VI. VANESSA SENTADA EN LA CAMA

VI.

 

Vanessa, sentada en la cama, estaba concentrada pintándose las uñas de los pies con un diseño floral. Le gustaba pintarse las uñas, siempre con un diseño diferente; como igualmente le encantaba teñirse el cabello con suaves tintes cálidos que ajustaba al tono de su piel y a los colores con los que, según la ocasión y su estado de ánimo, resaltaba la tersura de sus mejillas y la sensualidad de sus labios. Tampoco descuidaba sus cejas y pestañas en su refinada cosmética que terminaba perfumándose delicadamente.

Tenía dieciocho años, era naturalmente bella y las formas sensuales de su cuerpo no pasaban desapercibidas para nadie. Dedicaba varias horas del día a ponerse linda, lo que incluía ir al gimnasio cada vez que podía y alimentarse siguiendo una estudiada dieta que había aprendido leyendo revistas de modas y farándula.

Gastaba en todo ello y en proveerse de zapatos, carteras, vestidos y ropa interior, casi todo el dinero que le daba mensualmente el ‘jefe’. Los ingresos que obtenía prestando servicios sexuales por cuenta propia se los mandaba a su mamá en Venezuela. Sabía que su cuerpo era lo que todos apreciaban en ella, especialmente su jefe, y que era también lo que le aseguraba mantener la seguridad y el relativo bienestar en que se desenvolvía su vida. Pero no se cuidaba solamente por interés y cálculo sino porque a ella le gustaba ser y sentirse hermosa y admirada.

Se sobresaltó al oír un portazo. Era Danila, su compañera de trabajo, tres años mayor que ella, su única amiga verdadera. Algo le pasó. Una vez más llega enojada. Al ver entrar a su amiga con el rostro descompuesto y un brazo amoratado dejó en el velador las tinturas y se alzó preocupada.

— ¿Qué te pasó, Danila? ¿Te pegaron?

— Soy una estúpida. Hice lo que sé que no hay que hacer.

Vanessa puso cara de interrogación. Danila entonces le contó lo que le había sucedido. El cliente que esperaba encontrar no había llegado a la cita, y para no perder la tarde se había instalado en la calle, donde al poco rato abordó un lujoso automóvil de un viejo que le ofreció una buena cantidad de dinero por pasar juntos la tarde en su casa en el campo.

— El hombre resultó ser un sádico que para excitarse necesitaba golpearme. Y aquí me tienes. Por estúpida me pasa.

— ¿Te pagó, al menos?

Danila sacó de su cartera unos billetes que puso en el velador.

— Sí. Le cobré al subirme al auto. Pero si hubiera sabido lo que quería hacer conmigo le hubiera cobrado mucho más.

— Puchas, amiga. No me gusta lo que estás haciendo. Sales todos los días y tienes sexo con cualquiera. ¿Por qué lo haces?

— ¡Que por qué lo hago! Porque es mi profesión. Y es también la tuya, aunque no quieras reconocerlo. Somos putas, Vanessa, aunque el jefe nos diga que somos acompañantes.

— Pero él nos da trabajo de acompañantes, que incluye tener sexo; pero no con cualquiera sino con las personas que nos pide que acompañemos, y que casi todos nos tratan bien. Tienes razón, no es sólo eso, también yo hago citas por fuera, pero solamente cuando quiero y a través de la página de internet. Yo creo que estás exagerando. ¿A cuántos atiendes por día?

— Ay, amiga. Dos, tres y los días buenos hasta cuatro.

— Pero ¿te gusta así?

— ¿Si me gusta? Por supuesto que no. Algunos sí, pero pocos.

— Entonces, si no te gusta ¿por qué lo haces?

— Hoy estás bien tonta Vanessa. Por la plata, obvio. Lo único que quiero es juntar la plata que me permita dejar todo esto.

— Y ¿qué harías?

— Un local de masajes. Mío y de nadie más. Algún día lo voy a tener. Con esto de la democracia que dicen, quizá pueda conseguir los papeles. ¿No te gustaría ser independiente? ¿Libre?

