XIX. ANTONELLA TOMÓ EL CUADERNO

XIX.

 

Antonella tomó el cuaderno. Había pasado buena parte del día rezando. Al final se le ocurrió que tal vez podría componer unos versos con la oración que había repetido insistentemente durante la tarde

Hacia Ti me vuelvo

desde la oscuridad

en este día incierto

de silencio y soledad.

Entreveo Tu presencia

— fortaleza inquebrantable—

sosteniendo mi existencia

con ternura perdurable.

Siento que Tú escuchas

mi oración silenciosa;

mis demandas no son muchas:

resistir siendo virtuosa.

Te ruego no me dejes

quédate conmigo

espero no te alejes

no tengo aquí otro amigo.


 

En la mañana despertó más tarde que de costumbre. Se dió cuenta porque lo hizo cuando la vigilante entraba a la bodega con la bandeja de comida, mientras que lo normal era que estuviera ya despierta mucho antes. Como en la bodega no había luz natural no tenía cómo saber la hora. La referencia principal que tenía era que cada 24 horas le dejaban el alimento del día por la rendija de la puerta. No había diferencia que notara entre el día y la noche, más allá del ritmo de sus necesidades fisiológicas y el sobrevenir del sueño.


 

— Buenos días Julia.

— Buenos días.

— ¿Puede decirme qué hora es?

— Las ocho de la mañana, misma hora en que te dejamos la comida cada día.

— Gracias. Aquí no tengo siquiera como distinguir el día de la noche.

— Veo que no me conseguiste ningún libro.

— Hice el pedido, pero me dijeron que los libros están muy caros y que no es fácil conseguirlos, porque todos leen hoy día los digitales. En la casa de mi madre hay dos o tres libros antiguos. Cuando vaya le pediré que me preste uno para traerte. Entiendo que te debes aburrir mucho aquí encerrada

Que le hablara del encierro dio a Antonella la oportunidad para decirle algo que estuvo pensando desde que habló con Julia el día anterior.

— ¿Sabes lo que he pensado, Julia? Que tú también estás en un encierro. En una celda algo más grande, algo más cómoda, y rodeada de más cosas que las que tengo aquí, pero igual estás encerrada.

— Estás desvariando, Nela. Yo cumplo mi horario de trabajo y me voy a mi casa el resto del tiempo.

— No digo que estés encerrada en este recinto, edificio o lo que sea. Me refiero a tu vida entera. Tienes que obedecer a tus jefes y estar siempre a disposición de lo que quieren. Tienes que salir a comprar por obligación. No conozco tu vida, pero me imagino que casi todo lo que haces, no lo has elegido tú misma, sino que te lo imponen las condiciones en que vives. No es lo mismo poder moverse que ser libre.

Antonella esperó la reacción de Julia. Esta no dijo nada, como si las palabras de Antonella no la hubieran tocado. Antonella sin embargo intuyó que ese silencio significaba algo más hondo. Decidió insistir:

— ¿Sabes Julia? No es lo mismo poder moverse entre la casa, el trabajo y el mercado que ser libre. La libertad es otra cosa.

La vigilante esta vez reaccionó:

— Si estás imaginando que te pueda ayudar a salir de aquí estás totalmente equivocada.

— No. No estoy pensando en eso. Te confieso que en algún momento se me pasó por la mente. Pero me dí cuenta de que si me llegas a ayudar te matarían. Yo no haría algo que te pusiera en peligro.

Antonella notó que su vigilante asentía con un movimiento de la cabeza encapuchada. Insistió entonces:

— ¿Ves lo que te digo? Tú estás tan encerrada como yo. Y tan en peligro como yo. Y con más miedo que yo.

Pasó un minuto. Antonella vio que los ojos de Julia, lo único que podía ver de ella, la miraban fijamente. Espero que dijera algo.

— ¿Qué es para ti ser libre? — preguntó finalmente Julia. — ¿Acaso tú eres libre?

— La libertad es algo interior. Es poder soñar, pensar con la cabeza de una, escoger los amigos, no tener ataduras que te obliguen a hacer lo que no quieres. Créeme que yo aquí, en este encierro, no dejo de sentirme libre. Te parecerá raro, pero es así.

Julia se quedó nuevamente pensando. De pronto miró la hora, se levantó y dijo:

— Se acabó el tiempo. Debo salir. Vuelvo mañana.

— ¿Ves Julia que no eres libre? Haces todo lo que otros te ordenan.

— Es mi trabajo. — Respondió la vigilante enojada. —¡Qué sabes tú de mi vida!

