XV. La Paloma.

Josefina tuvo que partir de regreso a Santiago. El viejo párroco se lo dijo:

—Llamaron de tu casa. Tu padre enfermó de repente y necesitan tu ayuda. Quiere que seas tú quien lo acompañe, no quiere saber de nadie extraño en la casa, y tu madre no puede dejar el trabajo. Creo que debes ir.

La investigación de campo para la tesis quedó interrumpida. Ambrosio no podía adelantar  nada porque carecía de los conocimientos y de los métodos de investigación necesarios; pero se comprometió a completar y poner en orden las notas que había tomado.

Ambrosio estaba apesadumbrado porque el regreso de Josefina significaba también el final de su estadía en la parroquia y de sus conversaciones sobre los aymaras. Además, el padre Pedro no se veía bien. Tosía y se llevaba a menudo la mano al corazón como si le doliera. No podía seguir ahí, pues era un allegado bastante inútil y no había razón para quedarse más tiempo. Además, el dinero que había traído se le estaba agotando y era necesario que buscara un trabajo remunerado.

Dos días después de que Josefina partiera a Santiago Ambrosio había terminado de poner en orden las notas. Al momento de la cena se las entregó al padre Pedro para que se las guardara y entregara a Josefina cuando volviera.

Durante la cena el padre Pedro, que habitualmente tenía muchas cosas que decir y comentar, estaba silencioso, pensativo y triste. Tal vez lo haya afectado la partida de Josefina, pensó Ambrosio. El también tenía que anunciarle que se pondría a buscar trabajo durante el día. Había pensado pedirle que le permitiese quedarse a dormir durante algunas noches hasta que encontrara un trabajo y pudiera pagarse una habitación. Estaba seguro de que el padre no se negaría, generoso al extremo como era. Pero antes de plantearle el tema se le ocurrió a Ambrosio decir algo que animara al viejo a dejar su silencio.

—Sabe padre, me hubiera gustado conocer el santuario de la Virgen de las Peñas.

Al anciano sacerdote se le iluminaron los ojos. Lo miró esperanzado y le dijo:

—¿Verdad? ¿Te gustaría ir? Porque estaba justamente pensando en esto. Yo quisiera ir por última vez a las Peñas, antes de viajar a Holanda. Tengo muchos amigos que viven en los caseríos que están en camino a las Peñas y deseo despedirme de ellos. Y también de la Virgen de la Paloma, como me gusta llamarla. Porque el rosario la verdad es que hace años que dejé de rezarlo; pero no la devoción a la madre, que es otra cosa. Sí, quisiera ir también a despedirme de la Virgen de las Peñas.

Se detuvo un momento, tomó aliento y agregó:

—El problema es que ya no soy capaz de ir solo. Estoy muy viejo y el trayecto no es fácil. Necesitaría que alguien me acompañe. Le pregunté a Juan Mamani, pero no puede estos días porque está de turno en la empresa donde trabaja y no lo pueden reemplazar.

—Yo podría acompañarlo, si le parece. ¿Cree que podría? La verdad me encantaría hacerlo — dijo Ambrosio.

El padre Pedro se quedó pensando largo rato, mirando al joven. Vió que era fuerte y saludable, y aunque era muy joven era más alto que él.

—Será sacrificado. En esta época del año no va nadie hacia esos lados, el camino es largo y el trayecto es bastante abrupto.

—Por mí no se preocupe, padre. Si usted puede, también podré hacerlo yo. Y tengo fuerzas para sostenerlo, e incluso para llevarlo en brazos si fuera necesario en algún lugar.

El viejo sonrió al ver el entusiasmo del joven. Realmente quería ir, ambos compartían fuertemente el deseo de llegar hasta allá.

—Bien — dijo finalmente después de unos minutos de silencio. — Muy bien, iremos. Tenemos que prepararnos, llevar buen abrigo y la comida necesaria para varios días. Tendrás que cargar una mochila doble, con las cosas tuyas y las mías, porque yo tendré que cuidar mis fuerzas para llegar hasta allá. En todo caso no hay mucho que llevar, sólo algo de agua, no mucha porque hay un río de agua cristalina. Y comida y un par de chalecos para el frío de la noche. Confiemos en que el clima y el cielo nos sean benignos y propicios.

