en movimiento —y de hecho todo está en movimiento—, ni el segundo de tiempo ni el metro de distancia son absolutos, pues varían para distintos observadores. Así, por ejemplo, si medimos el largo de un tren detenido en la estación, diremos que mide 200 metros; pero si ese tren pasa a gran velocidad ante nosotros, su tamaño real, medido con toda precisión, es bastante menor. Los relojes que miden el tiempo dentro del tren que pasa a alta velocidad, comparados con el nuestro que lo vemos pasar, resultan avanzar bastante más lentos. Para nosotros, el tren pasó en 20 segundos, pero para los viajeros su paso duró menos que eso. Pero lo más extraño es que un viajero que desde el tren hiciese nuestras mismas mediciones, llegará a resultados opuestos a los nuestros: para él, las distancias sobre el terreno recorrido serán más cortas de lo que sean para nosotros, y serán nuestros relojes los que avancen más lento.

— Pero entonces —interrumpió Florencia— ¿cuáles son las verdaderas medidas, las nuestras o las del viajero?

— Diremos que ninguna de ellas, o ambas. Debemos reconocer que el tiempo y el espacio y sus respectivas medidas no son absolutas sino relativas. No tiene sentido siquiera preguntar por la "verdadera" masa de un cuerpo, porque esta es también relativa: crece con la velocidad, hasta el punto que la masa de un pequeño corpúsculo puede alcanzar valores enormes si su velocidad se acerca a la de la luz.

— ¿Debemos concluir, pues, que no hay ninguna verdad en la física? ¿Ninguna exactitud en las ciencias exactas? —preguntó Florencia adoptando cierto aire de triunfo.

— No es así —replicó el profesor—, porque los acortamientos de los intervalos espaciales y los alargamientos de las duraciones temporales para los diversos observadores, se compensan tan exactamente que dan lugar a una nueva invariante, a una nueva unidad de medida, llamada "intervalo tempo-espacial", idéntica para todos los observadores que se encuentren en movimiento uniforme y rectilíneo uno respecto al otro.

Así Florencia aprendió que la teoría de la relatividad había producido un cambio drástico en los conceptos del espacio y del tiempo, que alteran completamente nuestra comprensión de la realidad. Que el espacio y el tiempo no son separables sino que existe un continuum espacio-tiempo, en base al cual se comprende que la masa es una forma de la energía, y que un objeto en reposo no es sino una energía almacenada en equilibrio. Fue adquiriendo así una visión esencialmente dinámica de la materia y del mundo, según la cual la realidad integra interconexiones de energías espacio temporales que tienen una dimensión subjetiva inseparable. El profesor continuó diciendo:

— Aún más paradójico resulta comprender que la contemporaneidad es también relativa. Dos sucesos que se desenvuelven en el mismo momento mirados desde un cierto sistema de referencia, ya no son simultáneos para un sistema de referencia distinto que se encuentre en movimiento respecto del primero.

En este punto de las explicaciones del profesor, Florencia se distrajo completamente. Su imaginación y sus ideas derivaron extrañamente hacia otro mundo: el suyo interior. Pensó en San Julián y en Marcel, en el científico y en el poeta, que sin duda eran para ella, en movimiento constante respecto a ambos, "sistemas de referencia" distintos. ¿No estaría allí el secreto que le permitiera salir de su confusión sentimental? Sí. Cuando ella estaba tendida en su cama sola con sus sentimientos, ambos se le hacían presentes, ambos le resultaban "contemporáneos", y su pensamiento vagaba indistintamente del uno al otro sin saber ni poder decidirse. Pero cuando estaba con uno de ellos, el otro se le hacía distante, su conciencia lo colocaba en el pasado. A la inversa, cuando estaba con el otro, era el primero el que entraba al pasado. Sí, tal vez podría continuar con ambos, con la sola condición de que les dedicara a ellos distinto tiempo y espacio.

Se rió interiormente de estas locas ideas. Pero una cierta tristeza apareció en sus ojos al pensar que, con todo, el "continuum tempo-espacial" era sin embargo absoluto y que si bien podía tener al profesor y al poeta en diferentes lugares y momentos, ella no podía sustraerse ni escapar de ese intervalo de espacio-tiempo unificado que era su propia conciencia, en que se encontraban confusamente los afectos y deseos que sentía por ambos.

Lo que en ese momento no pensó fue que en su cuerpo y en su alma en movimiento acelerado entre San Julián y Marcel, las energías ya no estaban en equilibrio y crecían peligrosamente a la velocidad del fuego.


 

Al día siguiente continuaron las explicaciones de San Julián.

— ¿Ves? ¿Lo estás comprendiendo bien?