Salió sin despedirse dando un portazo y echó el cerrojo, dejando a Antonella pensativa.


 

* * *


 

Las conversaciones entre Antonella y Julia continuaron los días siguientes. Cuando la joven se dio cuenta de que su vigilante era aficionada a la cocina, empezó a hacerle todo tipo de preguntas, sobre sus platos preferidos, sobre cómo prepararlos, sobre recetas, sobre los gustos de cada ingrediente y el modo de combinarlos para obtener sabores fuertes o delicados. Julia sabía también sobre hierbas medicinales. Todo eso que sabía lo había aprendido de su madre.

El domingo la vigilante llegó con un libro en la mano. Estaba malhumorada y lo hizo ver a Antonella.

— Mira lo que me toca hacer por tí. Hoy es domingo y es mi turno de descanso; pero la orden es que venga todos los días a hablar contigo.

— Oh! lo siento. Pero muchas, ¡muchas gracias!— exclamó Antonella demostrándole comprensión y afecto.

La mujer pareció entenderlo porque le dijo:

— En todo caso, no me molesta hablar contigo. Mira, te traje un libro que encontré en la casa de mi madre.

Se lo pasó. Antonella lo tomó en sus manos. Era un libro viejo, con la portada rota y varias páginas menos, descosidas. Lo hojeó varias veces y después le dijo:

— Corazón, de Edmundo de Amicis. ¿Lo has leído?

— No. Hace años que no leo un libro.

Antonella pensó que no podía haber tenido más suerte. Era una gran coincidencia. En la Universidad tenía una asignatura, la que más le gustaba: La Educación en la Literatura, y ella había hecho una disertación ante sus compañeros de curso precisamente sobre este libro. Además, venía muy bien para el propósito que se había planteado: ayudar a Julia para que se liberara de esos terribles dolores, desgracias o culpas que había intuído que la agobiaban y mantenían en su cárcel interior.

Hacía poco un profesor, comentando en clases las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, había leído un trozo que cuenta que en el ingreso de la antigua Biblioteca de Alejandría habían escrito “HOSPITAL DEL ALMA”. Y habían reflexionado sobre lo importante que son la lectura y el arte para ‘sanar el alma’ o prevenir que se enferme.

Buscó en el libro y comenzó a leer en voz alta el cuento DE LOS APENINOS A LOS ANDES. Narraba la historia de Marcos, un niño de 13 años que partió desde Italia hasta Argentina en busca de su madre, que había emigrado hacía meses y de la cual habían dejado de recibir noticias. El conmovedor capítulo relataba las aventuras y desventuras que vivió el niño en su viaje, por mar primero, por tren después, en carreta y finalmente a pie, hasta encontrar a su madre que estaba gravemente enferma y que, temiendo no poder ver nunca más a su hijo, se estaba dejando morir. El cuento termina cuando finalmente el muchacho logra encontrar a su madre y ésta, al verlo, renueva sus deseos de vivir y se salva de la muerte.

Mientras leía Antonella notó que la vigilante se conmovía al escuchar la historia de Marcos, y le pareció que al final sollozaba. Pero Julia no podía mostrarle su inesperada debilidad. Reponiéndose miró la hora y dijo:

— Se pasó la hora hace rato. Hasta mañana.

Salió casi corriendo y cerró la pesada puerta de hierro, no como con un portazo sino suavemente. Echó el cerrojo como siempre.


 

* * *


 

El día siguiente las cosas cambiaron completamente. Antonella se había despertado temprano. Esperaba a la vigilante pensando en cómo llevar la conversación de ese día. Cuando finalmente se abrió la puerta, no fue Julia sino dos hombres encapuchados los que entraron, uno con la bandeja de la comida y el otro con un arma en la mano.

El hombre dejó la bandeja en la cama y entre los dos la sacaron en vilo tomándola cada uno de un brazo. Por la forma en que la tomaron Antonella reconoció a los mismos dos hombres que la habían llevado hasta la bodega. Si me dejan la comida es porque me traerán de vuelta viva. Ese pensamiento la tranquilizó.

La llevaron hasta una sala donde había otras dos personas con la misma capucha que usaban todos. Uno accionaba una cámara de video y el otro un aparato extraño que Antonella nunca había visto. La obligaron a arrodillarse sobre una pequeña marca en el suelo dando la espalda a un gran lienzo verde que cubría el muro.

Las personas que accionaban los aparatos le abrieron dos botones de la blusa e instalaron en ésta lo que ella reconoció como un minúsculo micrófono. Antonella se acomodó la blusa cubriéndose mejor el pecho.