El lunes en la mañana tomaron un bus que los dejó en Arica. Fueran cuatro horas de viaje por una buena carretera. Al llegar se dirigieron de inmediato a la casa parroquial del padre Nicolás, un sacerdote amigo del padre Pedro, donde pasaron la noche de modo que pudieran partir al alba del día siguiente. El padre le explicó a Ambrosio que tomarían un taxi que los dejaría en Chamarcusiña, el lugar más cercano del santuario hasta donde se podía llegar en automóvil. Después tendrían que caminar. Serían más de veinte kilómetros cruzando desierto, montañas, ríos y quebradas, que con suerte y si lo hicieran de un solo tramo podrían hacer en unas cinco o seis horas, según estimaba el padre. Pero le dijo a Ambrosio que harían varias paradas a lo largo del trayecto, visitando a algunos amigos de los que quería despedirse, de modo que quizá demoraran en todo el viaje, contando el regreso hasta Arica, unos tres días.

Cuando se bajaron del taxi y empezaron a caminar hacia los cerros deshabitados el viejo pareció rejuvenecer. O más bien, pensó Ambrosio, el espíritu del padre Pedro que se había mantenido siempre joven no obstante el paso de los años, se manifestaba con toda su energía y la libertad que les daba el contacto con la tierra, el aire puro, el viento suave y la esperanza de llegar a cumplir su deseo de llegar hasta la Peña de la Virgen.

No había pasado media hora de camino cuando se toparon con un campesino que estaba pisoteando varios montones de papas repartidos en el suelo.

—Así se prepara el chuño con que él, su familia y algunos vecinos se alimentarán en el invierno –explicó el sacerdote a Ambrosio cuando se acercaban.

—¿Qué anda haciendo por acá, padre Pedro? ¡Esta sí que es sorpresa!

Se abrazaron. El padre le respondió en aymara y siguieron conversando en ese idioma, de modo que Ambrosio no pudo saber lo que dijeron. Pero era claro que se contaban sus cuitas, que hablaron del campo, de pájaros, de insectos y de plantas, porque mientras conversaban caminando por el campo iban deteniéndose a observar detalles sobre los cuales intercambiaban preguntas y frases. Después de una hora de caminar, conversar y de la acuciosa observación que hicieron de lo que iban viendo, se abrazaron largamente.

Ambrosio y el padre Pedro continuaron su camino. Pero esta vez el viejo tenía mucho de qué hablar, y Ambrosio lo escuchaba cada vez más sorprendido de lo que le decía.

—Tenemos suerte —empezó diciendo el anciano—. Tendremos muy buen tiempo al menos por los próximos dos días.

—Y ¿cómo lo sabe? —se atrevió a preguntarle Ambrosio, a quien le habían dicho que en esas zonas el tiempo podía cambiar de un momento a otro y pasar de un cielo escampado a una fuerte lluvia e incluso a una granizada, en sólo un par de horas.

—Lo sabemos porque mi amigo aymara ha estado leyendo las señas.

—¿Qué es eso?

—Es el conocimiento de los aymaras que les permite prever el clima. Como en estos campos las chacras son sembradas en tres, cuatro o más microclimas diferentes, que cambian durante el año, los aymaras necesitan prever los cambios del tiempo y los fenómenos atmosféricos con gran precisión. Por eso observan las nubes y los vientos, y consultan a las plantas, a los insectos y a los animales en diferentes lugares, para saber donde conviene en cada ocasión sembrar las chacras.

—Yo he escuchado decir que cuando aparecen muchas hormigas en verano quiere decir que lloverá mucho en invierno.

