XXXIV. Mentiras.

Violeta subió a su auto pero no arrancó. Necesitaba serenarse. Y necesitaba pensar. Dudó si ir primero a conversar con Renato para decidir el camino de acción a seguir, o ir directamente a la casa a abrazar a Matilde. Decidió esto último pensando que la niña estaría nerviosa, inquieta, esperando saber lo que había pasado en la conversación con la inspectora.

Llegando a casa subió rápidamente las escaleras esperando encontrar a Matilde en su habitación; pero no estaba. Fue al living, a la cocina, al patio, recorrió todos los lugares donde pensó que pudiera estar, pero en vano. Salió a la calle pensando que pudiera haber salido a caminar. Vió venir solamente a la empleada con las bolsas de las compras para la cena. Le preguntó por Matilde.

—Estaba en su habitación cuando salí a las compras.

Violeta se alarmó porque habían acordado que cuando Matilde saliera dejara dicho donde iba. Se tranquilizó algo pensando que si había salido cuando la ‘nana’ estaba fuera no tenía a quien haberle dejado el recado. Intentó comunicarse con Ambrosio, pero no estaba en ese momento en el pensionado universitario donde vivía. No le quedaba más que esperar que Matilde regresara.

Cuando Renato volvió del trabajo Matilde aún no había llegado.  Violeta le contó con detalles lo que había pasado en la cita con la inspectora del colegio. Al terminar el relato Renato le dijo:

—Sin duda es una gran irresponsabilidad de la inspectora el haber acusado a Matilde sin pruebas. No puedo creer que haya sido ella...

—¡Por supuesto que no! ¿Acaso tienes alguna duda?

—No, espero que no. Claro que no la conocemos tanto. Su vida de privaciones...

Violeta no podía creer lo que estaba escuchando de su marido. Le volvió el enojo que se había en parte aplacado con la angustia de no haber encontrado a Matilde para abrazarla y consolarla.

—Te prohibo siquiera pensarlo —le dijo con pasión—, si llegas a pensar que pudo ser Matilde no te hablo más en un año entero. ¡Es nuestra hija! Y te diré una cosa: la defenderemos con todo. Si no lo hacemos, si Matilde llega siquiera a pensar que podamos no creerle, perderemos su confianza para siempre. Está aquí en juego nuestra relación con ella, te lo aseguro.

—Bien, bien, tienes razón; pero no te enojes tanto.

—¿Que no me enoje? Estoy furiosa por lo que ha pasado. Debemos pensar cómo defenderla ante la injusticia de que está siendo víctima.

Media hora después llegó Matilde con Ambrosio. Había ido a encontrarse con su hermano para desahogarse de lo que le había pasado, buscar consuelo, y también consejo sobre cómo enfrentar una situación ante la que se sentía impotente. Tenía los ojos enrojecidos, señal de que había estado llorando.

Violeta la abrazó y cubrió de besos con ternura de madre. Renato la saludo como todos los días, pero esta vez la tomó de la mano, un gesto con que quería expresarle su confianza y su apoyo. Saludaron a Ambrosio con abrazo y beso. Violeta intuyó que era el momento de tomar las riendas de la situación.

—Vamos a la biblioteca, tenemos que conversar.

Se sentó junto a Matilde, manteniéndola abrazada. Mirándola con cariño le dijo de modo que todos la escucharan:

—Mi niña, has sufrido una injusticia que no tiene nombre. Y he sabido, además, que en el colegio tus compañeras de curso te discriminan. Quiero decirte una cosa: tu eres fuerte, inteligente y buena, y vas a salir de todo esto fortalecida y triunfadora, te lo prometo. Creo que sé como te sientes, porque yo cuando era niña, más o menos de tu edad, sufrí cosas parecidas que me hicieron llorar mucho, pero que también me hicieron crecer porque las enfrenté, con la ayuda de mis padres.

—Pienso lo mismo, dijo Ambrosio. Mi hermanita me lo contó todo, y sé que es capaz de superar ésta y aún mucho peores situaciones.