— ¡No te muevas!— gritó uno de los guardias, que se había quedado mirando el contorno descubierto del pecho de la joven.

El hombre de la cámara se le acercó, le abrochó un botón y le dijo:

— Mira hacia adelante, directo a la cámara. Verás pasar una serie de palabras, que leerás en voz alta. Esto se repetirá varias veces hasta que yo quede conforme. ¡Lo entendiste!

— ¿Y si no quiero hacerlo? — le preguntó Antonella mirándolo a los ojos por entre medio de la capucha.

— Si no lo haces ¿ves esa pistola que tiene el guardia? Te disparara en un pié. A la segunda vez que te niegues, te disparará a la rodilla. A la tercera, en la cabeza. ¡Lo entendiste!

— Sí lo entendí.

Se encendieron dos focos de luz intensa que la encandilaron. Antonella comprendió la situación. Los secuestradores querían obligarla a grabar un mensaje que mandarían después a alguien. No se lo haré tan fácil como creen.

Cuando le dieron la orden de empezar a leer frente a la cámara frunció la frente y entrecerró los ojos, haciendo como si no alcanzara a leer.

— ¡Qué pasa! ¡Empieza a leer!

— No logro distinguir las palabras. Es que estoy encandilada por las luces. Llevo días encerrada en una bodega oscura...

El hombre de la cámara accionó los focos de modo que la luz llegaba ahora indirectamente a Antonella.

— Ya no hay problema. ¡Empieza a leer!

Antonella, aunque veía perfectamente las palabras que pasaban por el teleprompter, comenzó a leer lentamente, pronunciando las sílabas de modo que fuera evidente a quien viera después el video, que era un montaje y que lo decía porque la estaban obligando. Le hicieron empezar y repetir varias veces, nunca dejando satisfecho al hombre de la cámara, que después de las primeras frases la interrumpía y conminaba a empezar otra vez.

En un momento, ya impacientado por el nulo empeño de Antonella en seguir sus indicaciones, el camarógrafo hizo un gesto al guardia. Éste, que no había dejado de mirar con lascivia a la joven se acercó y le dio una bofetada.

El efecto de la agresión fue aún peor para lo que pretendían obtener de ella, porque Antonella se mostró conmocionada y empezó a leer el texto aún peor que antes. Finalmente el camarógrafo tomó una decisión. Hizo imprimir el texto en un papel y se lo pasó a Antonella.

— Tienes todo el día para aprender de memoria el texto. Mañana volveremos a la grabación, y si no lo haces bien serás duramente castigada. ¡Lo entendiste!

— Sí lo entendí.

El hombre de la cámara indicó con un gesto que la llevaran nuevamente a su encierro. Los guardias la condujeron igual como la habían traído. Al llegar a la bodega, mientras uno la soltó para abrir la puerta el otro le dijo al oído:

— ¿Sabes? Me gustó darte esa bofetada y verte enrojecer. Te ves más linda con la cara roja. Si mañana no lo haces como quiere mi jefe te pegaré otra vez.

— ¡Eres un cobarde!— le respondió Antonella.

Intervino el otro guardia:

— Ya, déjala, que debemos ir a nuestros puestos.

Antonella se lavó la cara y fue a sentarse en el colchón. De todo lo que le había pasado lo peor fue que la obligaran a ponerse de rodillas. Ella se arrodillaba solamente ante Dios y no por miedo sino por amor, no ante un hombre y menos para mostrar sumisión y temor.

Media hora después estaba ya repuesta. Tomó el papel con el texto que debía aprender de memoria y lo leyó entero. Entonces entendió bien lo que querían los guardias; pero además, supo algo que no sabía que había sucedido, aunque se le había pasado por la mente.

El texto no era muy largo y no le costaría memorizarlo. Comenzaba con una especie de proclama ideológica que daba a entender que los secuestradores eran miembros del Partido por la Igualdad. Después le hacían decir que si el gobierno no cumplía tres exigencias, ella sufriría las consecuencias. La primera exigencia era “la liberación inmediata de los camaradas Arturo Suazo y Camila Cortés”. Si en 48 horas los dos camaradas no eran liberados y dejados en la embajada de Corea del Norte, a ella le cortarían una mano. La segunda exigencia era que el Gobierno, por boca del Presidente del Senado Constituyente y miembro del Triunvirato Tomás Ignacio Larrañiche, debía anunciar y comprometer formalmente ante el pueblo por cadena de radio y televisión, que los partidos políticos constituirían la base de la nueva Constitución democrática. Ello debía anunciarlo por cadena de radio y televisión antes de 7 días. Si no lo hacían, Antonella perdería la otra mano y los todos los dedos de los piés. La tercera exigencia era que antes de un mes debía aprobarse oficialmente el articulado de la Constitución que establecía el rol y las funciones de los partidos políticos en los términos que ellos se encargarían de hacer llegar oportunamente a los miembros del Senado. Para esta tercera exigencia el plazo de cumplimiento era de un mes, y en el caso de que no se cumpliera satisfactoriamente la exigencia, nunca nadie la vería viva nuevamente.