—Sí, es algo así, pero distinto y más interesante y profundo. Para los aymaras las plantas, los insectos y los animales no son solamente bio-indicadores, en el sentido en que los entendería la ciencia moderna, sino mensajeros, señaleros o avisadores, con los cuales ellos dialogan y conversan, les preguntan y les responden. Es otra relación con la naturaleza, muy difícil de comprender para los occidentales. La madre tierra con la que están en sintonía y armonía es la que les enseña cómo criar la vida en las chacras.

Pasaron por varios lugares cuyos nombres fue mencionando el padre Pedro. Ausipar, Pampa Oxavia, Arcune, Pampa Coyote, Sinahuella, Apacheta, Humagata, Achuco. Algunos eran pequeños agrupamientos de casas de adobe habitadas por familias campesinas, otros eran ruinas y sitios arqueológicos, vestigios de vida de los antepasados. La ruta se desplazaba por quebradas y lugares pedregosos que subían y bajaban sin distanciarse mucho de un río que bajaba de la cordillera. Tuvieron también que atravesarlo dos veces por unos rústicos puentes de madera.

En uno de esos lugares habitados por familias que los recibieron con especial cariño el padre Pedro y Ambrosio se quedaron a dormir la primera noche. Continuaron el viaje de madrugada para aprovechar la primera luz del día y avanzar antes de que llegara el sol abrasador.

A Ambrosio se le había ocurrido una pregunta, que se la planteó al padre Pedro en un momento en que se sentaron a descansar sobre unas piedras a la sombra de un árbol.

—Me habló usted de las chacras que siembran los campesinos aymaras, y yo entendí que se trata de los campos de cultivo. Nada que ver con esto, pero me han hablado de los chakras, que serían campos de energía distribuidos en diferentes lugares de nuestro cuerpo. ¿Cree usted que puede haber alguna relación entre cómo entienden los campesinos las chacras, y lo que en muy antiguas tradiciones orientales se pensaba de los chakras del cuerpo humano?

El padre Pedro se quedó en silencio largo rato, sin mover un músculo de la cara ni un dedo de la mano. Estaba inmutablemente concentrado. Ambrosio pensó que tal vez el padre no le había oído la pregunta, o que simplemente estaba pensando en otra cosa. Se dijo también que su pregunta era tonta y que por eso el padre no le respondía. Porque ¿qué pudieran tener que ver dos cosas tan distintas? ¿Acaso en diferentes idiomas no se usan palabras parecidas para nombrar cosas que no tienen nada que ver unas con otras? Cuando ya creía que su pregunta no obtendría respuesta, el viejo antropólogo se volvió hacia él y comenzó a decir:

—Nunca había pensado en tu pregunta. Pero tengo mucho respeto por todas las sabidurías y conocimientos ancestrales. Y no es raro que muy antiguas sabidurías empleen los mismos términos para referirse a cosas parecidas. Hay en Santiago un profesor muy sabio que enseña en la Universidad Católica. Se llama Gastón Soublette, y dice que las coincidencias lingüísticas tienen un significado especial. Me acuerdo que leí en uno de sus libros que en la antigua China el Dios creador es llamado Fücha, y que en mapudungun de los mapuches se le llama Fu Chao. Y que la palabra Kuse, tanto en chino como en idioma mapuche significan lo mismo: el lado femenino de la divinidad.

Guardó nuevamente silencio. Ambrosio pensó que eso del lado femenino de la divinidad era un concepto que se relacionaba también con la Pachamama de los aymaras y quizá también con la importancia que los católicos le dan a la Virgen María.

—Decía Gastón Soublette —retomó el padre Pedro— que los idiomas cambian con el transcurso de los tiempos, pero que las palabras sagradas tienden a permanecer. No sé si entre los chakras de que habla la cultura sánscrita y las chacras de los aymaras hay alguna relación. Pero sí tienen ambas un cierto sentido sagrado, espiritual. Porque la chacra para los aymaras no es así no más, no es el puro campo donde se siembra y cultiva, sino el lugar donde se cría la vida. Y la vida no la cría solamente el hombre.

—Me gustaría saber más sobre eso.