— No sé. Yo estoy contenta con lo que hago. Me gusta el jefe, me gusta tener sexo con él, y con varios de los clientes también. Aquí me siento segura.

— Mmm! No entiendo como puede gustarte el jefe que nos tiene aquí obligadas, como verdaderas esclavas. Yo lo odio, aunque le hago creer que me gusta, que gozo cuando estoy con él.

— Yo no me siento así. Él me rescató cuando tenía catorce años. Estaba en la calle, sin saber donde quedarme. Si no es por él me hubiera muerto en cualquiera de los vendavales.

— Catorce. A los catorce te llevó a la cama. Pero si eras una niña. Él es un desgraciado, un violador de menores.

— Yo no lo veo así. Desde que se hizo cargo de mí siempre ha sido bueno conmigo.

— ¿Cómo fue la primera vez?

— No me violó. Yo era chica. Tenía miedo de estar sola a oscuras en la noche, y él me dejaba estar en su cama. Me hacía cariño. Me tocaba. Me preguntaba si me gustaba. Me hacía tener orgasmos solo tocándome, acariciándome. Al comienzo me sentía rara cuando lo hacía, pero después lo único que yo quería era que lo hiciera. Yo también lo tocaba, lo masturbaba. Un día me pidió que se lo hiciera con la boca. Y después ya hacíamos de todo.

— ¿Te pegaba? ¿Nunca te pegó?

— No mucho. Menos de lo que me pegaba mi papá cuando me portaba mal. Me pegó sólo un par de veces en que le desobedecí. Después nunca más.

— Es un desgraciado, Vanessa, el jefe es un maldito. Todo eso que me cuentas no es otra cosa que violación de menores y esclavitud sexual. ¿No te gustaría ser libre?

— ¿Ser libre? ¿Y qué haría? Aquí tenemos donde vivir, tenemos comida, nos hacen regalos, tenemos plata para lo que necesitamos. No me imagino una vida distinta. Y me gusta tener sexo. Lo hago con ganas, me da mucho placer. Y me gusta hacer gozar a los hombres. A ti también te gusta, lo sé porque te siento gemir cuando lo haces.

— Pocas veces me gusta, Vanessa. Hago teatro. Les hago creer que lo gozo porque así me pagan mejor y quieren volver a estar conmigo.

— Desde que llegaste tú el jefe prefiere estar contigo. Al principio me dió rabia, pero ya no. A mí no me importa. Me gusta que estés aquí. Antes estaba muy sola, no tenía con quien hablar. Lo que más me gusta es cuando el jefe nos llama a las dos juntas.

— A mí también me gusta estar contigo. Tu eres dulce, eres suave, te entregas de verdad. Pero eres una niña. Más niña de lo que creí que eras. Y eres de verdad muy bonita. Cuando tenga mi local de masajes te voy a sacar de aquí, te lo prometo. Lo que no sé es cómo recuperar los documentos que el jefe nos quitó y que nos hace vivir con miedo de que nos deporten.

— Sí, eso es lo peor. Una vez me llevaron presa, pero el jefe mandó a un abogado que me sacó. También nos cuida con el médico que nos examina y hace los exámenes todos los meses.

— Lo que cuida es lo que cree que es suyo. ¿No te das cuenta?

— No sé. Lo que sé es que si me llega a dejar estoy perdida. Pero ahora cuéntame algo tú. Yo te lo conté todo. ¿Cómo llegaste a servirlo?

— Será otro día, querida. Ahora estoy muy adolorida y quiero darme un largo baño, para olvidarme de todo. Sigue tú pintándote las florcitas en las uñas, que se ven lindas.


 


 

* * *


 

Isabel Iriarte, o sea Chabelita como la llamó siempre su padre Juan Solojuán y también los amigos de éste, cumplía 50 años. Matilde, Ambrosio, Lucila, Tomás Ignacio y Mariella, que habían sido los más íntimos amigos de Juan y que la querían mucho, la invitaron a celebrarlo en la casa de la escritora junto a otros amigos y amigas de ella.