Antonella se estremeció al pensar en los terribles daños que le harían. Comprendió que los secuestradores eran mucho peores de lo que hasta el momento había creído. Por primera vez desde que la habían secuestrado tuvo realmente miedo, verdadero terror. ¿Serían capaces esos seres malvados de cumplir con las amenazas? ¿Cómo reaccionaría el senador Larrañiche, el esposo de su amiga Mariella? Y ¿qué pensarían la propia señora Mariella, la escritora Matilde y el historiador don Ambrosio Moreno? Imaginó también el dolor y la desesperación que llegarían a tener su madre y su amado Alejandro.

Antonella cayó de rodillas. Pidió a Dios que no la abandonara, que la salvara del peligro mortal ante el que estaba. Lo pidió intensamente, rogando a Dios todopoderoso con insistencia. Pero también se decía interiormente que no se hiciera su propia voluntad sino la del Señor que sabe atraer hacia el bien incluso lo perverso. Al final logró serenarse. Debía hacer dos cosas: aprenderse el texto que debía mañana recitar, y pensar bien en qué podría ella hacer.

Mientras leía y repetía el texto en voz alta para memorizarlo, poco a poco fue entendiendo lo que pasaba y cuál era el fondo del asunto. La policía había detenido a Arturo, su antiguo novio, y a Camila, a la que había ella visto una vez en el Restaurante Don Rubén dándose cuenta, por el modo en que la joven intentó seducirlo, que estaba enamorada de él. Antonella sabía sin lugar a dudas que, por lo menos Arturo, no era culpable del secuestro; pero ¿por qué la policía pensaba otra cosa? Recordó los papeles anónimos encontrados en su locker. Ella misma en primera instancia pensó que pudiera ser Arturo quien, por despecho, la amenazaba con un juicio por traición. No era extraño que como hizo la denuncia en la policía, ésta llegara a considerarlo culpable de su secuestro.

Pero si Arturo no estaba realmente involucrado ¿por qué los secuestradores exigían que fuera liberado? No tardó en comprender la maniobra: quien la secuestró era una organización poderosa, y lo que querían obtener con ese mensaje era convencer a la policía, al gobierno y al país, que el culpable era el Partido por la Igualdad al que pertenecía Arturo y que se mencionaba explícitamente el texto que debía leer.

¿Qué podía ella hacer? ¿Cómo hacerle saber a don Tomás Ignacio que la policía estaba siguiendo una pista equivocada, y que eso era lo que querían acentuar los verdaderos secuestradores? Pensando, pensando, finalmente se le ocurrió una idea. No era fácil de realizar ni era tampoco seguro que resultaría. Pero decidió intentarlo.

Pasó todo el resto del día y buena parte de la noche primero aprendiendo el texto de memoria y luego ejercitando la recitación del modo apropiado. Lograr lo que quería era realmente difícil. Debía recitar con suficiente convicción para que los secuestradores no la obligaran a repetirlo, pero al mismo tiempo con la suficiente serenidad como para que al verlo don Tomás Ignacio y los demás amigos supieran que ella no estaba desesperada rogando que cumplieran la voluntad de los secuestradores. Y lo más importante era lograrlo a la primera, porque si le exigían repetirlo, los malos se darían cuenta del truco que había pensado y todo fallaría.

Después de muchas horas perfeccionando la recitación llegó a la conclusión de que lo había logrado. Era mejor dormir para no estar nerviosa la mañana siguiente y estar en condiciones de hacerlo todo como lo tenía planificado.

En la mañana los mismos guardias la llevaron del mismo modo que el día anterior. Mientras iba por el pasillo alcanzó a ver a Julia encapuchada como siempre. Cuando ya la pusieron en el punto marcado en el suelo Antonella preguntó:

— ¿Puedo hacerlo de pie? Creo que lo haría mejor, que sería más convincente.

— ¡Aquí tú haces lo que se te manda!— dijo el guardia obligándola a arrodillarse.