—Te lo explico de manera sencilla; pero en realidad es algo muy complejo y profundo. En la chacra de los aymaras conviven, conversan e interactúan tres comunidades distintas. Una es la comunidad que forman las familias que habitan el lugar. Es el ayllu. Otra es la comunidad que forman los seres que nosotros llamamos la flora y la fauna: plantas de todas las variedades y animales de todas las especies. Es la sallqa. La tercera es la comunidad de los espíritus, los achachilas de las montañas, los truenos y relámpagos, las lluvias y las granizadas, y en donde están también los ancestros, el lugar donde van a vivir los que se mueren. Es la huaca. Cada persona, hombre, mujer y niño, es parte de estas tres comunidades. Todos somos parte del ayllu, de la sallqa y de la huaca. Y en cada una de estas comunidades compartimos con los otros vivientes que la forman, y entre todos se cultiva la vida en la chacra.

Ambrosio pensó que si bien la chacra de los aymaras y los chakras de los antiguos sánscritos se referían a cosas muy diferentes, ambas culturas concebían la realidad – de la persona en un caso, de la vida social en el otro-, constituidas en tres dimensiones o campos de energía interrelacionados, con un componente espiritual.

El padre Pedro se puso de pié diciendo:

—Vamos, ya descansamos bastante. Hay que seguir caminando. Aunque no sea oficial, esto que estamos haciendo es una peregrinación.

Caminaban muy lentamente. Se veía que el padre estaba cansado y que las piernas le flaqueaban.

Cuando el sol se acercaba a su ocultamiento e iba tintando de luz rojiza las nubes, llegaron finalmente al Santuario de la Virgen de las Peñas. Era una iglesia sencilla. Las puertas estaban cerradas.

—En las fechas de peregrinación todo esto está lleno de vida. Cuando uno viene caminando se escuchan desde lejos los cantos y el sonido de los instrumentos musicales.

El padre de puso de pié delante de la puerta de ingreso y con cierta solemnidad abrió los brazos y se puso a rezar. A Ambrosio le hubiera gustado saber qué estaba pensando, qué estaba diciendo en silencio el anciano.

Se sentaron después sobre unas rústicas gradas de piedra.

—Tenía la idea de que iba a poder ver la imagen de la Virgen esculpida en la piedra.

—Si te animas a encaramarte hasta aquella ventana podrás verla, aunque dentro estará solamente iluminada por la luz que todavía entra por las ventanas.

Ambrosio arrimó unas maderas que estaban cerca del lugar y por ellas subió hasta la ventana que le había indicado el cura. Tuvo mucha suerte, porque el sol que en unos minutos más se ocultaría detrás de los cerros, entraba por una ventanuca lateral e iluminaba justamente la imagen de la Virgen. Ambrosio calculó que tendría unos sesenta centímetros. Estaba esculpida en la piedra, pero la habían pintado de colores suaves, y circundado de una gran aureola de colores brillantes. Abundantes flores secas estaban repartidas en todo su alrededor. Se quedó largamente mirando esa imagen, esculpida, pintada y adornada evidentemente por manos humanas, seguramente un artesano. No podía entender que los aymaras creyeran que hubiera aparecido de repente al desaparecer la mujer convertida en paloma blanca, y que la iglesia explicara que era un milagro de la virgen cuando mandó desde el cielo un rayo para salvar a la muchacha pastora. Pensó que después, en algún momento del viaje de regreso, le preguntaría al viejo cura antropólogo qué pensaba él sobre el verdadero origen de esa imagen.

Se echaron a dormir en un lugar que encontraron apropiado para pasar la noche. A la mañana siguiente iniciaron el camino de regreso. El padre miraba con cierta inquietud las nubes que empezaban por encima de los cerros a asomarse a la distancia. No habían caminado trescientos metros que el cielo se había enteramente encapotado, presagiando lluvia. Claro, la lectura de las señas le había asegurado solamente dos días de buen tiempo, y estaban ya en el día tercero.