Habían pasado casi tres años desde la trágica muerte de Solojuán. En su juventud Chabelita estudió Diseño Técnico, profesión que desempeñó de manera independiente. Compartía su tiempo entre el trabajo y la acción social, participando como voluntaria en el Programa de Restablecimiento de Contactos Familiares de la Cruz Roja. Allí colaboraba restableciendo la comunicación y los vínculos afectivos entre miembros de una familia separados por diversas causas, especialmente catástrofes naturales, migraciones y conflictos armados, que fueron tan abundantes durante los años del Levantamiento de los Bárbaros y de la Gran Devastación Ambiental. Una actividad en la que actuó siempre con especial diligencia y valentía, arriesgando su vida en numerosas ocasiones.

Cuando Juan Solojuán quedó solo por la muerte de su pareja, a quien ella llamaba cariñosamente ‘madre’ pero que era en realidad su madrastra, Chabelita dejó su trabajo para dedicarle más tiempo a acompañar y cuidar a su padre, al que amaba entrañablemente, y que había comenzado a manifestar ciertos problemas de salud que requerían atenciones que él descuidaba.

El asesinato de Juan Solojuán fue para Chabelita un golpe muy duro, del que le costó recuperarse. Durante toda su vida la acompañó un doloroso arrepentimiento por haberlo acusado falsamente de violencia intrafamiliar, durante el juicio de divorcio de sus padres. Cuando ocurrió aquello aún no tenía ocho años. Lo hizo incitada y amenazada por su madre, enteramente inconsciente del daño que le hacía a su padre. Varios años después éste la había rescatado del acoso que sufría por parte del amante de su madre y del abandono en que ella la había dejado.

Cuando murió Solojuán y no pudiendo hacer por él más que llorar su muerte y recordarlo con admiración y cariño, Isabel comprendió que debía inventarse una nueva vida. Ella no se había casado ni tenido hijos, a pesar de los ruegos de Solojuán, que quería que le diera nietos. Chabelita nunca quiso trabajar en el Consorcio Cooperativo que fundó y presidió su padre, a pesar de las insistencias de éste. Isabel no quería que nadie pudiera nunca pensar que el tan admirado por todos Juan Solojuán, hubiera utilizado su alto cargo para favorecer a su hija.

Ahora, finalmente y sin quererlo ni haberlo nunca pensado, se había convertido en socia del CCC, por haber heredado la participación de su padre en el Consorcio. Y en su nueva condición de socia había presentado un proyecto para recuperar, valorizar y gestionar el Museo del Consorcio, que desde hacía años permanecía prácticamente cerrado al público, porque Juan Solojuán y el Consejo de Administración lo quisieron mantener como lugar de refugio y protección, objetivo para el que fue construido y de hecho empleado durante los tiempos más duros de la crisis.

En efecto, el Museo del CCC era la parte visible y lo que se conocía públicamente del recinto; pero éste escondía un subterráneo de dos mil metros cuadrados, desde el cual partía un largo túnel que iba a dar al patio interior del Sitio 23, el más grande de los centros comerciales del CCC, pasando por la tenebrosa pero inofensiva Cueva de los Murciélagos, que mantenía alejado y prohibido el acceso al público. El recinto del Museo y sus espacios subterráneos contaban con agua potable que se extraía autónomamente por una profunda noria, y con energía eléctrica generada mediante antiguos paneles fotovoltaicos. Todo el recinto estaba provisto, además, de un avanzado sistema inhibidor de las comunicaciones electrónicas, que impedía que desde el exterior pudieran interceptarse las comunicaciones electrónicas, incluyendo las de los Intercomunicadores Audiovisuales Integrados (IAI).

El Museo y sus recintos subterráneos habían sido fundamentales para proteger y defender el CCC durante los años del Levantamiento de los Bárbaros y hasta la caída de la Dictadura Constitucional Ecologista. Matilde y uno pocos amigos de Solojuán fueron testigos de esto, llegando a conocer y utilizar el lugar en varias ocasiones. La última vez que lo usaron fue hacía dos años, en que les sirvió para protegerse de la temida CIICI que trató de impedir la Conferencia de Matilde, evento que gatilló el proceso que condujo a la caída de la Dictadura Constitucional Ecologista.

