XXIV. Sobre la dimensión transformadora de la nueva política. ¿Cuánto de continuidad con el pasado y cuánto de creación de lo nuevo?

Hemos dicho que la política es acción organizadora del orden social, y al mismo tiempo acción dinamizadora de los procesos históricos. En base a ese concepto general de política, afirmamos que la ‘nueva política’ es una cierta estructura de esa acción organizadora de la comunidad y transformadora de la vida social, que a partir de la realidad presente inicia la creación de un nuevo orden social e institucional, propio de una nueva y superior civilización.

Surge de aquí una nueva pregunta crucial: ¿Cuánto de continuidad con el pasado y cuánto de acción transformadora? ¿Cuánto de tradición y cuánto de creación, cuánto de conservación y cuánto de cambio, han de caracterizar a la nueva política? Se trata, más exactamente, de concebir las relaciones que puedan darse en el proceso de creación de la nueva civilización, entre la continuidad y la novedad, entre la tradición y el proyecto, entre la conservación y el cambio.

Cuando nos planteamos la cuestión de la integración social y cultural, y de la ‘forma unificante’ de la nueva civilización, nos centramos en la primera dimensión de la política, esto es, en la política como organizadora de un nuevo orden social. Ahora bien, en el tránsito a una nueva civilización, en los inicios de su creación, la dimensión transformadora adquiere una importancia y una centralidad especial.

En la política moderna ya definitivamente en crisis, la dimensión transformadora de la política ha estado definida de dos modos diferentes, y en función de ello se han articulado dos diferentes modelos de política: la política reformista y la política revolucionaria.

La política reformista enfatiza la continuidad y la conservación del orden existente,  que se concibe como susceptible de ser dinamizado y parcialmente modificado, pero de manera tal que no resulte afectado el orden vigente y su continuidad fundamental. El proceso histórico es intervenido a través de reformas adaptativas, tales que el orden social no se vea perturbado. Incluso más, las reformas parciales son planteadas con el preciso objetivo de adelantarse a eventuales amenazas al orden constituido, el que si no evoluciona corre el riesgo de desintegrarse como consecuencia de los conflictos que en su interior se van produciendo y acumulando.

Resulta bastante obvio que ese modelo de la política reformista no sirve cuando se trata de crear una nueva civilización, porque se orienta conscientemente a preservar el orden institucional existente, en lo económico, lo político y lo cultural, reduciendo el cambio y la novedad a aspectos secundarios, y asumiendo las dinámicas históricas sólo en función de perfeccionar los modos ya consolidados de funcionamiento de la economía, la política, la cultura.

El otro modelo, el de la política revolucionaria, enfatiza la transformación, de modo tal que las estructuras del orden existente sean subvertidas y sustituidas por un orden social radicalmente distinto. La política revolucionaria se imagina que es posible cambiar un ‘sistema’ económico, político, social y cultural, por otro completamente distinto, y ello en un breve período de tiempo, mediante un proceso de transformaciones estructurales denominadas precisamente ‘revolucionarias’. El modo de hacerlo sería la toma del poder del Estado por parte del partido o del grupo portador del proyecto revolucionario, para desde el Estado imponer las nuevas realidades, las transformaciones, a toda la sociedad.

Este modelo de política revolucionaria tampoco es compatible con la creación de una civilización superior, porque supone un proceso de concentración del poder que niega los valores esenciales de la civilización que queremos, e implica un potenciamiento extremo del Estado, o sea el fortalecimiento de aquella que es precisamente la institución unificadora central de la civilización moderna en crisis.

Vemos así que tanto el modelo reformista como el modelo revolucionario, son funcionales al mantenimiento de la ya vieja civilización moderna, aunque por razones y caminos distintos.

La nueva política, orientada hacia una nueva  civilización histórica, requiere combinar de modo totalmente original la continuidad histórica y la creación de lo nuevo. Por un lado, hay que reconocer que el elemento de continuidad es esencial en  la creación de una civilización superior, precisamente porque se trata de un proceso civilizatorio que se propone conducir a formas superiores de convivencia humana. La extrema ruptura con el pasado, propia de los movimientos revolucionarios, suele  generar dinámicas que en muchos casos han podido calificarse incluso como barbarismo, en cuanto han acentuado la destrucción de lo existente más que su superación. También ha ocurrido históricamente que una civilización nueva resulta inferior a la que la antecede, y ello sucede precisamente cuando los elementos de destrucción y de discontinuidad con el pasado son llevados al extremo.