El profesor le tendía un papel lleno de fórmulas que explicaban la teoría general de la relatividad.

— Creo que sí, creo que sí —se apresuró a responder Florencia.

Entonces San Julián se levantó del asiento. Florencia alejó la vista del papel y observó sus pantalones azules, la camisa de rayas grises y blancas, su cabello que comenzaba a encanecer, el rostro de suaves rasgos y aquellos profundos ojos claros que un día en el sur la habían conmocionado.

El profesor caminó lentamente hacia la ventana, desde donde se divisaba hacia abajo un pequeño patio interior poco transitado por los estudiantes y donde en cambio solían juntarse a conversar, en la hora de colación, las secretarias y el personal administrativo de la Facultad. En ese momento no había nadie allí y se escuchaba un silencio poco habitual.

Siempre sentada, Florencia observaba el perfil de Fernando. La luz de la tarde que entraba por la ventana realzaba el contorno de su rostro de piel blanca suavemente curtida por el sol. A Florencia le impresionaba la serenidad que reflejaba ese rostro, tan seguro de sí mismo. Pensó con cierta sutil morbosidad que ese hombre nunca se equivocaba. Trató de imaginarlo cuando más joven, a los veinte años tal vez, cuando no era el profesor San Julián sino simplemente Fernando; pero no lograba hacerse una imagen cabal. Concluyó que ese hombre nunca pudo haber sido tan deseable como ahora.

Por un instante San Julián volvió la vista hacia la joven y esbozó una cálida sonrisa que dejó entrever su perfecta dentadura blanca donde relucía una pequeña incrustación de oro. Florencia se estremeció sintiendo que lo deseaba. Profesor, profesor ¿no siente mis vibraciones? ¿No llegan a usted en este momento? Quisiera tenerlo ahora, aquí. Míreme nuevamente, deje por un momento esas frías fórmulas incomprensibles. ¿No siente que estoy muriendo? ¡Estoy viva, por favor, míreme!. Pero San Julián continuaba mirando por la ventana.

Está bien, continuó pensando Florencia, pero prometo que tiene que ser mío profesor, lo prometo, lo prometo. Se imaginó entonces que llegaba con él a la entrada de su edificio, donde se despedían. Ella estaba luego ante su departamento tratando de encontrar en su bolso la llave de la puerta. De pronto sintió la respiración de alguien detrás suyo; se volvió y se encontró con los ojos de San Julián que le decía: "¿No invitas a entrar a un viejo amigo?". "Claro, claro que sí; todo está en que logre abrir esta puerta". Entraron. Ella le ofrecería un cafe; pero el profesor la atrajo contra sí iniciando una ondulante seducción, besándola suavemente, recorriendo con sus manos su esbelta figura. Florencia se entregó así a un éxtasis imaginario. San Julián le desabrochaba la blusa y llegaba a sus pechos; ella desabotonaba torpemente la camisa de él dejando al descubierto su torso desnudo. Sentía la vellosidad de su piel en sus pechos, su respiración agitada, la presión de su sexo en el vientre...

San Julián dejó su puesto de observación ante la ventana. Las fantasías de Florencia dejaron paso a la realidad que, sin embargo, parecía haber sido contagiada por el ensueño. El profesor dio la vuelta por el lado del escritorio y se puso detrás de ella, posando suavemente las manos en sus hombros, con los dedos índice y pulgar acariciando la base de su cuello. Un ligero estremecimiento la sacudió e inmovilizó al mismo tiempo. Sintió la respiración acelerada del profesor y sus manos que bajaban lentamente por sus brazos desnudos. Sólo unos segundos duró ese mágico momento porque el profesor, turbado, retrocedió dos pasos mientras decía con voz más ronca de lo habitual:

— Tienes la piel suave...

Por primera vez en sus relaciones con San Julián, Florencia no supo qué decir; pero en ese momento tuvo, también por primera vez, la certeza de gustarle y de que pronto sería suyo.

No le importó que el profesor le anunciase apresuradamente que debía marcharse pues estaba atrasado para una conferencia que debía dar en otra Universidad, dejándola allí sentada. Ella se quedó pensando que aquello que intensamente se sueña termina convirtiéndose en realidad. La imaginación tiene poderes que la razón no conoce.

En su fantasía transformó entonces completamente el estudio del profesor. Unos minutos después bajaba corriendo las escaleras del edificio, pensando vagamente en lo curioso que eran sus reacciones de mujer. ¿Cómo es que una tierna inocente caricia de San Julián le habían provocado tal estremecimiento en su alma que le hubiera entregado su cuerpo entero ahí mismo, cuando las apasionados contactos sensuales con Marcel, por más intensamente que excitaran su cuerpo, no eran suficientes para remover las defensas que levantaba su corazón?


