XXVII. A medida que se acercaba la fecha del examen

XXVII.


A medida que se acercaba la fecha del examen de repetición San Julián se iba poniendo nervioso. No deja de ser curioso que fuera el profesor y no la alumna quien temiera ante un examen. Florencia había desechado su ofrecimiento de prepararla con lecciones privadas, y el profesor no podía saber si ella estaba realmente estudiando una materia que sabía difícil. Lo que Fernando temía era que ella esperara que él la aprobara, y con buena nota, cualquiera fuera su rendimiento. Y él no podía hacerlo, no podía, aunque comprendía que si ella no quedaba conforme se enojaría mucho y pudiera incluso dejarlo para siempre. No le quedaba más que esperar que realmente Florencia fuera el cerebro brillante que se había imaginado que era; pero de esto le habían entrado dudas después de aquel examen tan defectuoso. Además, un cerebro extraordinario no garantiza un buen examen, como el mismo Einstein lo había demostrado.

Había estado con ella sólo un par de veces desde la última en que hicieron el amor. En una ocasión fueron al Club Hípico y en otra enfilaron rumbo al balneario de Santo Domingo; en ambos casos habían ido a cenar a lugares exquisitos. En el automóvil se habían besado largamente y Florencia lo había llevado a una extrema excitación prodigándole audaces caricias; pero hasta ahí llegaba, sin llevarlo a concluir todo aquello en la forma que hubiera sido natural. Se comportaba con el profesor en la forma en que lo hizo al comienzo con Marcel, de quien había aprendido que la pasión se acrecienta cuando el deseo permanece incumplido como una promesa.

Era miércoles. El martes siguiente tocaba el examen. San Julián no quería que llegara ese día sin haber contentado a Florencia y creyó que tenía una carta en su mano que no había jugado: Amaranto. Sí, compraría el fina sangre y se lo regalaría, dándole un gusto completamente inesperado con el que imaginaba que ella comprendería finalmente cuán grande era su amor.

Habló con su esposa esa noche. Le explicó que se había presentado una oportunidad especial para hacer una buena inversión. Que le ofrecían un fina sangre de dos años cuya raza, línea materna y desempeño en las carreras eran realmente excepcionales y cuyo precio era una verdadera ganga. En realidad él no estaba convencido en absoluto de ello. No le gustaban las gruesas patas del caballo y tampoco eran tan buenos los datos que leyó en el último catálogo de ventas de productos fina sangre de carrera; pero no era el caso de ser meticuloso. Debía actuar rápidamente. Le dio a Roberta todo tipo de datos técnicos, que por supuesto para ella fue como si le hablaran en chino.

— ¿Y cuánto vale tu caballo?

— Siete millones. Es un muy buen precio.

— ¡Siete millones por un caballo! Me parece increíble.

— Es un fina sangre, no lo olvides. Eso valen los buenos, y mucho más.

— ¿Verdaderamente lo quieres? ¿Y qué harás con él? Porque aquí no cabe, obviamente.

— No, no. —Se rió Fernando. —Cuando uno compra un caballo de carrera lo deja en manos de un preparador que se encarga de todo. Por cierto hay que pagarle, pero esos gastos se cubren perfectamente con los premios que se obtienen con los triunfos. Sí, Roberta, verdaderamente lo quiero tener. Tú conoces mi pasión por la hípica. Siempre he deseado un fina sangre y esta oportunidad especial no quisiera perderla. Ya conversé con el vendedor, que tiene otros interesados y que me espera sólo estos días.

— Bueno, si así lo quieres —concedió su esposa— por cierto que puedes comprarlo. Nuestros ahorros e inversiones lo permiten y ese dinero es tan tuyo como mío. Lo único malo es que tendremos que vender importantes cantidades de acciones en un momento en que no es conveniente. ¿Estás seguro de que es una inversión razonable? Mi instinto me dice que este tipo de negocios son los más arriesgados de todos.

— Estoy seguro, sí, quiero tener ese fina sangre.

— Está bien. El viernes tendrás tu dinero. Los negocios, cuando uno ha decidido hacerlos, han de hacerse lo antes posible. Espero que no tengamos que arrepentirnos. No digas después que no te advertí. Es tu decisión.

San Julián estaba tan contento —se lo dijo a su esposa— que salió de casa a caminar por el barrio. Lo que hizo en verdad fue salir a la calle Providencia a buscar un teléfono público.

— Florencia.

— Sí. ¿Eres tú Fernando? Estaba por meterme a la cama. ¿Qué deseas?

— Nada. Es que tengo una noticia que darte. Pero no ahora. Es una sorpresa especial.

— Dime, dímelo pues. ¿O es que me llamas para decirme que no me vas a decir lo que quieres decirme?