Un movimiento creador de una civilización nueva y superior se inserta en aquella dinámica que tal vez sea la de máxima duración histórica, cual es la del proceso civilizatorio de la humanidad.

El movimiento político orientado a crear una nueva civilización requiere tener conciencia de su propia duración y de su lugar en la historia; tener la conciencia de ser un proceso que hunde sus raíces en la historia y que se proyecta hacia el futuro recuperando para éste todo aquello de valioso, positivo y rescatable que la humanidad haya creado a lo largo de los siglos y milenios anteriores, en los campos de la economía, la política, la cultura, el arte, el pensamiento, la espiritualidad, las artes, etc.

Los creadores de una civilización nueva y superior deben de tener y desarrollar algo que podríamos denominar ‘espíritu civilizatorio’, o sea tener el ‘sentido de la civilización’, que es una especie de conciencia de la historia, de los ‘tiempos largos’ de la evolución de la humanidad. Ese ‘espíritu o sentido de civilización’ implica asumir que el propio movimiento es un momento dentro un proceso largo y complejo, que viene de muy antiguo, que está en curso desde hace siglos y milenios, y que continúa y se proyecta hacia el futuro. Esta conciencia de la historia es, en definitiva, una manifestación real y concreta de que se establece una relación de solidaridad con la humanidad entera.

Pero, por cierto, no se trata de conservar todo el pasado. Lo que merece ser conservado es aquello que el pasado tiene de vivo y de valor permanente. Más aún, conservar y dar continuidad a elementos del pasado implica siempre renovarlos, recrearlos, integrarlos en la nueva realidad en construcción, y en tal sentido, perfeccionarlos y llevarlos a su pleno desarrollo. La fuerza innovadora, en cuanto sea real, no existiría si no viniera del pasado, si no fuera en cierto sentido un elemento del pasado, lo que del pasado está vivo y en desarrollo. Ella misma es conservación e innovación, y contiene en sí todo aquello de las civilizaciones pasadas que sea digno de conservarse y desarrollarse.

Pero la nueva civilización sólo es verdaderamente nueva y superior si trasciende todo el pasado, si lleva la experiencia humana, individual y social, hacia horizontes hasta ahora desconocidos. La nueva civilización es un orden social nuevo, y crearlo supone introducir en la vida personal y social, novedades sustanciales, que impliquen un proceso de transformación que ha de ser mucho más profundo y extendido que los cambios que puedan preverse desde ópticas políticas reformistas y revolucionarias.

Una transformación tan radical no puede sino ser el resultado de la actividad creativa, o sea de actividades y procesos que impliquen la introducción de formas y de contenidos originales y nuevos - que antes no existían- en la realidad personal y social. En efecto, lo único que puede cambiar en profundidad lo existente consiste en crear y poner en la realidad dada realidades nuevas, que cuestionen lo existente y que con su presencia lo lleven a reestructurarse. La principal y decisiva actividad transformadora es la actividad creativa, aquella capaz de introducir efectivas novedades históricas.

Las políticas reformistas y revolucionarias se han caracterizado por reorganizar, con mayor o menor intensidad, lo existente. La política nueva creadora de una civilización superior, no se limita a reorganizar, reformar y revolucionar lo ya existente, sino que se despliega creando e introduciendo novedades históricas que, al interactuar con las realidades existentes que vienen del pasado, las cambian profundamente, generando racionalidades históricas inéditas.

La transformación más radical y profunda es la creación de lo nuevo, en este caso, la creación de nuevas formas de pensar y de vivir; de nuevos modos de hacer economía y de hacer política; de nuevas expresiones del arte, del conocimiento y de la espiritualidad; de nuevas modalidades de convivencia y de interacción social, a nivel familiar, local, nacional, internacional y planetario.

Luis Razeto

 

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