Había fallado la primera de las cosas en que había pensado. Pero no era lo más importante. Cuando ya le dijeron que empezara a recitar, Antonella manteniéndose de rodillas respiró profundo, estiró los dedos de las manos y las apretó contra sus muslos como escondiéndolas. En seguida comenzó a recitar tal como lo había ensayado tantas veces.

El camarógrafo asintió con un gesto. Al verlo Antonella respiró profundo. Lo había conseguido a la primera. Pero ese mismo gesto puso en guardia al hombre, que se dio cuenta de que la joven había cambiado una palabra del texto.

— Te equivocaste! Dijiste que estás “retenida” cuando debiste decir “secuestrada”.

Antonella ya había pensado cómo explicar esa equivocación si la pillaban.

— Perdón, no me di cuenta. Es que cuando me trajeron aquí me dijeron que estoy retenida, no secuestrada, y así me he considerado todo este tiempo. Retenida.

— Bueno, entonces lo grabamos de nuevo, sin equivocarte ahora.

Antonella suspiró. Era lo que temía que sucediera. Debía evitar que la obligaran a repetir la recitación. Lo intentó:

— ¿Qué importancia tiene? ¿No es lo mismo?

— ¡No es lo mismo! Aquí tú debes hacer exactamente lo que se te manda. La grabación se repite.

Antonella se sintió perdida. Debía repetir la recitación y ya no podría mandar el mensaje que había pensado, porque si lo repetía los bandidos se darían cuenta y todo sería peor. Desanimada al ver que había fracasado repitió la recitación. Todos estaban atentos a la palabra equivocada. La dijo bien y el camarógrafo quedó satisfecho.

Antonella, ya nuevamente encerrada en la bodega lamentaba su fracaso. Había intentado no ponerse de rodillas porque lo consideraba indigno. Había intentado decir que estaba “retenida” en vez de “secuestrada”, pensando que eso daría a la policía un indicio de hacia dónde debían orientar la investigación, suponiendo que estudiarían el mensaje palabra por palabra y pudieran ver que ése era un lenguaje usado por la organización autora del secuestro. Tampoco había logrado que no repitieran la grabación. Solamente la consolaba el pensar que Dios sabía que lo había intentado y que había hecho todo lo posible.


 

* * *


 

Antonella pasó los dos días siguientes sin dar muestras de estar asustada. Pero lo estaba, porque, como se dice, “la procesión va por dentro”. En efecto, soñó el mismo sueño con ligeras variantes las dos noches. En el sueño un verdugo encapuchado le cortaba las manos con un hacha. Antonella despertaba angustiada. Pero logró conversar con Julia los treinta minutos de cada mañana de modo normal.

Lo primero que le preguntó fue si sabía algo de un video que le habían grabado. Si lo habían hecho público.

— No sé nada de un video— respondió la vigilante. —Y no quiero saber tampoco nada, así que háblame de otra cosa.

Le pareció que Julia no mentía. Eso significaba, o que aún no habían comenzado a correr las 48 horas, lo que era bueno, o que lo habían mandado sólo a don Tomás Ignacio o al gobierno, lo que anulaba una pequeña esperanza que aún tenía, cual era que el camarógrafo hubiera decidido mandar la primera grabación y no la otra. Pero aunque ese fuera el caso, su mensaje no llegaría a la persona que ella quería que lo viese. Como Antonella callaba Julia le dijo:

— Si no quieres conversar, puedes leerme otro cuento del libro.

Antonella leyó esta vez el cuento SANGRE ROMAÑOLA. Era la historia de Ferrucho, un niño de once años, y de su abuela que trataba de corregir ciertas malas inclinaciones del niño que la hacían temer que terminara siendo un bandido. Ese día Ferrucho y su abuela fueron asaltados en su casa por dos ladrones, encapuchados, que los amenazaron haciéndoles entregar el dinero ahorrado por el padre del niño. Pero la abuela reconoció a uno de los malechores al que se le cayó el pañuelo que cubría su rostro. El bandido, temiendo que al ser reconocido estaba perdido, se lanzó con un cuchillo y lo descargó sobre la anciana en el momento en que el niño se interpuso con su cuerpo recibiendo el golpe. El nieto había salvado a la abuela al costo de su propia vida. Pero murió con la conciencia en paz.

Cuando terminó la lectura la vigilante, que se había sentado junto a Antonella en el colchón, se levantó y sin decir una palabra caminó con la cabeza gacha hacia la puerta y salió de la bodega sin decir palabra. Antonella pensó que el cuento la había impactado.

 

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