Ambrosio estaba preocupado porque el padre Pedro no se veía bien. Lo notaba cansado, caminaba más despacio que antes,  tosía a menudo y trataba de mitigar el dolor del pecho con la mano sobre el corazón.

—¿Se siente bien, padre? ¿No será mejor que volvamos al santuario y que descansemos.

—Ya descansamos bastante, muchacho. No te preocupes, que estoy bien. Por lo demás, si Dios quiere que mi cuerpo se quede por estos lados, para mí no sería un castigo. No sabes cuánto amo estas tierras, estas montañas, estas gentes deliciosas que las habitan. Las echaré demasiado de menos en Holanda, donde no tendré nada que hacer, aparte de recordar estos lugares y estos pueblos, y donde sólo podré hablar en holandés, un idioma que no estoy seguro que lo sentiré como propio. Piensa que llevo cincuenta años viviendo aquí. Los cumplí el día antes de que tu y Josefina llegaran a la parroquia. Pero no, ¡vamos!, sólo que iremos más lentamente, porque como debes saber, es más fácil subir los cerros que bajar por las quebradas. Descansaremos en el primer caserío que encontremos.

Una hora después Ambrosio calculó que se habrían alejado del santuario un par de kilómetros. El cielo se había cubierto de negras nubes que oscurecían el paisaje. De pronto un relámpago iluminó el cielo e inmediatamente se oyó el estampido de un trueno. Fue como una señal de inicio de un combate entre los espíritus del cielo y los de la tierra. Relámpagos y rayos y truenos que se sucedían casi sin interrupción. Y antes de que pasaran dos minutos comenzó a caer del cielo una fuerte lluvia.

Ambrosio miró a su alrededor buscando algún árbol bajo el cual cobijarse.

—Un árbol no, porque puede caerle un rayo. Busquemos un peñasco, una roca grande que nos pueda cobijar. ¡Aquella! ¿La ves?

Apuraron el paso. Vientos arremolinados les dificultaban la marcha, pero llegaron, con las ropas empapadas, y pudieron protegerse un poco porque el peñasco estaba inclinado y formaba una especie de gruta natural. El padre Pedro llegó jadeando y apoyó la espalda contra la roca, cobijando las piernas en lo que pudo. Dejó a su lado el espacio necesario para que Ambrosio también se protegiera. Sólo después de unos minutos el anciano pudo hablar:

—No te preocupes, la tempestad pasará pronto y el clima nuevamente se pondrá bueno para seguir camino.

Ambrosio notó que el padre no lograba mantener su cuerpo erguido y que se deslizaba hacia el lado. Para apoyarlo pasó el brazo por detrás de la cabeza y lo sostuvo por el hombro para impedir que se deslizara y que su cabeza quedara a la intemperie. De repente el cura emitió un suspiro muy fuerte, un pequeño grito salió de su garganta mientras se apretaba la mano en el corazón. Ambrosio comprendió que era grave, probablemente un ataque al corazón. Pero no sabía qué hacer. En verdad, no podía hacer nada, más que mantenerlo abrazado, darle algo de calor con su propio cuerpo,  y hablarle pensando que era mejor que se mantuviera despierto.

—Padre, lo sacaré de aquí apenas escampe la tempestad. No sabe cuánto lo aprecio.

            El padre le susurraba, esforzándose por decirle algo:

—No te preocupes por mí. Parece que los Achachilas se pusieron de acuerdo con la Virgen y quieren que me quede por estos lados. Ellos también me quieren cerca.

—No, padre, saldremos de aquí y ya esta noche podrá dormir en la parroquia de su amigo en Arica.

—No sé, creo que no llegaré hasta allá.

El viento arreciaba y el frío penetraba hasta los huesos. El padre Pedro volvió a sentir una punzada en el pecho. Hablaba con dificultad.

—Si muero aquí, quiero que me entierren por aquí, esa es mi voluntad. Debes decírselo a todos.

—No, padre, lo sacaré de aquí, por favor no se muera.