Violeta relató la entrevista que había tenido con la inspectora, sin omitir ningún detalle. Quería que Matilde lo supiera todo, porque nada era más importante que la niña tuviera plena confianza en ella, y para eso era indispensable no ocultarle nada, incluyendo el hecho que Eugenia la  había llamado ‘la huérfana’.

—Eso no me lo contaste, Matilde —le dijo Ambrosio— ¿Sabías que tus compañeras te llaman la huérfana?

—Sí, algunas compañeras me dicen así cuando hablan entre ellas. A mí no me importa, por eso no te lo dije. ¿Somos huérfanos, no? No me parece que sea un insulto.

Violeta se sorprendió de que Matilde lo tomara así.

—A mí, la verdad es que me indignó cuando esa mocosa estúpida y engreída se refirió a tí como la huérfana. Porque tú eres nuestra hijita, y tienes aquí una madre y un padre que te queremos tanto, tanto. Y que te vamos a defender siempre de todos los que quieran hacerte daño.

—Cuenta con eso, Matilde, tú sabes cuánto te queremos— le dijo Renato, que agregó: — Si quieres dejar ese colegio, dalo por hecho. No tendremos problemas para encontrar otro en que te sientas más a gusto.

—No. A mi no me parece que sea lo que hay que hacer — dijo Violeta enfáticamente—. Esta situación debemos enfrentarla, no huir de ella. Matilde es fuerte y nosotros también lo somos. Yo pienso que es una batalla que hay que dar, y que hay que ganarla. Pero, por cierto, se hará lo que quiera Matilde. ¿Qué piensas tú, mi niña?

—Voy al colegio para estudiar y aprender, y este colegio me gusta, me está yendo bien, cada vez mejor, los profesores me valoran. Las compañeras de curso son niñas chicas, caprichosas y egoístas. No creo que sean malas, aunque unas pocas pienso que lo son, pero la mayoría son más tontas que malas. Las encuentro inseguras, y creo que a mí no se me acercan porque me creen rara, diferente a ellas, quizá me tienen miedo, o envidia, no sé. No me importa mucho, ya me acostumbré a eso. En la escuela de la población yo estaba siempre rodeada de amigas y amigos, las niñas y los niños me querían y yo los quería a ellos, no a todos, pero en general, sí. Ahora en el colegio sólo en los recreos lo paso mal, porque en clases no hay problema, el ambiente es mejor para el estudio que en la escuela donde había tanto ruido y no se podía ni escuchar a los profesores.

—Eres una niña madura e inteligente. Me gusta como eres, le dijo Renato. Entonces, entiendo que prefieres no cambiarte de colegio.

—Sí, quiero seguir aquí. No sé qué va a pasar con esto de la acusación de los robos. Pero como nada he hecho, nada temo. Supongo que tendrá que aclararse todo. Lo único que me preocupa, y que me da un poco de miedo, es la señorita Leonor. Porque creo que está convencida que yo soy la ladrona. Y ella me tiene mala barra casi desde el primer día, porque cada vez que me mira me parece que hace un gesto con la boca. Creo que le gustan las niñas rubias, delgadas y tontonas, a las que siempre está alabando por sus peinados, sus perfumes, sus caras bonitas bien maquilladas. A mí no me cae bien, y sé que ella se ha dado cuenta y por eso me tiene mala, creo yo.

—De la inspectora Leonor no te preocupes, de ella me encargo yo. Mañana iré a hablar con la directora del colegio y espero dejar las cosas claras.

Ambrosio había escuchado en silencio. Se sentía orgulloso de su hermana pero no dejaba de estar preocupado, porque sabía por experiencia lo terrible que puede ser estar en dependencia y sumisión en un contexto autoritario como es un colegio. Recordaba lo que en la empresa de flores le había sucedido a Diana por ser diferente a las demás y no someterse al inspector que tenía el poder de humillar y de herir a los subordinados. Tomó una decisión.