— Mmm. Lo has dicho bien, así es. Es que no puedo decírtelo ahora. Será el sábado.

— ¿Es que no quieres verme antes? ¿No quieres que nos encontremos estos días?

— ¡Oh sí! ¡Por cierto que sí! ¿Irás mañana a la Universidad? ¿Puedo pasar a buscarte al departamento? Pero la sorpresa es para el sábado, no lo olvides.

Se produjo un silencio. San Julián esperaba ansioso la respuesta. Florencia calculaba qué decirle.

— No. El sábado está bien.

— Te echo de menos ¿sabes? ¿Por qué te desapareces? ¿Estás estudiando mi amor?

— Sí. No. Tengo mucho que hacer. Nos vemos el sábado entonces.

— Pasaré a buscarte a las diez de la mañana. El sábado, en punto a las diez. Tenemos algo importante que hacer. No lo olvidarás ¿verdad?

— No, seguro que no. Lograste despertar mi curiosidad. Estaré esperándote a las diez, palabra de boy scout.

— Te amo Florencia, te amo. Y quiero hacerte feliz. Buenas noches entonces, querida.

— Buenas noches. Nos vemos el sábado.

Florencia se quedó pensando y tratando de imaginar qué sorpresa le tendría San Julián; pero no pudo atinar.


 

El sábado a las doce del día se efectuó la transacción conforme al Reglamento de ventas aprobado por el Consejo Superior de la Hípica Nacional.

— Es para ti. Es tuyo Florencia, aunque quede a mi nombre. Debe ser así porque es preciso responder a los gastos del preparador y de arriendo y mantención. Esperemos que todo eso se cubra con las ganancias del mismo Amaranto. Pero todo lo que quede después de cubrir esos gastos será para ti. Sólo debes prometerme que no lo venderás.

— ¿Venderlo? ¿Estás loco? No sabes lo que amo a este caballo. ¡No sabes lo feliz que me haces! No sé cómo darte las gracias.

— Mmm! Yo sé cómo. Sólo acepta una invitación a almorzar.

— Llévame donde tú quieras.

San Julián tomó rumbo a El Arrayán.

Se sentaron en la misma mesa, pidieron el mismo plato de langostas, y San Julián no tuvo que esperar mucho antes de que el pie de Florencia comenzara a acariciarlo exactamente en la misma forma que aquella primera vez.

De ahí se fueron al mismo motel, a la misma pieza, a la misma cama. Hicieron el amor. Ella era ahora más experta aunque a él le pareció distante. En un momento le dijo:

— Querido, aprobaré el examen ¿verdad?

— Seguro que sí, mi amor.

Fernando jadeaba. Florencia movía hábilmente sus caderas.

— ¿Y me pondrás un siete ¿verdad?

— Ay mi amor, sí, pero calla un momento por favor.

— Está bien, pero no olvides que lo has prometido.

 

Martes. Examen de física de los sistemas complejos. En la sala había menos de la mitad de los alumnos que en el anterior. Algunos deseando subir la nota, otros esperando aprobar la asignatura.

Florencia estaba bellísima: se había preparado con esmero. Se sentó en la primera fila pero a un costado. Cuando San Julián entró a la sala le guiñó un ojo, y no dejó de mirarlo mientras él repartía una hoja con las preguntas. Leyó las preguntas. No eran tan difíciles como en el examen anterior.

— ¿Cuánto tiempo tenemos, profesor? —preguntó un alumno.

— Sesenta minutos, como siempre – respondió San Julián.

Florencia se levantó del asiento y se acercó a la mesa donde ya se había instalado el profesor. Muy suavemente de modo que nadie más que él escuchara le dijo:

— ¿Me pondrás un siete, verdad? Me lo prometiste en el motel...

La cara de San Julián tomó el color de la sangre. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Le costó decir, con voz apenas audible:

— Florencia. ¡Demuestra lo que sabes! Una estudiante como tú no esperará que le regalen la nota ¿verdad?

Florencia lo miró enojada y volvió a su asiento. Quiero un siete. Se puso a trabajar. Cuando terminó la hora el profesor recogió las pruebas.

— Mañana estarán las notas en la secretaría.

Florencia se fue sin esperarlo. Tenía cita con Marcel.

San Julián se quedó hasta tarde en su oficina corrigiendo los exámenes. Estuvo generoso con las notas pero sin hacer diferencias. Regaló a todos medio punto. El último examen que corrigió fue el de Florencia. Cinco coma cinco, pensó. Seis, escribió, aliviado. Guardó los papeles con llave y dejó en el escritorio de su secretaria una hoja con las notas y la instrucción de que las publicara en la mañana.

 

Luis Razeto

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