—Lo único de valor que dejo es mi biblioteca. Como no tengo heredero y quiero que sirvan, le dejo todos mis libros y mis apuntes a Josefina. Debes decirle que puede escoger los libros que quiera, y que los que no le sirvan o no los pueda guardar, que los haga llegar a alguna biblioteca de antropología. ¿Se lo dirás? Tendrás que decírselo también al obispo. El no se interesa por los libros, y creo que no objetará si le aseguras con fuerza que esa es mi voluntad.

—No se preocupe, lo haré.

De pronto la tempestad se acabó, tal como había venido, sin avisar. Cesó la lluvia y el viento, se acabaron los truenos y relámpagos, y se produjo un completo silencio.

—Mire, padre. Una paloma blanca.

En efecto, revoloteaba en el lugar una paloma blanca, que después de dar unas vueltas detuvo el vuelo sobre un árbol.

—Buena señal — dijo el padre, que agregó después de un silencio: — Tendrás que contárselo todo a mis amigos aymaras. Quizás qué cuento fantástico inventarán cuando sepan que vine a morir acá, lejos de la Iglesia de Iquique y cerca de las Peñas, junto a los Achachilas. De seguro interpretarán todo esto como una señal de los huacas. Sabrán sacar partido de esto, y está bien que lo hagan. Seguro que me construirán una ‘animita’ y pasarán a verla cuando vayan al santuario. Quizá si con el tiempo incluso llegaré a tener aquí una ermita aymara y vendrán a bailarme. ¡Y el culto a la Virgen de la paloma se verá fortalecido!

Ambrosio lo vió sonreirse y alzar la vista y las manos hacia el cielo. Trató de levantarse, pero un nuevo agudo dolor en el pecho lo tumbó, cayendo en el regazo de Ambrosio, que después de un breve desconcierto comprendió que el hombre había muerto en sus brazos, sonriendo a pesar del dolor.

Ambrosio tendió el cuerpo del padre Pedro en el suelo, bajo el peñasco que los había protegido de la lluvia y el viento. Lo acomodó lo mejor que pudo, cubrió su cuerpo con unas ramas que el viento había desprendido de los árboles, y partió corriendo hacia el poblado cercano.

En el poblado encontró a tres familias reunidas, que se habían congregado para preparar una fiesta de despedida al padre que después de tantos años tendría que irse a Holanda. Ambrosio, jadeando, les dijo que el padre había fallecido de un ataque, cerca del santuario de las Peñas, cuando venían de regreso y les había caído encima la tormenta. Les contó que la última voluntad del padre era que lo enterraran en el lugar. También les contó el vuelo de la paloma blanca.

—¡Era un santo!— afirmó una mujer ya entrada en años.

—Sí, era un santo— fueron repitiendo uno tras otro.

—Debemos velarlo allá mismo donde haya muerto, y después lo enterraremos como nos pidió que lo hiciéramos.

—Sí, porque si se lo entregamos a la iglesia o a las autoridades se lo llevarán.

—El quería quedarse aquí, y aquí se quedará.

Partieron todos, siguiendo a Ambrosio que los dejó en el lugar. Ellos se harían cargo de todo. A él no le quedaba sino ir lo más rápido que pudiera hasta Arica y contarle a don Nicolás, el párroco amigo del padre Pedro, todo lo que había pasado. Él sabría qué hacer.

Una semana después volvió Josefina a Iquique. No sabía nada de lo que había pasado. Encontró a Ambrosio cuando estaba preparando sus cosas para partir, porque había encontrado un trabajo en una empresa pesquera. Le contó con detalles el viaje al santuario de la virgen de las Peñas y cuáles fueron las últimas voluntades del padre Pedro. Que se había acordado de ella antes de morir, y que le había dejado en herencia su biblioteca.

—Es una biblioteca valiosísima que hay que conservar y saber utilizar. No sé si seré capaz de hacerlo.

Josefina se acercó a uno de los estantes repletos de libros que ocupaban distintos lugares de la casa parroquial. Tomó un libro titulado Las Señas y lo abrió.