—Iré a buscarte a la salida del colegio todos los días, hasta que la situación se aclare completamente. No me gusta que te vean sola, y así también iremos conversando como siguen las cosas.

—Gracias hermanito lindo.

—Excelente idea – dijo Violeta.

El día siguiente, cuando Violeta fue a hablar con la directora del colegio, supo que la manera en que había tratado a la inspectora había tenido consecuencias distintas y peores a las que esperaba. La señorita Leonor se había quejado ante la directora por el maltrato de que había sido objeto de parte de Violeta, cuando ella se había limitado a informarle de las serias sospechas que tenía sobre que Matilde fuera la que había sustraído las pertenencias de sus compañeras. Dijo que Violeta la había insultado y amenazado, que había gritoneado y asustado a las dos niñas del curso que habían hecho las acusaciones, y que se había retirado dando un tremendo golpazo en la puerta, sin escuchar razones y totalmente enceguecida.

Fue lo primero que le dijo la directora Ernestina al recibirla en su despacho, agregando que era inadmisible que tratara así a una autoridad del colegio, y aún más grave, a las dos alumnas. Violeta se dió cuenta del error que había cometido llevada por su indignación del momento. Justificó su comportamiento en la forma en que las niñas se refirieron a Matilde, a lo cual la directora le replicó:

—Usted debiera saber que es normal y corriente que los alumnos se pongan apodos, algunos bastante hirientes, y no es motivo para que una madre que se sienta dolida reprenda y amenace a los niños que los dicen. Además, que se refieran a Matilde como huérfana no es tan raro debido a que se trata de una situación nueva, que debe sorprender bastante a sus compañeros.

Violeta se dió cuenta de que no convenía replicar a la directora, que estaba predispuesta contra ella por el relato que había hecho la inspectora de la conversación del día anterior. Pero era necesario tratar con ella el tema de fondo.

—El asunto es, Ernestina, que Matilde ha sido acusada injustamente, y eso la tiene profundamente afectada. Yo debo exigir que las cosas se aclaren y que se reconozca públicamente su inocencia.

—El problema es, Violeta, que las acusaciones son serias, y que hay fuertes motivos para pensar que es ella la culpable.

—Pero no puede usted decir que el hecho de quedarse en la sala durante los recreos sea suficiente para acusarla. Y me parece aún más, cómo decirlo, torpe e injusto que se interprete como señal de culpabilidad el que haya llorado ante la inspectora cuando la acusaron. Matilde lloró por la injusticia y la impotencia ante una acusacion falsa.

—Usted no puede estar segura de que no sea ella. Y como le dije, las acusaciones son más fuertes de lo que usted me está diciendo. Hoy me entrevisté con las dos niñas. Ellas me aseguraron que desde que empezaron los robos sospecharon de Matilde, y que por eso la habían estado vigilando. Me dijeron también que la vieron abriendo los bancos de las compañeras y guardando cosas en su bolsón, y que por eso la acusaron, no porque se quedara en la sala en los recreos.

—No fue lo que dijeron en mi presencia. Cuando ayer la inspectora Leonor les preguntó en mi presencia, dijeron que sospechaban de ella porque se quedaba a veces en la sala durante los recreos, no agregaron nada más.

—Pudiera ser porque se sintieron cohibidas ante usted, que no las trató bien.

—Y pudiera ser que la inspectora les hubiera aconsejado que reforzaran la acusación. De hecho ayer cuando ellas salieron, la señorita Leonor les dijo en mi presencia que las llamaría a conversar al terminar conmigo.

—Señora Violeta, eso que usted está diciendo es levantar una acusación muy grave contra la inspectora de disciplina del colegio, sin ninguna prueba, y comprenderá que no se lo puedo aceptar. Lo que tiene usted que pensar es que su hijastra no sea como usted cree. Tal vez no la conozca tanto como cree conocerla. Entiendo su sentimiento maternal. Todas las madres defienden a sus hijos y muchas veces se cierran ante sus maldades que son muy evidentes. No estoy diciendo que Matilde sea la culpable, solamente le digo a usted que debiera ponerse en la hipótesis de que lo sea.