 

Dos días después San Julián se disponía a entrar a su estudio cuando se encontró con el profesor Fuenzalida que salía de la oficina de la secretaria.

— Gusto de verlo, profesor. He comprobado que se encuentra usted muy ocupado estos días. Prácticamente se ha encerrado en su estudio. ¿Una nueva investigación? ¿Otra de sus ideas brillantes?

— No sé si brillante, profesor Fuenzalida. Pero sí una nueva hipótesis científica que estoy elaborando.

San Julián no supo interpretar el ligero empequeñecimiento y el brillo de envidia que asomó en los ojos de Fuenzalida. Desde hacía semanas, éste no estaba ocupado más que en reunir votos para su elección como Decano de la Facultad; pero estaba tan acostumbrado a no dejar pasar ninguna ocasión que le ofreciera oportunidades de obtener alguna ventaja académica, que esperó hasta que San Julián se decidiera finalmente a entrar al estudio, para pasar también él aunque no fuera invitado.

La sorpresa que tuvo Fuenzalida no fue mayor que la de San Julián. Este se desconcertó tanto al entrar a su estudio que creyó haberse equivocado de puerta y volvió a salir al pasillo para verificar si había entrado efectivamente en el suyo.

— ¡Humm! Veo que se ha creado un ambiente especialmente grato y acogedor para pasar sus largas jornadas de encierro —comentó Fuenzalida.

San Julián no supo qué responder. Estaba todo cambiado. El escritorio había sido desplazado hacia la ventana, al costado del cual habían colocado el ancho sillón destinado a acoger a los visitantes. Dos plantas de interior decoraban el estante de los libros, reubicados con el evidente propósito de dar cabida a los maceteros. Una pequeña pero hermosa figura femenina de cerámica sujetaba los papeles en el escritorio. De la pared sobre el lugar que anteriormente ocupaba el escritorio del profesor pendía una hermosa reproducción que mostraba dos esbeltos caballos, un potro y una yegua retozando sobre un idílico paisaje.

El ambiente que había adquirido la sala, predispuesta con tan evidente gusto femenino y tan ajeno a la idea que el profesor tenía de un estudio universitario, hizo que San Julián por primera vez se sintiera inhibido ante el profesor Fuenzalida, lo que proporcionó a éste una ventaja psicológica que supo aprovechar sagazmente.

Para impedir cualquier nueva referencia de Fuenzalida al ordenamiento del estudio, que San Julián no tardó en comprender que era obra de Florencia, empezó a hablarle de su nueva investigación y de lo entusiasmado que estaba en ella. Fueron solamente unos minutos y San Julián se cuidó de no explicarle el meollo del asunto, pero lo que dijo fue suficiente para que el profesor Fuenzalida comprendiera que se trataba de algo verdaderamente grande e importante. Trató de averiguar más, de llegar al fondo de la idea que perseguía su colega, pero San Julián, que al hablar de su investigación había recuperado el dominio de sí mismo, encontró el modo de cambiar el curso de la conversación.

— Y usted, profesor, ¿decidió ya postular al decanato?

— Efectivamente. Pensé mucho en lo que usted me dijo y, por el bien de nuestra facultad estoy dispuesto a sacrificarme por los próximos dos años si nuestros colegas deciden elegirme.

Fuenzalida no logró tampoco esta vez un pronunciamiento claro de apoyo por parte de San Julián; pero eso ya no le importaba. Para sus propósitos era suficiente esa especie de tácita adhesión, que él convertía en sus conversaciones con los demás colegas en calurosa insistencia de parte del prestigioso profesor. Por eso y para evitar cualquier cosa que pudiera dificultar su estrategia, decidió dar por concluido ese encuentro fortuito.

Se fue, pues, pensando que después encontraría el modo de sacar más provecho de la investigación de San Julián, y con la idea que debería también él modernizar la ambientación de su estudio. Pero en su imaginación no estaba pensando en su pequeño estudio de profesor, sino en la amplia y confortable sala que ocupaba el Decano de la Facultad, que muy pronto le habría de ofrecer espacio y condiciones suficientes para un arreglo verdaderamente magnífico.

San Julián cerró la puerta y se sentó. Estaba verdaderamente molesto con Florencia. Pero su disgusto se fue apaciguando a medida que descubría los detalles que revelaban la sensibilidad y el buen gusto que la joven había demostrado en su trabajo. Por cierto, él habría de volver a darle a su estudio el carácter apropiado y empezó a imaginar cómo hacerlo. Su perplejidad se concentraba en un punto: ¿debería dejar o retirar esos magníficos potro y yegua salvajes que retozaban voluptuosos frente a su escritorio?

 

Luis Razeto

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