—Escucha lo que dice un ingeniero agrónomo holandés en el prólogo a este libro que escribió otro antropólogo que también era cura y holandés: “En un período de menos de 50 años ha disminuido en extremo la capacidad de entender las señas de nuestros ecosistemas locales y regionales, los sonidos y los movimientos de nuestro mundo. El precio de ello es - así nos damos cuenta ahora - gigantesco. Tenemos que construir nuevamente durabilidad en nuestros sistemas agrarios de Europa, nuevamente calibrar el equilibrio entre naturaleza y sociedad. Pero las piedras necesarias para ello (Conocimiento, Sensibilidad, Respeto, Comprensión y Paciencia) se han perdido en gran parte. Tenemos que amasar el pan con manos que ya no saben sentir, mirar con ojos que ya no ven bien, trabajar con suelos que hemos arruinado y con animales que hemos hecho extremadamente vulnerables. Estamos buscando coherencias con la ayuda de cerebros entrenados en lo opuesto: en reduccionismo. Estamos desorientados. “Antaño todas las cosas tenían nombre, los campos, los animales, la gente, el agua, las granjas - pero ahora todo es anónimo”, así escribe Hylke Speerstra en una novela reciente sobre nuestra agricultura frisona. Hemos desaprendido el escuchar y el entender, pero nos estamos esforzando por recuperarlo nuevamente”.

Josefina miró a Ambrosio que estaba  escuchando atentamente y que comentó:

—Si supieras cómo se cultivan las flores en una empresa donde trabajé por dos meses. Ningún respeto por la naturaleza, ninguna sensibilidad con las personas, solo produccionismo, estandarización, todo anónimo. Después te contaré. Pero ¿qué más dice ese autor? Me interesa mucho.

—Me tienes que contar sobre eso. Quizás algún día pueda hacer un estudio sobre la agricultura moderna. A ver, leamos otro poco.

Estudios como éste son sumamente relevantes, si no indispensables, en la nueva agronomía social que queremos construir. Son andamios sólidos, hechos de materiales que han desaparecido de Europa, desde que fueron destruídos en un período de orgullo y arrogancia. En los últimos años fueron defendidas en mi universidad gran número de tesis de doctorado que - una tras otra - trataban de la búsqueda de lo espiritual, por las coherencias, por las señas de un mundo mejor y una agricultura más hermosa. Búsqueda de un krease lânbou, tal como lo decimos en idioma frisón - que es un concepto que, igual que muchas palabras quechua y aymara apenas son traducibles. Algunos idiomas se volvieron, en ciertos aspectos, mudos, sin-palabras precisamente allí donde se trata de las cosas esenciales de la vida. Es tarea también de nosotros, los investigadores en agrotecnología, enriquecer nuevamente nuestros lenguajes y con ello nuestras vidas. En ese aspecto encuentro que el término usado en este libro —“criar la vida en la chacra”— es una de las expresiones más hermosas que he encontrado en los últimos tiempos. Son palabras que se dejan saborear continuamente; palabras que desarrollan y regocijan el sabor. En la ya creciente serie de semejantes estudios esta obra de Juan van Kessel y Porfirio Enríquez Salas constituye en mi modesta opinión una cumbre absoluta.

Josefina cerró el libro y lo volvió a su lugar. Ambrosio le contó lo que había vivido en la empresa de flores. Ella comentó al final:

—Todo lo contrario de “criar la vida en la chacra”. Podría llamarse “ahogar la vida en la empresa”.

Josefina decidió que partiría el día siguiente  hasta Arica para encontrar al padre Nicolás y decidir con él lo que debía hacer con los libros. Después tomaría un bus directo a La Serena.

Ambrosio y Josefina se despidieron con un fuerte abrazo. Se dijeron que debían encontrarse nuevamente algún día. Ambrosio le dejó como referencia la dirección de Gabriel en Santiago por si alguna vez quisiera comunicarse con él. No estaban tristes pero la muerte del padre Pedro los había emocionado fuertemente. Al abrazarse, unas lágrimas que caían por las mejillas de ambos se entremezclaron.