El Consejo de Administración del CCC aprobó por unanimidad el proyecto de recuperación y valorización del Museo presentado por Chabelita, estimando que la hija del fundador del Consorcio era la persona idónea y la más apropiada para asumir dicha responsabilidad.


 

Después de que le cantaron el Happy Birthday y mientras repartían la torta Lucila preguntó a Chabelita:

— Cuéntanos Chabelita ¿comenzaste ya el trabajo de recuperación del Museo?

— Sí, cuéntanos Isabel en qué estado lo encontraste. Y lo que estás haciendo—. Agregó Tomás Ignacio, que siempre la llamaba por su nombre de pila.

— Lo encontré ¿cómo decirlo? abandonado. Don José y doña María, los dos viejitos que lo cuidaban y mantenían, estaban desesperados, porque desde que murió mi papá y que Tomás Ignacio dejó de trabajar en el Consorcio, nadie se ha preocupado de ellos, y no se han organizado visitas de grupos. Me contaron que el único que iba de vez en cuando era el profesor Humberto Farías, el encargado de la Biblioteca, pero me dijeron que hacía varias semanas que no se aparece por allá. Además de usted don Tomás Ignacio, el profesor Farías es el único de los fundadores de CONFIAR que está vivo.

— Antes nos veíamos seguido con Humberto, Juan y yo. Ahora no tengo tiempo para nada. ¿Has sabido de él?

— Sí, he ido a verlo varias veces. Está resentido de salud. Creo que no vivirá mucho. Lo bueno es que está escribiendo un libro. Lo llama Mis Memorias Pedagógicas. Yo lo animo para que lo haga. Fue un gran profesor. No sé si saben que fue mi profesor del colegio durante varios años. Fue él quien contactó a mi padre, que identificó por su letra en los cuadernos que escribió mientras deambulaba por la ciudad.

— Me da pena lo que dices, Isabel— confió Tomás Ignacio. —Yo lo aprecio mucho. Humberto es un gran hombre, comprometido como nadie con el proyecto cooperativo de CONFIAR. Y también me da pena lo que nos dices de don José y doña María, que han sido siempre tan fieles y seguros servidores de la organización.

— Juan los quería mucho también— corroboró Chabelita. —Es triste que en organizaciones tan excelentes pero tan grandes como es el CCC, se descuiden a veces las personas.

—El contacto y la comunicación personal —dijo Mariella —son necesarios para mantener la fraternidad. Eso a veces se descuida en organizaciones muy grandes, especialmente con las personas humildes, menos visibles o que no se hacen notar.

—Es cierto— intervino Tomás Ignacio. —Debo hacerme un tiempo para ir a ver y estar con Farías. Mientras tanto, por favor Isabel, llévale mis cariños, y pregúntale de mi parte si necesita algo, lo que sea. Lo mismo dile a José y a María. ¿Cómo están ellos de salud?

— Se mantienen bien. Solamente que hay que gritarles porque los dos están sordos. Es entretenido escucharlos hablar entre ellos. Creo que se adivinan lo que dicen el uno al otro, porque se hablan suavemente y casi siempre sus conversaciones tienen sentido. El asunto es que me plantearon que necesitan descansar, jubilarse. Tienen derecho a hacerlo desde hace años, así que inicié los trámites y ya está por salir la resolución. En pocos días dejarán el trabajo y tendré que contratar a quienes los reemplacen.

La conversación derivó en la importancia de mantener el Museo y de abrirlo al público, especialmente para los niños y jóvenes. En ello puso especial énfasis Ambrosio, haciendo referencia al significado que tienen los museos para el estudio y conocimiento de la historia.

Chabelita estuvo a punto de revelar a esos tan buenos amigos un secreto que sólo ella conocía del Museo, porque Juan Solojuán se lo había mostrado hacía ya muchos años. En aquella ocasión su padre le dijo que no debía contarle absolutamente a nadie lo que había visto, a menos que lo considerara enteramente necesario. Pero ella pensaba que ahora que él no estaba, sí era necesario que alguien más lo conociera. Debía pensarlo. Además, no había tenido tiempo para ir a ese lugar secreto y comprobar que todo allí se encontraba como lo había visto y en orden.

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