—Pero la conozco bien, y estoy completamente segura de que es inocente.

—Le voy  decir algo más. La señorita Leonor  es una profesora de mucha experiencia. Tiene más de veinte años trabajando en colegios, y en éste como diez. Su curriculum es impecable, por eso la contratamos y la apreciamos. Conoce muy bien como son los niños y los adolescentes, porque ha trabajado y lidiado con ellos tanto tiempo. Pues bien, ella me contó la conversación que tuvo con Matilde. Me dijo que por su experiencia, la actitud de Matilde, la forma de mirarla y el modo en que se puso a llorar, todo lo encontraba típico de una adolescente culpable al ser descubierta en lo que había hecho.

—Señora Ernestina. Matilde me ha dicho que la inspectora le tiene mala barra, no desde ahora sino desde que entró al colegio.

—Vea usted, escúchese lo que me dice por favor, Violeta. ¿Acaso no sabe que las niñas acusan a sus profesores de mala barra para justificarse? Le voy a decir lo que he pensado. Matilde ha mejorado mucho en sus estudios. Los profesores particulares que ustedes les pusieron la han afirmado muy bien y ya está nivelada con sus compañeros de curso. Entonces, pienso que si las lecciones de los profesores le han aprovechado, pudiera ser que también le sirva el apoyo de un sacerdote, de un confesor, que sea de la confianza de ustedes. O del psicólogo del colegio, que podría iniciar sesiones de terapia, siempre que usted o su esposo lo autoricen, porque el colegio no puede mandarla al psicólogo sin el consentimiento de ustedes. Es lo que podemos hacer y es lo que puedo ofrecerle para ayudar a su hijastra.

—A mi hija, es mi hija adoptiva. Pues, no, no la autorizo, en absoluto, por ningún motivo. Mi hija es inocente, y eso deberá quedar demostrado cuando una investigación seria, profesional, examine el caso de los robos en el curso. Lo que usted tiene que hacer es poner un detective a resolver el caso, hacer la denuncia de los robos.

—Yo no puedo hacer la denuncia por robos, que por cierto dañaría gravemente a nuestro colegio. Sólo si los padres afectados lo hicieran, pudiera iniciarse una investigación. Pero ninguno de los padres afectados, con los que hablé personalmente, ha hecho una denuncia, ni la harán, porque usted comprenderá que los valores de los objetos desaparecidos son insignificantes para sus niveles económicos, y no querrán ver a sus hijos expuestos a interrogatorios y problemas.

—Yo puedo exigir la investigación.

—¿En base a qué? No ha sido a su pupila a la que han robado, y tampoco se ha tomado en el colegio ninguna determinación que la afecte. De hecho, mi decisión es dar el caso por terminado, a menos de que vuelva a ocurrir un hurto, que tenga pruebas absolutamente convincentes, y que ello me obligue a tomar alguna decisión más drástica.

Violeta se sintió atrapada, no sabía cómo dar curso a la conversación de modo que pudiera llegarse a confirmar la inocencia de Matilde. La actitud de la directora era dura, decidida, y comprendió que por el momento no tenía mucho más que decir. Con todo, le dijo:

—Pero es que Matilde es inocente, y está sufriendo una acusación injusta, que la afecta. No me puedo quedar tranquila.

—Violeta, piénselo bien. Lo mejor es que usted piense en todo lo que le he dicho. Que esté atenta a lo que pueda estarle pasando a su hija, y yo mantengo mi ofrecimiento del servicio profesional del psicólogo del colegio, y mi consejo de ponerla en contacto con un buen sacerdote.

—Ni hablar de eso, ni hablar.

Violeta se levantó del asiento e hizo un gesto de despedida con la cabeza. Ernestina le tendió cortésmente la mano, que Violeta no tuvo sino que estrechar, aunque no de buena gana.